Los fundamentos teológicos del diálogo interreligioso

Los fundamentos teológicos del diálogo interreligioso

Por P. Khaled Akasheh

Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso

En el mundo de hoy, el pluralismo religioso es una realidad. No existe una única religión, sino varias. Los factores de comunicación y de interdependencia entre los diversos pueblos y las diversas culturas han creado una mayor toma de conciencia de la pluralidad religiosa, con las ventajas y los riesgos que esto comporta. A pesar de la crisis, la religiosidad no ha desaparecido. La Iglesia invita insistentemente a los cristianos a ir al encuentro de los creyentes mediante el diálogo interreligioso. Este encuentro puede darse en la vida cotidiana, promoviendo proyectos sociales comunes a los creyentes de las diferentes religiones, en el ámbito del discurso doctrinal y mediante el intercambio de experiencias religiosas.

Pero, ¿cuáles son las razones teológicas subyacentes al hecho de que la Iglesia católica considere el diálogo interreligioso como parte integrante de su misión evangelizadora? La búsqueda de razones teológicas es, en efecto, una condición necesaria para un diálogo fructífero. Puede plantearse la cuestión en estos términos: ¿cómo juzga la Iglesia a las religiones desde el punto de vista teológico? ¿Qué valor otorga a las religiones? Las religiones ¿son mediaciones (medios) de salvación para sus adeptos? De la respuesta a estas preguntas dependerá la relación de los cristianos con las otras religiones y el consiguiente diálogo (Documento de la Comisión Teológica Internacional, El cristianismo y las religiones, CR. 3).

Necesitamos, ante todo, tomar en consideración la unidad de toda la humanidad en la voluntad creadora y salvífica de Dios. La voluntad redentora de Dios se ha manifestado en Jesucristo. Cristo, por su parte, ha dado a su Iglesia un mandato universal. Ésta asume esa misión en un mundo pluralista desde el punto de vista religioso. Esto nos lleva, en consecuencia, a interrogarnos sobre la función salvífica de las demás religiones.

1. Un solo Dios, Creador y Salvador

Sólo hay un único Dios y Él es el creador de todos los seres humanos, sean cristianos, judíos, musulmanes, hindúes, budistas, de una religión tribal o de cualquier otra. Todos han sido creados a imagen y semejanza de Dios. Esto significa capacidad de relación personal con Dios y, por lo mismo, capacidad de alianza (alianza con Noé, Abraham, Moisés, Nueva Alianza).

En todo ser humano, la naturaleza humana es la misma. Dios da a cada uno un cuerpo y un alma, una inteligencia y una voluntad, sentimientos y aspiraciones y, muy especialmente, una sed de felicidad que, en este mundo, no puede ser totalmente saciada. Dios ha infundido en cada persona un deseo insaciable de felicidad eterna que, en último término, no puede ser colmado sino sólo en Él, en la contemplación «cara a cara» de lo que Él es, en la beatitud de la vida eterna. San Agustín, después de los extravíos de su juventud, exclamó finalmente: «Nos has creado para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti» (Confesiones, I, 1). Dios que, por esta razón, ha creado a cada hombre y a cada mujer a «su imagen y semejanza» (Gn 1, 26) ha querido para cada ser humano el mismo fin. El Concilio Vaticano II° declara que «Dios, creando y conservando el universo por su Palabra (cf. Jn 1, 3), ofrece a los hombres en la creación un testimonio perenne de sí mismo; [...] después cuidó continuamente del género humano, para dar la vida eterna a todos los que buscan la salvación con la perseverancia en las buenas obras» (Dei Verbum, DV. 3).

Reflexionando sobre la Jornada Mundial de Oración por la Paz en Asís, en 1986, el Papa Juan Pablo II° sintetizó estas verdades fundamentales que, en el plan divino sobre la creación y el destino final de los hombres, se refieren a todos los seres humanos: «Por eso, no hay más que un único designio divino para todo ser humano que viene a este mundo (cf. Jn 1, 9), un principio y un fin únicos, cualquiera que sea el color de su piel, el horizonte histórico en el que vive y actúa, la cultura en la que ha crecido y en la que se expresa. Las diferencias son un elemento menos importante respecto a la unidad que, por el contrario, es radical, fundamental y determinante».

Por tanto, es posible ahora comprender mejor por qué San Pablo escribe a su discípulo Timoteo que Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad. Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos» (1 Tm 2, 4-6). Estas palabras nos introducen directamente en el segundo punto de nuestra reflexión. Un único Salvador y, por tanto, una sola salvación, única e idéntica para todos los hombres: la plena configuración con Jesús y la comunión con él en la participación de su filiación divina.

2. Jesucristo, el Salvador Universal

La voluntad divina redentora, única y definitiva, querida para todos los hombres, tiene su centro en Jesucristo. «Tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). «Por nosotros (por amor hacia nosotros) y por nuestra salvación, bajó del cielo» (Credo).

El Concilio Vaticano II°, nos enseña que el Hijo de Dios, por su Encarnación, se unió en cierta manera a todo ser humano (GS. 22; Redemptoris Missio, RM. 6 y otros). La idea se repite a menudo en los Padres de la Iglesia, que se inspiran en algunos textos del Nuevo Testamento, por ejemplo en la parábola de la oveja perdida (cf. Mt 18, 12-24; Lc 15, 1-7): ésta se identifica con el género humano descarriado que Jesús ha venido a buscar (CR. 46). Asumiendo la naturaleza humana, el Hijo de Dios ha cargado sobre sus espaldas con toda la humanidad para presentarla al Padre (CR. 46). La gracia de Cristo actúa invisiblemente en el hombre. Puesto que Cristo murió por todos y puesto que la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina, «debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual» (GS. 22), es decir, la participación en el misterio del sufrimiento, de la muerte y de la Resurrección de Cristo. Será más difícil determinar cómo los hombres que no conocen a Jesucristo y cómo las religiones entran en relación con él; pero es necesario referirse a los caminos misteriosos del Espíritu, que da a todos la posibilidad de ser asociados al misterio pascual (GS. 22) y cuya acción no puede dejar de referirse a Cristo (RM. 29). En el contexto de la acción universal de Cristo, se debe plantear la cuestión del valor salvífico de las religiones como tales (CR. 49).

Esto significa que sólo en Jesucristo -camino, verdad y vida (cf. Jn. 14, 6)-, encontramos nuestro ser humano y religioso en plenitud. Solamente en Cristo, Dios ha reconciliado con Él todas las cosas (2 Cor 5, 18-19). Solamente en Cristo encontramos la respuesta al «enigma del dolor y de la muerte» (GS. 22), a los interrogantes fundamentales sobre el origen del hombre, sobre su vida en la tierra y la vida más allá de la muerte. San Pedro y San Juan, después de su detención, ¿no declaran valientemente delante del consejo supremo de los judíos que Jesucristo es el Salvador universal: «porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch. 4, 12)? Jesús murió por todos y es verdaderamente, como lo declaran los samaritanos, «el Salvador del mundo» (Jn. 4, 42).

Todo aquel que gana el cielo se salva, pues, por la gracia que Cristo mismo nos ha obtenido. Los hombres sólo pueden salvarse en Jesús. El cristianismo, entonces, tiene una clara pretensión universal. «Todos aquellos y aquellas que se salvan participan, aunque de manera diferente, en el misterio de la salvación en Jesucristo por su Espíritu. Los cristianos, gracias a su fe, son muy conscientes de ello, mientras que los demás ignoran que Jesucristo es la fuente de su salvación. El misterio de la salvación les alcanza, sin embargo, por caminos conocidos sólo por Dios, gracias a la acción invisible del Espíritu de Cristo. Concretamente, en la práctica sincera de lo que es bueno, en sus tradiciones religiosas y siguiendo las directivas de su conciencia, es como los miembros de otras religiones responden positivamente a la llamada de Dios y reciben la salvación en Jesucristo, aunque ellos no lo reconozcan y no lo confiesen como a su Salvador» (cf. AG. 3, 9 y 11; Diálogo y Anuncio, DA. 29).

3. La misión de la Iglesia

Cristo ha instituido la Iglesia, sacramento universal de salvación, como signo de la salvación que Dios ofrece a toda la humanidad. Jesús, «al inculcar con palabras explícitas la necesidad de la fe y el bautismo, confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia» (LG. 14). Ésta es el lugar público de la acción del Espíritu Santo (CR. 56)

Para el Concilio Vaticano II°, la Iglesia está en relación con la humanidad entera. «Todos los hombres son llamados a esta unidad católica del Pueblo de Dios, que simboliza y promueve la paz universal, y a ella pertenecen o se ordenan de diversos modos, sea los fieles católicos, sea los demás creyentes en Cristo, sea también todos los hombres en general, por la gracia de Dios llamados a la salvación» (LG. 13).

Al hablar de los no cristianos, el último Concilio los distingue en cuatro grupos, referidos de maneras diversas al Pueblo de Dios y por tanto abrazados por la voluntad salvífica de Dios: los Judíos, los Musulmanes, los que, sin culpa suya, no conocen ni el Evangelio de Cristo ni la Iglesia y «buscan, no obstante, a Dios con un corazón sincero y [...] se esfuerzan en cumplir con obras su voluntad conocida mediante el juicio de la conciencia» (LG. 16); y por último, «a quienes, sin culpa suya, no han llegado todavía a un conocimiento expreso de Dios y se esfuerzan en llevar una vida recta...» (LG. 16).

La afirmación de la pertenencia de estos cuatro grupos de no cristianos al Pueblo de Dios se apoya en el hecho de que la llamada universal a la santidad contiene en sí la llamada de cada hombre a la catolicidad del único Pueblo de Dios (LG. 13). Todo esto está fundado en Cristo, único mediador, que se hace presente a nosotros en su cuerpo que es la Iglesia (CR. 64-70)

Esta es la razón por la que la Iglesia considera su misión como la que Cristo mismo le ha asignado: llevar la Buena Nueva de la salvación a cada hombre. Si una persona recibe libremente el Evangelio y confiesa su fe en Cristo, esta persona puede recibir el Bautismo y llegar así a ser miembro de la Iglesia. La Buena Nueva de Cristo es siempre propuesta, nunca impuesta. Si una persona, en contacto con la Iglesia y convencida de otra religión, no piensa hacerse cristiana, la Iglesia sigue, sin embargo, persuadida de la obligación que tiene de promover hacia ella la comprensión y la colaboración recíprocas, por las razones ya mencionadas, es decir, en razón de la unidad de toda la humanidad en el designio de Dios de la creación, la redención y el destino final, querido para cada hombre y cada mujer.

Esto explica bien por qué el Papa Juan Pablo II°, en el capítulo V° de su carta Encíclica Redemptoris Missio indica y nombra el testimonio, la proclamación, la conversión y el Bautismo, la formación de las iglesias locales, la inculturación, el diálogo interreligioso, la promoción y la caridad hacia los necesitados como los caminos de la misión, es decir, de la evangelización. El diálogo interreligioso forma pues «parte de la misión evangelizadora de la Iglesia» (RM. 55). Esto no sólo no se opone al anuncio de Cristo, sino que, al contrario, estos dos elementos van unidos y se complementan, aún siendo distintos. No son ni idénticos ni intercambiables. El diálogo «es exigido por el profundo respeto hacia todo lo que en el hombre ha obrado el Espíritu, que `sopla donde quiere'» (RM. 56). En algunos lugares del mundo, la práctica del diálogo es el único testimonio que se puede dar de Cristo y del servicio generoso hacia los hombres de otras religiones (cf. RM. 57).

4. La Iglesia se enfrenta al hecho de la pluralidad religiosa

La Iglesia da testimonio de Jesucristo en un mundo pluralista desde el punto de vista religioso. Los católicos representan aproximadamente el 18% de la humanidad. El resto de los cristianos representa alrededor del 15%. Los musulmanes son el 17%, los hindúes el 13% y los budistas el 7%. Estos datos son solamente estimaciones generales.

Hay, evidentemente, muchos otros creyentes: los judíos, los que siguen las religiones tradicionales o tribales, las religiones locales chinas, los carnanistas, los sikhs, los jains, los parsis, los mendeanos y los baha'is.

Desde hace siglos, estas diferentes religiones han regido la vida de millones de hombres y de mujeres. Ellas han enseñado a generaciones enteras cómo vivir, cómo orar, pero también cómo prepararse a una vida en el más allá.

Estas religiones no existen aisladamente. Siempre ha habido relaciones entre hombres de diferentes creencias. Pero hoy, gracias a los medios modernos de transporte, a las tecnologías de comunicación y a los movimientos de la población que implican determinadas condiciones económicas, políticas o culturales, se ha mejorado e intensificado aún más la comunicación entre los hombres de los diversos signos religiosos, culturales o lingüísticos.

En cada momento, la Iglesia intenta instaurar el testimonio de Cristo de la manera más adaptada a las circunstancias concretas. En toda situación, se esfuerza por ser el sacramento, el signo y también el instrumento de la unión del mundo con Dios y de la unidad entre los pueblos (cf. LG. 1). La Iglesia es consciente de ser sierva de Cristo, Rey de reyes al que los Reyes Magos llevan sus dones. Estos últimos simbolizan el mundo, las naciones y las culturas que encontrarán su perfección y su plenitud en Cristo. Por esta razón, en el contacto con estas religiones que influyen en los pueblos, las naciones y las culturas, la Iglesia aprende el respeto de todo lo que hay de bueno, noble, verdadero y santo en ellas. Igualmente está atenta a fin de purificar todo lo que debe ser purificado y rechaza lo que contradice claramente el Evangelio. Cuando personas procedentes de estos contextos religiosos o culturales abrazan el Evangelio, la Iglesia sabe que entonces tiene el deber de promover una buena inculturación, a fin de que «cuanto de bueno se halla sembrado en el corazón y en la mente de los hombres o en los ritos y culturas propias de los pueblos, no solamente no perezca, sino que sea purificado, elevado y consumado para gloria de Dios, confusión del demonio y felicidad del hombre» (AG. 9).

5. El valor salvífico de las otras religiones

Podemos preguntarnos ahora cuál es el valor salvífico de las demás religiones. ¿Juegan un papel en la salvación de sus adeptos? Y ¿hasta qué punto, llegado el caso, podemos reconocer ese cometido? Si sus adeptos llegan a la salvación en los contextos históricos, culturales y religiosos particulares en que se encuentran, ¿en qué medida están determinados, o al menos influidos, por sus religiones?

El teólogo que busca una respuesta a estas cuestiones posee para esto los instrumentos de la fe católica y de la doctrina: Dios quiere la salvación de todos; Jesucristo es el único Salvador de toda la humanidad; el Espíritu Santo puede operar en los corazones de los hombres, e incluso en los diferentes ritos y en las diferentes religiones; toda oración auténtica está influida por el Espíritu Santo; Dios puede dispensar su gracia también fuera de las fronteras visibles de la Iglesia; las religiones contienen en ellas el germen de la Palabra así como elementos de verdad y de gracia.

La cuestión teológica actual no consiste en saber si los hombres que no pertenecen a la Iglesia Católica visible pueden o no salvarse. Es teológicamente cierto que, con ciertas condiciones, la respuesta es positiva. Por ejemplo, cuando no tienen responsabilidad de no conocer la Iglesia y no formar parte de ella, cuando permanecen abiertos a la obra de Dios en ellos, y cuando, llevados por la gracia, obran según su conciencia realizando así la voluntad divina. No olvidemos nunca que Dios es el único juez de estas condiciones. La pregunta es, pues: ¿cómo se salvan? La pluralidad de religiones, la creciente profundización, en nuestros días, en los conocimientos por parte de los cristianos sobre estas religiones, los límites de la extensión de la Iglesia en el tiempo y en el espacio, así como la certeza de la voluntad salvadora de Dios para con toda la humanidad, anima a los teólogos a proseguir su reflexión sobre el cumplimiento de la voluntad divina en otros creyentes.

Los libros sagrados de algunas religiones ofrecen pasajes impresionantes. Algunos, explícitamente, intentan realizar la relación del hombre con Dios, con el Absoluto, con el Transcendente. Otros prescriben ayunos, la limosna o actos de arrepentimiento y de disciplina espiritual. El teólogo no puede dejar de preguntarse si algunos de estos elementos no son, en cierto modo, el signo de la actuación del Espíritu Santo.

Pero, en esta fase, son necesarias algunas precauciones. Sea cual sea la presencia o la acción del Espíritu Santo en estas religiones, no podemos, en ningún caso, compararla con su presencia especial y plena en la Iglesia. Aunque el teólogo encuentre cierto valor salvífico en las demás religiones, esto no significa que todo en ellas sea redentor o positivo. Como dice el documento Diálogo y Anuncio, «afirmar que las otras tradiciones religiosas comprenden `elementos de gracia' no significa, sin embargo, que todo en ellas sea fruto de la gracia. El pecado está presente en el mundo y, por tanto, las otras tradiciones religiosas, a pesar de sus valores positivos, son también el reflejo de las limitaciones del espíritu humano, inclinado, a veces, a escoger el mal. Un enfoque abierto y positivo de las demás tradiciones religiosas no autoriza, pues, a cerrar los ojos sobre las contradicciones que pueden existir entre ellas y la revelación cristiana. Aonde sea necesario, se debe reconocer que existe incompatibilidad entre ciertos elementos esenciales de la religión cristiana y algunos aspectos de estas tradiciones» (DA. 31).

Cuando se realizan investigaciones, los teólogos católicos no deben poner en plan de igualdad la función de las demás religiones con la del Antiguo Testamento, así como tampoco deben considerar a sus fundadores como profetas enviados por Dios con el mismo título que Moisés o Isaías.

No todo está claro. Todavía quedan muchos estudios por hacer. Pero, sabemos lo bastante como para confirmar sea la necesidad de la mediación de la Iglesia, sea la libertad con la que Dios da la salvación a quien quiere.

Ciertamente, la Iglesia, convencida de que otros creyentes pueden obtener la salvación, entrevé también la necesidad de compartir con ellos el mensaje íntegro del Evangelio dado y recibido libremente. La Iglesia, recordando el mandamiento del Señor que dice; `Predicad el Evangelio a toda criatura' (Mc. 16, 15), procura con gran solicitud fomentar las misiones...» (LG. 16), consciente de las dificultades encontradas para permanecer en la recta línea de la visión religiosa y fiel a la verdad moral.

Conclusión

La teología de las religiones no ha alcanzado aún un estatuto epistemológico bien definido. Muchas de las cuestiones permanecen abiertas y, en consecuencia, tienen necesidad de ser esclarecidas a través de estudios, reflexiones y discusiones ulteriores (CR. 3)

¿Es necesario insistir en la importancia de la oración para el diálogo? La oración, comprendida como relación viviente y personal con Dios, como encuentro misterioso, es la condición del diálogo y un fruto de aquel. En la medida en que se vive el diálogo en estado de oración, se es dócil a la moción del Espíritu que obra en los corazones de los dos interlocutores (CR. 111).

Las principales posiciones teológicas respecto a esta cuestión son el eclesiocentrismo, el cristocentrismo y el teocentrismo. El eclesiocentrismo niega la posibilidad de salvación para los que no pertenecen visiblemente a la Iglesia, basándose sobre un cierto sistema teológico y una comprensión errónea de la frase "fuera de la Iglesia no hay salvación". El cristocentrismo acepta que en las demás religiones pueda haber salvación, pero que éstas no pueden tener una autonomía salvífica, debido a la unicidad y a la universalidad de la salvación de Jesucristo. (CR. 11). Es la posición más común entre los teólogos católicos. El teocentrismo pretende ser una superación del cristocentrismo, un cambio de perspectiva. Intenta reconocer la riqueza de las religiones y el testimonio de sus adeptos, y, en un análisis posterior, quiere facilitar la unión entre todas las religiones con vistas a una acción común en favor de la paz en el mundo (CR. 12).

La Nueva Alianza es la del Espíritu, alianza nueva, universal, alianza de la universalidad del Espíritu (CR. 52).

Discurso a los cardenales y a la curia romana, del 22 de diciembre de 1986, Asís: Jornada Mundial de Oración por la Paz, Consejo Pontificio Justicia y Paz, 1987, p. 149.

Bajo el nombre de Cristo se sobreentiende aquel que unge, el Padre, aquel que es ungido, el Hijo, y la unción, que es el Espíritu Santo (San Ireneo) (CR. 54). "El Cristo total" son los cristianos ungidos con el Espíritu y la Iglesia. El Cristo total incluye en cierto sentido a cada hombre, porque Cristo está unido a todos los hombres (GS 22) (CR 55).

"Universal": versus unum, hacia el uno.

En Jesús aparece la plena manifestación del Logos (CR 49).

Según el Concilio Vatiano II° (GS 41, 22, 38, 45), Jesús es el hombre perfecto según el cual el hombre se hace más hombre (CR. 47)

Cfr. D. Barrett, World Christian Encyclopedia, Nairobi 1982, p. 6.

Juan Pablo II, Ut unum sint, 33.

Este texto retoma una conferencia del Cardenal Francis Arinze, Presidente del Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso, pronunciada en Beirut, en mayo de 1999, en la Universidad del Santo Espíritu (Kaslik). Se apoya también en el documento de la Comisión teológica Internacional: "El Cristianismo y las Religiones" (1997).

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