Fidelidad a las Constituciones

FIDELIDAD A LAS CONSTITUCIONES

Por Hugh O'Donnell, C.M.

Provincia de Usa-Medio Oeste

Escribir sobre la fidelidad a las Constituciones es tan difícil como importante. Otros estarán en mejor situación para hacerlo, pero ya contribuyen a este volumen con distintas colaboraciones. Mis credenciales para acometer este empeño son dos: la participación en cinco Asambleas Generales (1974-1998) y la amplia experiencia de la Congregación a lo largo y ancho del mundo, adquirida por los muchos viajes que me han llevado a conocer a los cohermanos en sus diversos lugares, sin embargo, que no considero del todo suficiente. Aunque la perspectiva desde la que escribo es limitada, espero que mis puntos de vista sirvan de estímulo para la reflexión sobre esta importante cuestión y conduzcan a una comprensión de la fidelidad en la Pequeña Compañía más profunda y crítica que la aquí se presenta.

¿Qué significa ser fiel a las Constituciones hoy?

Durante los primeros treinta y tres años de la Congregación, las Reglas fueron sometidas a prueba y articuladas con el toma y daca de la cotidiana experiencia. Después, en los próximos 325 años (desde su distribución por San Vicente en 1658 hasta la aprobación de las Constituciones y Estatutos en 1983) las Reglas Comunes fueron nuestra guía e inspiración. Estaban éstas tan profundamente arraigadas en la mente y corazón de muchos cohermanos, como el legado personal de San Vicente, que a bastantes no les fue fácil orillarlas y elaborar la nuevas Constituciones y Estatutos. Después de la aprobación de las Constituciones en 1983, las Reglas Comunes conservan un lugar de privilegio como parte de nuestra herencia espiritual, pero las Constituciones se convirtieron en nuestra guía y regla de vida. El pleno significado de este acontecimiento, sin precedente y único hasta ahora, debe ser bien entendido en orden a hablar de la fidelidad.

Si San Vicente es el autor de las Reglas Comunes, la Congregación de la Misión es la autora de las Constituciones y Estatutos. Si la fidelidad a las reglas Comunes significaba fidelidad a normas heredadas, la fidelidad a las Constituciones y Estatutos significa fidelidad al espíritu de San Vicente en un mundo que evoluciona y se transforma. Si, razonablemente, podemos percibir la presencia de Vicente en cada palabra de las Reglas Comunes, tenemos, en cambio, que hacer a veces un esfuerzo para recordarnos a nosotros mismos que las Constituciones y Estatutos merecen la misma aceptación afectiva. El hecho de que fuimos nosotros los que elaboramos las Constituciones y Estatutos no nos deja ver, muchas veces, que lo hicimos como hombres de fe que trataban de sintonizar con la voz de Dios y la inspiración del Espíritu Santo.

Las dos mayores diferencias entre las Reglas Comunes y las Constituciones, según mi parecer, se hallan en las respuestas a las preguntas: ¿Por qué se elaboraron las Constituciones? y ¿Cómo actúan las mismas?


¿Por qué fueron elaboradas las Constituciones? Se elaboraron en respuesta a la renovación exigida por el Concilio Vaticano II. En el corazón de esa llamada estaba el aggiornamento global de la Iglesia. La cuestión básica era que el mundo había cambiado y la Iglesia se había quedado atrás, o, al menos, sin conectar suficientemente con el mundo nuevo. El 11 de octubre de 1962, Juan XXIII, en la apertura del Concilio Vaticano, expresó su convicción de que un mundo nuevo estaba naciendo. Sus palabras tuvieron fácil eco en los corazones de los Vicencianos. Juan XXIII dijo: “La Divina Providencia nos está llevando a un nuevo orden de relaciones humanas”. Se estaba refiriendo a un mundo sin violencia, a un mundo de paz verdadera. El Papa Juan percibió por mucho tiempo los dolores de parto de un mundo nuevo que se esforzaba con gran dificultad por nacer.

El mundo había cambiado en gran manera y estaba en vías de cambios más radicales todavía. Una profunda transformación cultural estaba en marcha. El mundo estable, previsible y de lenta progresión de nuestros predecesores se estaba transformando en un mundo en continuo cambio en el que se abrían nuevos caminos para la unión de las gentes, un mundo, al mimo tiempo, de impensadas promesas y serios peligros. En este contexto, las Constituciones fueron elaboradas como un instrumento de renovación tendente a la transformación y a poner de relieve los valores evangélicos en un mundo tan cambiado. Nos hallábamos ante un doble reto: el de reasumir radicalmente nuestro carisma, es decir, el espíritu de Vicente, y el de ser apóstoles genuinos en el mundo contemporáneo. Es en este contexto bipolar donde la fidelidad encuentra su significado hoy, un significado que es más complejo, y consiguientemente, quizá, más rico que en el pasado. Nuestra fidelidad es fidelidad al carisma de Vicente en un mundo nuevo.

La segunda pregunta es: ¿Cómo actúan las Constituciones? Las Constituciones miran al futuro, más que al pasado. Nos guían hacia un futuro que se nos revela paso a paso con el tiempo. De manera que se orientan al misterio operante de la presencia de Dios en la historia y en la escatología más bien que a las costumbres y hábitos de una regularidad tradicional y religiosa. Son un instrumento de autenticidad en un mundo-en-creación. Son un instrumento de conversión.

Las Constituciones, por lo tanto, implican activamente a los cohermanos, a las comunidades locales, a las provincias y al gobierno general en una doble tarea: la de discernir la voluntad de Dios en las nuevas circunstancias y la de planificar activamente una respuesta comunitaria. Ello requiere una nueva manera de actuar y esta nueva manera de actuar nace de la llamada a la elaboración de los proyectos domésticos y provinciales, y al intercambio comunitario de las experiencias espirituales y apostólicas. Aunque hayamos tenido que esforzarnos penosamente en los proyectos domésticos y provinciales, y nos sintamos, quizá, desilusionados por el magro éxito en su elaboración y puesta en práctica, tales proyectos representan una manera radicalmente distinta de hacer las cosas respecto a los tiempos pasados. En este nuevo modo se reconoce que los miembros de la casa y los miembros de la provincia son los que mejor pueden conocer las situaciones locales y provinciales, ver las necesidades y oportunidades y dar una respuesta efectiva.

La puesta en práctica con dinamismo de estos proyectos en su dimensión apostólica y misionera depende de la vida de comunidad de la casa o de la provincia. Esta es la razón por la que el mutuo compartir que se nos pide en el nº 46 de las Constituciones, y que debemos promover, es la piedra angular de la nueva manera de hacer las cosas. Se ofrece así una visión de la comunidad en la que los cohermanos comparten no sólo un hogar, una mesa común y diversas prácticas espirituales, sino también su vida. Una vida de comunidad que es el cuadro de relaciones personales basadas en la confianza. Se nos invita y anima a compartir unos con otros las experiencias espirituales y apostólicas, así como la Palabra de Dios. Todo ello conduce a la creación de una comunidad de conocimiento mutuo, respeto y colaboración, que, como resultado, la capacita para un discernimiento genuino.


La fidelidad es no sólo fidelidad al carisma de Vicente en un mundo nuevo, sino también en una comunidad en marcha en este mundo nuevo. Por ello no servirán de un año para otro los mismos proyectos comunitarios de la casa o de la provincia, ni serán las mismas, de un año para otro, las experiencias que compartimos. Si nuestras Constituciones deben entenderse a la luz de los nuevos tiempos, entonces la fidelidad debe considerarse en relación con la conversión. Nuestras Constituciones nos invitan por su misma naturaleza a estar abiertos a la conversión continua. Como consecuencia, la conversión fundamental a la que somos llamados es la de dejar de lamentarnos de que el mundo ya no es lo que era y aceptar el mundo que Dios nos da hoy. Nuestra conversión es creer, tan incondicionalmente como nos sea posible, que el Espíritu de Dios santifica este mundo hoy y que Dios nos habla a través de los acontecimientos y sucesos de nuestras vidas. Éste es el corazón y alma de la fe de Vicente: ¡Dios está aquí! “¡El acontecimiento, es decir, Dios!” “Dios tanto amó al mundo...” Y todavía lo ama. Hoy. Aquí. Ahora.

De esta manera, la fidelidad se ha revestido de un significado radicalmente dinámico y contemporáneo. Estamos llamados a descubrir y realizar lo que significa ser misioneros fieles en nuestro tiempo, en nuestro lugar, en un mundo nuevo, unos con otros, como hermanos, compartiendo nuestras vidas mutuamente, confiando en el misterio, aquí y ahora.

¿Cómo podemos ser fieles a las Constituciones hoy?

La fidelidad es ante todo una cuestión del corazón. Quizá sea demasiado obvio decir que el primer medio para ser fieles a las Constituciones es el amor. Amor a Dios y a nuestra vocación; amor a San Vicente y a la Congregación; amor a los cohermanos y a nuestros colaboradores; amor a los pobres y al clero; amor a la vocación de los seglares y de los llamados a los ministerios laicales y al liderazgo; amor a los extranjeros y a los marginados. Cuando yo volvía de la Asamblea General de 1980, me pregunté a mí mismo qué iba a responder a los cohermanos que me preguntaran qué decían las Constituciones recientemente elaboradas. Decidí que las notas sobre las nueve semanas serían: amar al pobre, amar al clero, abrir nuestros corazones a los colaboradores laicos. Si conseguimos vivir en este amor, cualesquiera que sean nuestras equivocaciones, seremos fieles a nuestra vocación y a las Constituciones que son las que revelan el espíritu y los dinamismos de esa llamada.


Uno de los mayores sufrimientos es vivir con un corazón dividido. Jesús nos dice que no podemos servir a dos señores y nos invita a ser rectos y a tener un corazón indiviso. “Mantengamos nuestros ojos fijos en Jesús”, dice el autor de la carta a los Hebreos a sus amigos que se encontraban en medio de dificultades y luchas. Si tenemos un corazón indiviso respecto a Jesús, a nuestra vocación, a los cohermanos y a los pobres, nos hallaremos en el camino de la fidelidad, que puede llamarse también la virtud de la sencillez en acción. Dadas, sin embargo, las tendencias jansenistas en nuestra historia y formación, puede no resultarnos fácil un corazón indiviso, al menos hoy. Integrar toda nuestra personalidad en nuestra vocación, de manera que toda ella esté al servicio del Evangelio y del amor al prójimo, es nuestro reto central. Si ignoramos este reto o lo suprimimos o lo aguamos, nuestro amor por el prójimo y por nuestra vocación disminuirá y en su lugar podrá surgir el peligro y hasta la crisis. La amabilidad de San Francisco de Sales fue una inspiración de por vida para San Vicente. Vicente tuvo la experiencia de su propia personalidad como un problema y descubrió en Francisco un amor espontáneo, una amabilidad y una benevolencia que lo maravillaron y lo movieron a orar por su propia conversión. La melancolía e irascibilidad de Vicente dejaron el paso libre a una benevolencia que se caracterizó por la mansedumbre y un amor apasionado. Nuestra fidelidad tiene que estar bien asentada en lo profundo de la persona, de lo contrario nuestros esfuerzos por ser fieles correrán el peligro de ser contraproducentes.

En el corazón de nuestra personalidad están las relaciones. San Vicente fue muy sabio cuando nos indicó que teníamos que vivir “como amigos que se quieren bien”. Pues la amistad es un don, no podemos hacer que exista sin más porque lo queremos. No podemos ser amigos de todos los cohermanos, ni de toda la gente, ni de todos los pobres. Pero nuestras relaciones con todas esas personas deben tener las mismas humanas cualidades de la amistad. Esa es la razón por la que Vicente dice “a la manera de amigos que se quieren bien”. Nuestras relaciones con los cohermanos deben ser profundamente humanas, transidas de un afecto genuino, de confianza, correspondencia, alegría y humor. La fidelidad depende del nivel de comunión de las personas en la comunidad. En nuestras relaciones con nuestros colaboradores y con todos los que nos encontremos, estas mismas humanas cualidades de la amistad deben ser manifestación del amor de Dios. La profunda soledad y la carencia de intimidad humana han sido unas de las razones más frecuentemente aducidas para el abandono de nuestra vocación.

La fidelidad se refuerza ulteriormente cuando estamos dispuestos a recibir el don de los pobres. Ésta es la paradoja de nuestra salvación. Ciertamente vamos a los pobres o vivimos en medio de ellos porque tenemos algo que queremos compartir con ellos o porque ellos carecen de algo: del Evangelio o de las cosas necesarias para la vida. Pero en realidad el don más importante es, a veces, el que nosotros recibimos de ellos. Frecuentemente su fe, coraje, dependencia de Dios, afecto y gratitud superan estas mismas virtudes en nosotros y son un reto para nuestra seguridad e invulnerabilidad. Puede ser que su pobreza nos mueva a afrontar y aceptar nuestra propia pobreza. San Vicente consideraba a los pobres teológicamente desde Dios. Sabía que el mundo había sido salvado por la pasión y muerte de Jesús y creía que la permanente salvación del mundo se estaba realizando en la pasión de los pobres. ¿Dónde y cómo está Jesús redimiendo al mundo hoy? A través de los pobres y de los que sufren. De manera que acercándonos a los sufrimientos de la humanidad, especialmente de los pobres, entramos en contacto con el misterio de salvación en nuestros días. Los pobres son para nosotros el don de Dios en nuestra vocación. Si recibimos este don con un corazón abierto, experimentaremos una gran alegría, que asentará nuestra fidelidad. Jesús mismo reconoce a los apóstoles y discípulos como el don del Padre para él (Jn 17, 6).


La vida interior es una clave definitiva para la fidelidad. Karl Rahner dijo que en el futuro los cristianos o serán místicos o no serán cristianos. William Johnston (Inner Eye of Love) ha identificado la vida interior como uno de los pilares de la fe viva en el siglo XXI. La vida interior recibe diversos nombres: oración contemplativa, soledad, centrarse interiormente, mística, silencio, vacío y misterio. Desde cualquier ángulo que la consideremos, pienso que la vida interior es necesaria para ser felices en nuestra vida, eficaces en nuestro apostolado y perseverantes en nuestra vocación. Mi generación y algunas otras anteriores fueron marcadas por El alma de todo apostolado, de Dom Chautard, que pone la oración en el corazón del apostolado. Actualmente tenemos otros muchos guías. Sin embargo, es el mismo San Vicente quien nos indica el camino hacia la vida interior. Hoy vemos más claramente cómo su camino espiritual fue configurado por la Regla de Perfección, de Benito de Canfield. Conocer la voluntad de Dios a través de una íntima relación de amistad con él fue la clave de la senda espiritual de Vicente, que consistió en no adelantarse a la Providencia. San Vicente nos dice que, como misioneros que han de trabajar apostólicamente, no podemos dedicar todo el día a la oración, y en consecuencia nos decidimos por reservarle una hora cada mañana. Las Constituciones en su redacción de 1980 no mencionaban esto de una hora. Pero el Superior General con su Consejo restableció la hora de oración después de que la Sagrada Congregación requiriera unas normas más claras y concretas respecto a la oración. Un compromiso con la vida interior y la fidelidad a la hora diaria de oración es el fundamento de nuestra fidelidad. El autor de la carta a los Hebreos exhorta a sus hermanos y hermanas: “Mantengamos los ojos fijos en Jesús” (Hb 12, 2).

¿Somos fieles a las Constituciones?

La Asamblea General de 1980 trabajó afanosamente en verano, durante nueve semanas, en la redacción final de las Constituciones y Estatutos. La entrega y energía que pusieron en ello los asambleístas revelaban la gran importancia que daban a su cometido. La Asamblea General de 1968-1969, que había trabajado a lo largo de dos veranos en lo que vino a ser una versión provisional de las Constituciones, se empeñó con idéntico espíritu de entrega. Si la seriedad en la tarea es presagio de futura fidelidad, podemos decir que los augurios eran buenos.

La evaluación de nuestra fidelidad a las Constituciones sólo puede hacerse, al menos por mí, de una manera muy general. La realizaré considerando cuatro aspectos: la aceptación, los frutos (por sus frutos los conoceréis), una serie de preguntas y la conversión continua.

La aceptación. Muchas provincias aceptaron de inmediato las Constituciones y se movieron con energía y entusiasmo a ponerlas en práctica. En otras, en cambio, la aceptación fue llegando más lentamente. En particular, llevó su tiempo comprender el significado de “Jesucristo evangelizador de los pobres”. Para algunos resultó difícil distinguir entre misión y obras, entre la Parte Primera sobre la Vocación y el Capítulo Primero de la Parte Segunda sobre la Actividad Apostólica. Gradualmente, sin embargo, toda la Congregación aceptó las Constituciones.

El pleno significado de las Constituciones no fue evidente desde el principio. Sea que la aceptación precediera a la comprensión o viceversa, lo cierto es que ambas fueron necesarias como fundamento de la futura fidelidad. Seminarios, artículos, asambleas, retiros y la reflexión personal fueron algunos de los medios empleados por las provincias y casas en orden a asimilar el significado de las Constituciones y comprender sus implicaciones. Finalmente se creó el Centro Internacional Para la Formación Vicenciana en París, con el fin de profundizar en la comprensión y aprecio de nuestra vocación vicenciana. Los cursos se han ido impartiendo a los cohermanos de 35 a 50 años de edad. En el programa de estos cursos las Constituciones son el instrumento primordial de formación. Este mismo servicio del CIF en París se ha extendido ahora a los cohermanos de más de 50 años. A nivel mundial, se ha prestado y se está prestando una atención especial a la formación de los formadores. En este caso también el espíritu e impulso de las Constituciones proporcionan las líneas fundamentales de los programas.

En resumen, a mi parecer, se puede afirmar con toda seguridad que la Congregación ha aceptado las Constituciones y ha hecho de ellas el fundamento y la norma operativa de nuestra vocación. Pienso que, junto con la aceptación y un progresivo conocimiento, se ha dado una creciente apreciación del valor inspirador de las Constituciones y una cada vez más profunda convicción de que el Espíritu Santo trabajó al lado de los que originalmente las redactaron.

Por sus frutos los conoceréis. La mejor prueba de fidelidad a las Constituciones está en los frutos que ellas han producido.

De éstos el más palpable e importante es la manera cómo toda la Congregación ha abrazado a Cristo Evangelizador de los Pobres. Como Congregación reconocemos y admitimos que nuestra vocación es evangelizar a los pobres. Para algunos éste fue un camino bastante fácil, para otros fue un largo viaje que supuso un cambio de mente y corazón. Las circunstancias históricas, culturales y económicas de las distintas provincias jugaron un papel significativo en la facilidad o dificultad que los cohermanos encontraron para asimilar como signo específico del fin de la Congregación el seguir a Cristo Evangelizador de los Pobres. Aunque la realización de nuestro fin varía de provincia a provincia según las circunstancias, todos tenemos una concordante comprensión del fin de la Congregación por encima de las fronteras provinciales, geográficas y culturales. Esta unidad es quizá el fruto más notable de nuestra fidelidad a las Constituciones.

Una segunda área en la que los frutos de nuestra fidelidad son evidentes es la de la renovación y promoción de nuestras obras apostólicas. Las provincias alrededor del mundo han tenido que afrontar la renovación de las obras establecidas, iniciando nuevas y cerrando o dejando las no concordes ya con nuestro carisma (E 1). El cierre ha sido doloroso. Ha exigido sacrificio y valentía. Ha habido equivocaciones. Sin embargo, han surgido unas pautas precisas, que reflejan “una clara y expresa preferencia por el apostolado entre los pobres: su evangelización, en efecto, es señal de que el Reino de Dios está presente en la tierra” (cf. Mt 11, 5; C 12, 1). En nuestros apostolados anteriormente establecidos o nuevos, los cohermanos se han esforzado en participar de alguna manera en la condición de los pobres y han tratado de dejarse evangelizar por ellos (C 12, 3). Las misiones populares han recobrado nueva vida en bastantes provincias, y en algunas se han hecho experiencias con formas de presencia entre la gente, muy útiles para zonas descristianizadas. La renovación de las misiones populares ha llevado a la participación de seglares, Hermanas y seminaristas de fuera del área misionada y de líderes seglares de la misma. La fase primera es frecuentemente un “diálogo de vida” con la gente, sigue la organización de la vecindad y la acción de los líderes locales. El corazón de la misión se celebra de muchas maneras y después hay un seguimiento. Estos elementos han aportado nueva vida a las misiones.

Las Constituciones conceden un lugar de privilegio a las misiones internacionales, llamadas en las Constituciones “misiones extranjeras” y “misiones ad gentes”(C 16). Las Constituciones, siguiendo a Vicente, piden a los cohermanos “disponibilidad para ir al mundo entero a ejemplo de los primeros misioneros (C 12, 5) para predicar el evangelio o servir al prójimo. La Congregación tiene una larga y distinguida historia misionera. Aún así, una nueva fase de coraje misionero ha surgido en respuesta al Superior General que ha venido solicitando voluntarios para misiones internacionales con las que responder a las peticiones que la Congregación estaba recibiendo. Misioneros voluntarios han sido enviados a Albania, Etiopía, Mozambique, Cuba, Rwanda/Burundi, Kharkiv (Ucrania), Siberia, Argelia, China, Bolivia, Islas Salomón y Tanzania. Algunas provincias, como tales, han emprendido iniciativas misioneras, por ejemplo, en Camerún y Kenya. Esta iniciativa abrió el grifo de un depósito de ímpetu misionero y proporcionó un sentido de misión global y colaboración internacional, que trasciende la visión y capacidad de las particulares provincias. El estímulo de las Constituciones y el impulso de la Asamblea General de 1992 dieron un fruto mucho más allá de lo propuesto. Se ha prestado especial atención a la formación del clero donde ha sido posible.


Los frutos de renovación en la vida de comunidad son más difíciles de evaluar. Uno de los frutos más evidentes de los últimos veinte años, sin embargo, es el grado alcanzado en el conocimiento mutuo a través de fronteras nacionales e internacionales. Asambleas, encuentros internacionales, cursos del CIF, seminarios de formación y otras formas de reuniones han hecho posible que nos conozcamos unos a otros y en muchos casos nos hagamos amigos. De esta manera hemos llegado a conocer también lo que está pasando en otras provincias. Hemos adquirido asimismo el sentido de formar parte de una comunidad internacional, algo que no hace mucho se consideraba como un estorbo o carga, y que ahora se reconoce como un gran bien en un mundo global. Conocer a nuestros cohermanos de otras partes del mundo es vivido como una gran bendición. Esta bendición, quizá, va también más allá de lo previsto en las Constituciones. Otro notable fruto de estos últimos veinte años -aunque pienso que siempre fue así- es el respeto y estima manifestados a los cohermanos enfermos y ancianos. San Vicente, como las Constituciones indican, consideró a los cohermanos enfermos y ancianos como una gran bendición para la Congregación. Por su fe y constante interés en la misión de la Congregación son estimados y queridos y a su vez son una bendición para todos los cohermanos y ministerios. Pienso que esta tradición es muy vigorosa entre nosotros. La Congregación es bendecida en sus ancianos y enfermos.

Otro fruto de estos años, finalmente, es la creciente claridad respecto a nuestra identidad como comunidad en la Iglesia y en el mundo. Con el Código de 1983 hemos encontrado por fin un lugar positivo, nuestro lugar, como comunidad de vida apostólica. Lo que caracteriza a las comunidades de vida apostólica es “la idea de estar dentro de la Iglesia en el mundo para un apostolado o misión, viviendo una vida fraterna en común, con una vida espiritual propia, una cierta comunidad de bienes, buscando la perfección cristiana... correspondiente al apostolado y misión específicos” (C. Parres, “Societies of Apostolic Life: Canons 731-746”, A Handbook on Canons 573-746 <Collegeville, 1985>, 288). Dentro de este marco nos definimos y asimilamos nuestra propia identidad como seguidores de Cristo Evangelizador de los pobres. Un ejemplo concreto de la clarificación de nuestra identidad la encontramos en la actual manera de entender nuestros votos. Aunque en apariencia nuestros votos puedan verse como religiosos, ciertamente no lo son. En la Asamblea General de 1980, y más claramente en la de 1992, llegamos a entender que el primer voto es el de la estabilidad: el empeño de por vida en la evangelización de los pobres. Los otros votos son consiguientemente votos de misioneros, no de monjes. Esto ha trasformado nuestra manera de entender los votos y nos ha hecho ver su significado de un modo apropiado a nuestra vocación. Un segundo aspecto de nuestra heredada identidad, heredada de San Vicente mismo, es nuestra secularidad, de la que hablaré más abajo. Consiguientemente uno de los frutos significativos de nuestro esfuerzo de fidelidad a las Constituciones es la clarificación y asimilación de nuestra específica identidad vicenciana.

Preguntas

Estas preguntas pueden entenderse como un juicio sobre áreas en las que no hemos sido fieles, pero no es esa mi intención ni mi competencia. Presento esta parte en forma de preguntas con la esperanza de que ellas provoquen respuestas que ayuden a nuestra futura fidelidad.


El Mundo. Una de las características de nuestra evangelización, según C 12, 2, es “la atención a la realidad de la sociedad humana, sobre todo, a las causas de la desigual distribución de los bienes en el mundo, a fin de cumplir mejor con la función profética de evangelizar”. Juan Pablo II al final de una de las Asambleas nos presentó el reto de llegar a las raíces de la pobreza. ¿Lo hemos realizado? Sé que se pidió a nuestras universidades que trataran estas cuestiones y respondieran a este reto. Estamos preparando un grupo de presión en favor de los pobres en las Naciones Unidas y algún día podríamos hacer lo mismo ante la Unión Europea. En esto podemos beneficiarnos de la ayuda de las bien informadas y profesionales representaciones de AIC ante ambas Instituciones. Pero con todo, se requiere un serio empeño en personal y recursos para conocer la situación contemporánea y trazar un plan de acción. Históricamente este tipo de estudio e investigación ha estado fuera y lejos de nuestra manera de hacer las cosas. Sin embargo, no es suficiente señalar las limitaciones del capitalismo o de la economía neoliberal. Estamos llamados, por encima de posiciones moralizadoras, a conocer lo que está pasando y a actuar eficazmente de parte de los pobres. ¿Es ello posible? ¿Poco realista? ¿Está fuera del ámbito de nuestra vocación? Si no lo está, ¿cómo podríamos empezar seriamente a tratar estas preguntas y a aportar las energías de la Congregación para el servicio de los pobres a este nivel? ¿No tiene esto una íntima relación con nuestro carácter secular de estar en el mundo y para el mundo?

Educación. En 1980 la Asamblea General escribió unos hermosos y profundos párrafos sobre la educación como una de nuestros ministerios. De hecho los párrafos constituyen un plan estratégico si los tomamos frase por frase. Estos párrafos, sin embargo, no están en las Constituciones; sí lo están en el Estatuto 11. La Educación fue una cuestión impugnada en esa y en otras previas Asambleas. No es mi intento revivir ese debate, sino presentar la cuestión en un nuevo contexto. En la Asamblea General de 1998, el Presidente Internacional de la Sociedad de San Vicente de Paúl, con ocasión de la reunión de la Familia Vicenciana, nos habló varias veces de la importancia crucial de la educación básica (saber leer y escribir) para el adelanto de los pobres. Nos expuso la íntima relación entre la educación y la pobreza. Lo que dijo sobre la educación básica, pienso que es aplicable a los restantes niveles de la misma. Sabemos que en las familias pobres lo que más desean los padres para sus hijos es la educación. Me pregunto si no ha llegado el tiempo de que nos hagamos la siguiente pregunta: ¿en el contexto actual no es la educación parte integrante de la evangelización de los pobres? Estuve recientemente en la India y visité una escuela dirigida por un cohermano en la que había 2.500 estudiantes, el 96 por ciento hindúes. La educación recibida por ellos en esa escuela será un regalo para toda la vida. Cada lugar es diferente, especialmente en lo que a la formación se refiere, pero aún así ¿no creemos que hay una íntima conexión entre la educación y la promoción humana?

La comunidad. Se nos ha dicho durante años que la comunidad es para la misión. Se supone, o quizá soy yo solo el que lo supone, que la misión es difícil y la vida de comunidad fácil. Pienso, sin embargo, que lo contrario es muchas veces lo que sucede, que la Misión es más fácil que la vida de comunidad. Podría haber mencionado anteriormente la vida de comunidad como una señal de fidelidad, pues he visto que la Congregación en muchos de los lugares que he visitado ha hecho y está haciendo esfuerzos impresionantes y continuos en orden a vivir nuestra vida comunitaria. Esto se manifiesta en la oración, en la liturgia, en las disposiciones concretas de vida, en los intercambios, en las relaciones fraternas, en la alegría y hospitalidad. Sin embargo, me pregunto si el nivel alcanzado llega, por encima de la observancia religiosa, a una interacción profundamente humana. Está bien que tengamos un círculo de buenos y hasta de íntimos amigos fuera de casa con tal de que sean una prolongación de la intimidad en la comunidad más que una sustitución. Algunas comunidades han llegado a profundos lazos de comunión fraterna. ¿Se siente la necesidad de hacer más profundas nuestras relaciones como hermanos? ¿Hemos alcanzado un nivel aceptable de comunión fraterna?


La oración. Muchas provincias y comunidades locales han hecho importantes esfuerzos para alimentar el espíritu de oración y celebrarla en común con devoción y dignidad. Las casas de formación, en particular, tienen hermosas liturgias y animan y apoyan a los jóvenes cohermanos en su formación en la oración comunitaria y personal. Desde este punto de vista, la oración podría fácilmente haber sido mencionada como uno de los frutos de la fidelidad a las Constituciones. Aún así, podríamos aceptar el reto de las siguientes preguntas: ¿Somos hombres de oración? ¿Nuestras comunidades son conocidas como comunidades de oración? ¿Como Congregación se nos conoce por nuestra fe y oración? ¿Somos hombres interiores? ¿Somos maestros de oración? ¿Qué clase de vida de oración ofrecemos a nuestros candidatos? La respuesta a la mayoría de estas preguntas las ha de dar cada uno de nosotros en el secreto de nuestro corazón. Las suscito, no para juzgar o evaluar nuestra realidad en este punto sino porque hay una gran diferencia entre observar las prácticas oracionales y ser hombres de oración. San Vicente fue esto último y quería que también lo fuéramos nosotros. Cuando la gente me pregunta cómo voy en el dominio de la lengua china, les respondo con una frase usual en China, “¡Me queda mucho por recorrer!”, lo que es cierto no sólo de mi chino sino de mi oración también. ¿Hay algo que pueda contribuir más a nuestra fidelidad a las Constituciones que ser hombres de oración?

Conversión continua

La reflexión final tiene por objeto indicar que las Constituciones son un instrumento de conversión continua. Se escribieron por mandato del Vaticano II para resituarnos en un mundo nuevo. Continuamos viviendo en una dinámica situación histórica y, por tanto, nuestra conversión debe ser continua. Alguien ha distinguido entre libertad horizontal y libertad vertical. La libertad horizontal implica decisiones en mi actual mundo de significados y valores. La libertad vertical implica decisiones que me impulsan hacia un nuevo mundo de significados y valores. Nuestra conversión continua es un proceso que nos impulsa hacia mundos nuevos de significados y valores, siempre, desde luego, centrados en seguir a Jesús Evangelizador de los Pobres. Es otra manera de decir que nuestra fidelidad no es a normas pasadas sino a un presente y a un futuro, a un mundo nuevo que se abre ante nosotros. La fidelidad como la autenticidad debe ser continua.

Espero que estas consideraciones conducirán a los lectores a sus propias reflexiones personales sobre la fidelidad. Finalmente, demos juntos gracias a Dios por el don de las Constituciones y por los muchos esfuerzos realizados por vivir fielmente nuestra vocación de seguidores de Cristo Evangelizador de los Pobres.

(Traducción: RAFAEL SÁINZ, C.M.)

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