Fieles a la identidad vicenciana. Creativos ante los nuevos desafíos

Fieles a la identidad vicenciana.

Creativos ante los nuevos desafíos *

por Fernando Quintano, C. M.

Director General de las Hijas de la Caridad

Introducción

El tema que presento se refiere a la espiritualidad vicenciana que nos identifica como Congregación y a cómo vivir hoy dicha identidad en la misión que tenemos confiada en la Iglesia. Se trata, una vez más, de la doble fidelidad recomendada por el Concilio: la vuelta a las fuentes y la atención a los signos de los tiempos.

Tema tan amplio puede enfocarse desde ángulos diversos. Yo intentaré presentar, en un primer momento, lo que significa una vuelta a las fuentes, es decir, a la intuición e inspiración original de Vicente de Paúl, a su experiencia espiritual, a su manera peculiar de descubrir y seguir a Cristo, al núcleo de la espiritualidad vicenciana y al espíritu que debe animar a los miembros de la Congregación. En un segundo momento, me fijaré, sobre todo, en los signos de los tiempos, entendiendo esta expresión como los desafíos que nos lanza la cultura actual. Apuntaré las posibles respuestas que, desde nuestra identidad y misión en la Iglesia, reclaman de nosotros esos desafíos.

I.Raíz de nuestra identidad y misión vicencianas

1. Centralidad de Cristo en la experiencia espiritual de Vicente de Paúl

Cuando hablamos de espiritualidad vicenciana nos referimos, ante todo, a la manera de descubrir a Cristo que el Espíritu Santo inspiró a Vicente de Paúl. El origen de las distintas corrientes de espiritualidad surgidas en la Iglesia se debe a los diversos modos de descubrir y seguir a Cristo que han tenido algunos cristianos. La espiritualidad benedictina, franciscana e ignaciana responden a la diversa manera de seguir a Cristo y de encarnar el Evangelio que tuvieron San Benito, San Francisco de Asís y San Ignacio. Vicente de Paúl descubre y sigue a un Cristo evangelizador y servidor de los pobres.

En esos modos diversos de descubrir y seguir a Cristo también influyó la manera peculiar de leer los signos de su tiempo que tuvieron esos cristianos a la hora de interpretarlos como indicadores de lo que Dios les estaba pidiendo. El descubrimiento de la ignorancia religiosa y de la pobreza del pueblo campesino fue un hecho que Vicente de Paúl leyó como la llamada que Dios le dirigía a continuar la misión de Cristo evangelizador de los pobres aldeanos. Recorramos brevemente la experiencia espiritual de nuestro fundador.

Entre 1605 y 1616, Vicente de Paúl es un joven sacerdote viajero, impulsado por el deseo de conseguir beneficios que le proporcionasen una cómoda situación personal y familiar. La acusación del robo y las tentaciones contra la fe que sufrió durante tres o cuatro años le sumergen en un estado de inquietud y desasosiego. Es su noche oscura. De ese estado sale, según Abelly, cuando «un día se decidió a tomar la resolución firme e inviolable para honrar más a Jesucristo e imitarle más perfectamente de lo que hasta entonces lo había hecho, que fue dar toda su vida por su amor al servicio de los pobres». Desde entonces «su alma se encontró sumergida en una dulce libertad». El buscador de beneficios personales se convirtió en gerente de los asuntos de Dios.

«Honrar a Nuestro Señor Jesucristo e imitarle más perfectamente de lo que hasta entonces lo había hecho», he ahí la clave que nos explica su cambio. Sin esa experiencia espiritual, sin ese descubrimiento de Cristo y sin la resolución de continuar su misión de evangelizador de los pobres aldeanos no se explicaría ni su vida ni las instituciones que fundó. Por eso estamos de acuerdo con Brémond cuando, refiriéndose a San Vicente, afirma: «No es el amor a los hombres lo que le condujo a la santidad; es más bien la santidad la que le convirtió verdadera y eficazmente en un hombre caritativo; no son los pobres los que le han llevado a Dios, sino Dios quien le ha devuelto a los pobres. Quien le ve más filántropo que místico, quien no le ve ante todo como un místico, se imagina un Vicente de Paúl, que jamás existió».

Otro texto conocido nos confirma la centralidad de Cristo en la experiencia espiritual de San Vicente. La influencia de Berulle y el cristocentrismo de la escuela francesa resuenan en la carta dirigida al P. Portail: «Acuérdese, Padre, de que vivimos en Jesucristo por la muerte de Jesucristo; y que hemos de morir en Jesucristo por la vida de Jesucristo; y que nuestra vida tiene que estar oculta en Jesucristo y llena de Jesucristo; y que para morir como Jesucristo, hay que vivir como Jesucristo». El texto, más que un juego de palabras, expresa el alto grado de identificación de San Vicente con Jesucristo y en sus palabras resuena la experiencia y las convicciones de San Pablo: “Mi vida es Cristo; no vivo yo, es Cristo quién vive en mi"; "en la vida y en la muerte somos de Jesucristo”.

2. Un Cristo evangelizador y servidor de los pobres

La corriente que atraviesa toda la espiritualidad de Vicente de Paúl es el misterio del Hijo de Dios enviado y encarnado para ser «el misionero del Padre». «El Hijo de Dios vino a evangelizar a los pobres; y nosotros ¿no hemos sido enviados a lo mismo? Sí, los misioneros hemos sido enviados a evangelizar a los pobres ¿qué dicha hacer lo mismo que hizo nuestro Señor!. Ese Cristo encarnado para evangelizar a los pobres es «la Regla de la Misión». «El modelo verdadero y el cuadro invisible con el que hemos de conformar todas nuestras acciones».

En esta misma clave de encarnación para la evangelización cabe interpretar la práctica de nuestro fundador y que también enseñó a los misioneros: la de preguntarse qué haría o diría ahora Jesucristo. «¿Qué pensaba de esto nuestro Señor? ¿Cómo se comportaba en un caso semejante? ¿Qué es lo que dijo? Es preciso que yo ajuste mi conducta a sus máximas y ejemplos». El Cristo de Vicente de Paúl es un Cristo encarnado, ejemplo concreto para quienes en nuestra misión experimentamos situaciones similares a las que Cristo experimentó como evangelizador de los pobres. La imagen de Cristo preferida de San Vicente de Paúl es la del sembrador esparciendo la semilla del evangelio por las aldeas. A ese Cristo evangelizador tienen que imitar los misioneros. El Superior General ha escrito «Los misioneros seguimos a Cristo como Evangelizador de los pobres. Fijarse en, y comprometerse con este Cristo es el corazón de la espiritualidad vicenciana.

Fue el descubrimiento, el encuentro y el seguimiento de ese Cristo evangelizador y servidor de los pobres, cumplidor de la voluntad del Padre lo que cambió la vida del joven sacerdote Vicente de Paúl. Sólo a partir de tal cambio se pueden explicar sus obras y la finalidad de las instituciones que fundó.

3. El “nuevo ardor” para la “nueva evangelización”

Desde hace tiempo, Juan Pablo II viene insistiendo en la urgencia y necesidad de una nueva evangelización. La Congregación de la Misión, dada su misión en la Iglesia, debería sentirse especialmente afectada y convocada por esta llamada. Según Juan Pablo II, para realizar la nueva evangelización se requieren evangelizadores animados de un “nuevo ardor” y también “nuevos métodos” y “nuevas expresiones”. ¿Qué entiendo por “nuevo ardor”? ¿Dónde y cómo encontrarlo?. Citaré a San Vicente para apoyar lo que quiero expresar.

«Miremos al Hijo de Dios: ¡Qué corazón tan caritativo! ¡Qué llama de amor! ... ¡Oh Salvador, fuente del amor humillado hasta nosotros y hasta el suplicio infame! ¿Quién ha amado en esto al prójimo más que tú? ... Hermanos míos, si tuviésemos un poco de ese amor, ¿nos quedaríamos con los brazos cruzados?... No, la caridad no puede permanecer ociosa».

Este texto pertenece a una conferencia dada a los misioneros “sobre la caridad”. Su argumento central es que el auténtico amor a Dios lleva al amor al prójimo, «porque no basta con amar a Dios si mi prójimo no lo ama». ¿Dónde encontraremos los misioneros ese “nuevo ardor”? En el amor de y a Cristo. En esa misma conferencia San Vicente pronunció las siguientes palabras: «El Hijo de Dios vino a traer fuego a la tierra para inflamarla de su amor. ¿Qué otra cosa hemos de desear sino que arda y lo consuma todo? Mis queridos hermanos, pensemos un poco en ello si os parece. Es cierto que ha sido enviado no sólo para amar a Dios, sino para hacerlo amar ... Pues bien, si es cierto que hemos sido llamados a llevar a nuestro alrededor y por todo el mundo el amor de Dios, si hemos de inflamar con él a todas las naciones, si tenemos que la vocación de ir a encender ese fuego divino por toda la tierra, si esto es así, ¡Cuánto he de arder yo en ese fuego divino!».

¿Dónde encontraremos los misioneros ese nuevo ardor? Acercándonos más a Cristo para que nos queme el fuego de su amor. Entonces será verdad que es «la caridad de Cristo la que nos apremia». Todo esto nos recuerda también las palabras de San Vicente referidas al celo «Si el amor de Dios es el fuego, el celo es la llama; si el amor es un sol, el celo es su rayo. El celo es lo más puro que hay en el amor de Dios». El nuevo ardor, como celo misionero, brotará del amor de Dios que nos inunde y de la acogida y respuesta que demos a ese amor de Dios.

El P. Maloney ha escrito: «El misionero de hoy tiene que ser santo. Si no es hombre de Dios, no será realmente eficaz ni es posible que persevere. No es la reducción en número lo que la Congregación debe temer. Tampoco debemos temer la desaparición de las instituciones. Lo que de verdad debemos de temer es la pérdida de fuego de nuestro corazón. Lo que arde en el corazón de un verdadero misionero es un ansia profunda, un deseo de seguir a Cristo el Evangelizador de los pobres».

San Vicente es un hombre de acción. Para él, buscar el Reino de Dios exige preocupación y acción. Pero inmediatamente añade: «Es necesario la vida interior, hay que tender a ella, pues si ella nos falta, nos falta todo». Así se expresó San Vicente durante la conferencia “sobre la búsqueda del Reino de Dios”. Reiteradamente insiste a los misioneros en la necesidad de ser “hombres interiores”, hombres de fe, de confianza, de amor y oración... Si la Congregación de la Misión se ocupase sólo de buscar las cosas exteriores, descuidando las interiores y divinas, no sería la Congregación de la Misión. Toda esa larga conferencia gira en torno a la contribución de los misioneros en la construcción del Reino de Dios. Eso sólo será posible si tienen hondura de vida, si buscan en lo profundo de ellos mismos al Dios que les habita. «Procuremos, hermanos míos, hacer que Cristo reine en nosotros». He ahí una de las expresiones del hombre interior.

La nueva evangelización requiere, más que un esfuerzo organizativo o estratégico, una configuración con Cristo y una docilidad al Espíritu. La contribución de la Congregación a la nueva evangelización comenzará por el testimonio de unas vidas cimentadas en Cristo Evangelizador de los pobres, convencidos de que la misión se lleva a cabo, antes que con nuevos métodos y nuevas expresiones, mediante el testimonio personal.

4. Renovación de la opción vocacional

La Exhortación “Vita Consecrata” describe las tentaciones que pueden asaltar a los consagrados en nuestro camino vocacional: crisis de fe o de identidad, instalación, individualismo... El Superior General ha escrito que, por una u otra causa, «la experiencia nos dice que la mayor parte de las personas, en un momento u otro de la vida, se encuentran en la turbación, en la duda, en la incertidumbre del camino a seguir». “Vita Consecrata” enumera también algunos remedios contra esas tentaciones, entre otros, revisar a la luz del evangelio y de la inspiración carismática la opción originaria tomada un día.

Recordemos la experiencia espiritual que vivimos en los primeros años o en otros momentos significativos de nuestro caminar vocacional. Seguramente que sentíamos la vocación como un don de Dios acogido con gozo. Sin duda nos animaba un deseo generoso de ser misioneros santos, de gastar nuestra vida evangelizando a los pobres, de vivir la comunidad como verdadera fraternidad. Nuestra vida estaba llena de entusiasmo para responder a lo que implica nuestra vocación. ¿Qué ha pasado después? ¿No nos ha ocurrido, como a los discípulos de Emaús, que hemos perdido entusiasmo en el seguimiento de Cristo y que nos hemos decepcionado al no ver cumplidas nuestras expectativas?.

Juan Pablo II habla de un posible “cansancio interior” que puede invadir a los sacerdotes. El escaso fruto en nuestra tarea apostólica, el ambiente social y cultural adverso, las expectativas no conseguidas, la dimensión de cruz que conlleva el seguimiento de Cristo, nuestra edad avanzada... producen ese “cansancio espiritual” en el camino vocacional.

El autor del Apocalipsis, en los mensajes que dirige a los responsables de las distintas Iglesias, les invita a que reflexionen sobre el estado espiritual en que se encuentran: «mantén con firmeza lo que tienes»; «sé fuerte ante la tribulación»; «reanima lo que está a punto de morir»; «has perdido el amor primero».

Los años transcurridos en nuestro caminar vocacional han podido ser tiempo de crecimiento y coherencia progresiva con el proyecto de vida misionero vicenciano. Pero, también, el tiempo ha podido destruir esperanzas, enfriar nuestra adhesión a Cristo, carcomer convicciones e instalarnos en la mediocridad. ¿Qué hacer en tal caso? Tendremos que «volver al amor primero».

En determinados momentos de nuestro caminar vocacional hemos experimentado un sincero deseo de ser santos y de vivir con generosidad nuestra vocación misionera. La fuerza del Espíritu nos impulsaba a superar los obstáculos opuestos al seguimiento de Cristo y nos infundía el celo por el Reino. Pues esa experiencia es parte de nuestra historia personal; está en lo más profundo de nosotros mismos y necesita un soplo que la reavive. Volver al amor primero significa reavivar la opción vocacional, conectar y hacer memoria de las experiencias más auténticas que nos motivaron en otro tiempo. Éstas tienen un poder renovador.

Este ejercicio de “hacer memoria” lleva consigo volver no sólo a los sentimientos, sino sobre todo a las convicciones. Tenemos que reafirmar nuestras convicciones profundas y preguntarnos qué o porqué se han podido marchitar y cómo recuperar la frescura de otro tiempo. Somos llamados continuamente a la conversión, es decir, a una mayor adhesión, a un seguimiento más radical y entusiasta de Cristo: que Cristo atraiga hacia Él nuestro corazón, nuestro entendimiento y nuestra voluntad con un amor incondicional.

Nuestro fundador explicaba lo que significa el amor afectivo y efectivo a Dios. El amor efectivo verifica la autenticidad del amor afectivo, pero los dos son necesarios. «Nuestro Señor es nuestro padre, nuestra madre y nuestro todo», escribía al P. Etienne; «el mayor regalo que usted puede ofrecer (a Dios) es el del corazón; no le pide nada más».

Si nosotros no conectamos y repetimos la experiencia espiritual de San Vicente, todos los demás esfuerzos de renovación resultarán ineficaces. La renovación no vendrá por vía de asambleas, documentos, planes de formación, programas pastorales. Todos estos pueden ser instrumentos válidos, supuesta la necesaria renovación interior.

Vivimos una época de múltiples ofertas, de grandes cambios. Ante este panorama, cada vez es más necesario centrarse en lo esencial y encontrar un centro unificador. Y sólo lo encontraremos en Cristo. Sólo Él es la roca firme de nuestra existencia. Cualquier otro fundamento sería construir sobre arena. La primera misión de la vida consagrada es el seguimiento radical de Cristo y la entrega a su misión. «En virtud de esta primacía no se puede anteponer nada al amor personal por Cristo y por los pobres en los que Él vive».

Vicente de Paúl encontró el sentido de su vida cuando se decidió amar más a Jesucristo e imitarle y seguirle más de cerca como evangelizador de los pobres. La experiencia espiritual de Vicente de Paúl se resumiría en un amor apasionado a Cristo y a los pobres, concretado en el seguimiento de Cristo evangelizador y servidor de los pobres. Sólo repitiendo en nosotros una experiencia similar podremos hablar de actualización de la espiritualidad vicenciana. Y si esto se da, entonces tendrá sentido hablar también de los modos de encarnarla y expresarla hoy. Antes del “cómo” está el “qué” y el “por Quién”. Lo que justifica nuestra existencia no es tanto una tarea cuanto una opción de vida por Cristo Evangelizador de los pobres.

II. Retos culturales a nuestra identidad y misión. Algunas respuestas

Los miembros de la Congregación de la Misión estamos llamados a encarnar el núcleo de la experiencia espiritual de San Vicente de Paúl: el descubrimiento de la pobreza del pueblo campesino y de Cristo evangelizador y servidor de los pobres. De esto depende la fidelidad a nuestra identidad vicenciana y de ahí brotará también el “nuevo ardor” que reclama de los misioneros la nueva evangelización.

Pero se trata de una fidelidad creativa, es decir, de cómo expresar hoy esa identidad en respuesta a los signos de este tiempo. Intentaré una aproximación, desde nuestra identidad vicenciana, a las otras dos condiciones que reclama hoy la nueva evangelización: “nuevos métodos” y “nuevas expresiones”.

1. Inculturación del carisma

Uno de los signos de nuestro tiempo es el creciente respeto a las diversas culturas. En todas ellas se puede encarnar el proyecto de vida que Cristo nos ofrece. La Buena Nueva que Cristo nos trajo tiene un destino universal y no está vinculada necesariamente a una cultura concreta. El evangelio tiene que asumir los valores que hay en las distintas culturas y, como levadura en la masa, transformar los contravalores existentes en ellas. Dígase lo mismo de los distintos carismas que existen en la Iglesia.

El carisma vicenciano surgió y se encarnó en el contexto social y religioso del siglo XVII francés. Ese contexto ya no existe hoy, o es fundamentalmente diferente. Por eso, cuando se habla de la necesidad de inculturar el carisma tenemos que referirnos no sólo a aquellos países donde los misioneros llevaron, junto con el evangelio, una cultura extraña a los pueblos que iban a evangelizar; tenemos que referirnos también a los cambios experimentados en las culturas donde surgió el carisma. Si miramos atentamente al mundo de hoy percibimos que los cambios profundos y acelerados han provocado modos nuevos de situarse ante Dios, ante la naturaleza, ante nosotros mismos y ante los demás. Es toda una nueva cultura en la que hay que inculturar el carisma.

La nueva evangelización viene exigida, pues, tanto por la necesidad de respetar y valorar las diversas culturas allí donde esto no se dio, como por los cambios profundos que se han dado en las culturas donde se encarnó el evangelio y el carisma en otro tiempo. Si no se da la penetración del evangelio en las distintas culturas la evangelización es superficial, no llega a las raíces, resulta extraña al pueblo e ineficaz a la hora de enriquecer los valores y transformar los contravalores que las caracterizan. Pablo VI y Juan Pablo II han reconocido que el drama de nuestro tiempo es la separación entre la fe y la cultura.

¿Es posible separar el evangelio y los distintos carismas de la cultura en la que surgieron y se encarnaron en sus orígenes? El ejemplo de San Pablo al liberar el mensaje de Jesús de los condicionamientos judaizantes y encarnarlo en la cultura griega y romana nos prueba que es posible.

Pero también hoy suenan otras voces afirmando que entre los carismas y la cultura en las que se encarnaron en sus orígenes se produce tal simbiosis que, al intentar separarlos, saltan hechos añicos tanto el carisma como la cultura. El vino nuevo se vertió en odres adecuados, y si se intenta cambiarlo de odre se derrama el vino. De ahí que defiendan la temporalidad de los carismas. Empeñarse en perpetuar lo que surgió como respuesta a necesidades y tiempos concretos sería una tarea inútil y estaría indicando más una lucha por la subsistencia que una docilidad al Espíritu creador que conduce la Iglesia y que suscitará en ella lo que en cada época necesite.

Si hablamos de nuevos métodos y expresiones es porque, dejando a un lado la opinión anterior, aceptamos aún la validez del proyecto evangélico-vicenciano, a la vez que la necesidad de expresarlo y encarnarlo hoy de manera distinta. Se trata, pues, de una fidelidad creativa en torno a lo esencial, a la vez que de una diversidad en los modos de expresarlo.

2. ¿Refundar el carisma vicenciano?

La vida consagrada atraviesa por una crisis. Cuando, para salir de ella, hablamos de re-novación, re-situación, re-creación, incluso de re-fundación, estamos expresando cierta insatisfacción o malestar con la situación en que nos encontramos. La renovación de las Constituciones, las sucesivas asambleas y sus respectivos documentos, los planes de formación... no han sido suficientes para superar la crisis. El malestar continúa.

Sea cual sea la palabra que utilicemos, todas ellas apuntan a una fidelidad dinámica al carisma. Reconocemos la validez y necesidad del proyecto original de San Vicente sobre la Congregación, pero estamos convencidos de que hace falta una auténtica renovación. Tal renovación o re-fundación llegará si logramos reproducir en nosotros la experiencia espiritual de nuestro fundador y si conseguimos encarnarla en nuevos métodos y expresiones, tanto dentro de nuestras comunidades como en la misión confiada.

La fidelidad al carisma requiere volver a las fuentes para tratar de descubrir los valores esenciales que constituyen el carisma vicenciano. Significa que hemos de hacer una relectura de San Vicente, tratando de discernir lo que es el núcleo del carisma de lo que son estructuras y ropaje propios de su época. Lo esencial debe permanecer para poder hablar de fidelidad; los elementos culturales (obras, estructuras, costumbres... ) pueden y deben cambiar cuando no sean soportes o expresiones adecuadas al servicio del espíritu y del fin de la Congregación. Sólo así se puede hablar de creatividad.

Esto no es fácil, pero es necesario realizarlo. Se trata de un ejercicio que nos permita distinguir lo esencial de lo que no lo es. Lo esencial para la Congregación es el seguimiento de Cristo como Evangelizador y Servidor de los pobres, viviendo en comunidad para la misión, practicando las virtudes específicas que constituyen nuestro “espíritu” y el modo peculiar de asumir los tres consejos evangélicos. En la Iglesia somos una sociedad de vida apostólica y todos estos son sus elementos constitutivos. Las obras o ministerios diversos, las estructuras para encarnar y expresar en cada época el espíritu y el fin, el estilo de vida... pueden o deben cambiar. Para renovar, re-crear y re-fundar el carisma se requiere fijarnos no tanto en lo que dijo o hizo San Vicente, sino en lo que intuyó y quiso. El carisma va más allá de las circunstancias históricas del fundador, e incluso más allá de las obras en las que se expresó en sus orígenes y en épocas posteriores. No somos celosos guardianes de archivos y museos vicencianos, sino cristianos que quieren seguir a Cristo animados por el espíritu de Vicente de Paúl para seguir colaborando como tales en la misión confiada por Cristo a su Iglesia.

3. Espíritu, fin y obras

Se trata de los tres elementos que configuran la identidad de cada congregación. Para nosotros, el espíritu no es otra cosa que la acción del Espíritu Santo actuando en Vicente de Paúl e inspirándole un nuevo modo de seguir a Cristo. Ese mismo Espíritu nos ha llamado a nosotros a seguir la misma senda. Para nuestro fundador, las cinco virtudes específicas, que de una manera especial nos recomendó practicar, son también elementos integrantes del “espíritu” de la Congregación de la Misión. El “fin” es continuar la misión de Cristo como evangelizador de los pobres. Las “obras” o ministerios son medios a través de los cuales se puede encarnar el espíritu y conseguir el fin. El espíritu y el fin permanecen; las obras están sujetas a los cambios, según las necesidades del mundo, de la Iglesia y de los pobres.

Vicente de Paúl percibió la pobreza espiritual y material de los campesinos. Para remediarla no encontró mejor ministerio que las misiones. Pero la pobreza es una realidad que se puede desplazar de un lugar o sector social hacia otro. La Congregación surgió para continuar la misión de Cristo Evangelizador y servidor de los pobres. Si hoy los campesinos ya no fuesen pobres, la Congregación de la Misión no debiera dudar en desplazarse y asumir las obras o ministerios adecuados a los pobres de hoy. Es sólo un ejemplo posible. En los orígenes, nuestra Congregación asumió ministerios con campesinos, presos, locos, niños, seminarios.. Hoy puede asumir otros. Lo importante es seguir encarnando el “espíritu” y consiguiendo el “fin” en unas “obras” o ministerios que de verdad estén al servicio de los pobres.

Enjuiciar las obras o ministerios de la Congregación y sugerir cuáles podrían dejarse o asumirse hoy depende de diversos factores. Reconozcamos que la edad avanzada de los misioneros -con lo que esto implica de pérdida de dinamismo y tendencia a la instalación- condiciona la revisión de obras. Pero una institución como la nuestra que ha optado por los pobres, dado que la pobreza es movediza, debería estar siempre dispuesta a revisar sus obras y ministerios con este criterio: que las obras faciliten la encarnación del carisma y la consecución del fin de la Congregación. Creo que ese es también el criterio que proponen nuestras Constituciones: «La Congregación de la Misión, atendiendo siempre al Evangelio, a los signos de los tiempos y a las peticiones urgentes de la Iglesia, procurará abrir nuevos caminos y aplicar medios adaptados a las circunstancias de tiempo y lugar; se esforzará además por enjuiciar y ordenar las obras y ministerios, permaneciendo en estado de renovación continua».

4. Desafíos actuales a la Congregación de la Misión

Ni el mundo, ni la Iglesia, ni los pobres, ni las instituciones, ni el orden de valores o contravalores de hoy son como en tiempos de Vicente de Paúl. Por eso es fundamental conectar con lo nuclear de su experiencia espiritual para, luego, hacerla significativa en la realidad actual. Si no logramos ambas cosas al tiempo, nuestra vuelta al fundador sería arqueología, y, las obras, un simple modo de subsistencia o de sentirnos útiles.

Los desafíos que la época actual lanza al mundo, a la Iglesia y a la vida consagrada son signos de este tiempo, positivos unos, negativos otros, por los cuales Dios nos quiere decir algo y que reclaman de nosotros respuestas adecuadas. «El Espíritu Santo llama a la vida consagrada para que elabore nuevas respuestas a los nuevos problemas del mundo de hoy... coherentes tanto con el carisma original, como con las exigencias de la situación histórica concreta».

A la vista de tales desafíos, los miembros de la Congregación no corremos riesgo de desempleo. Efectivamente, tres de los principales desafíos de la cultura actual afectan directamente a nuestra condición de misioneros de los pobres.

a) El eclipse de Dios

El proceso de secularización, justificable sin duda, ha desembocado en un secularismo generalizado. El oscurecimiento del rostro de Dios, la increencia, el agnosticismo y la indiferencia religiosa son algunas de sus actuales expresiones culturales.

Este panorama debería ser el primer reto que percibimos los miembros de la Congregación de la Misión. Nuestra misión en la Iglesia es ser evangelizadores de los pobres. La respuesta no puede ser otra que renovar nuestro coraje misionero y nuestra fidelidad al fin de la Congregación. «Sí, nuestro Señor pide de nosotros que evangelicemos a los pobres: es lo que él hizo y lo que quiere seguir haciendo por medio de nosotros». El clima generalizado de increencia tendría que cuestionar nuestros métodos y programas pastorales. ¿Llegamos a los alejados o nos contentamos con aquellos que están ya cercanos a la Iglesia?. La respuesta de la Congregación al desafío del eclipse de Dios no se limitará a renovar métodos y expresiones, sino que nos reclama ser evangelizados que evangelizan, testigos del Dios vivo que transmiten lo que ellos han experimentado.

Esta es la respuesta que la Iglesia espera de los consagrados ante el desafío del “eclipse de Dios”: «En un mundo en el que parece haberse perdido la huella de Dios, es urgente un audaz testimonio profético por parte de las personas consagradas. Un testimonio, ante todo de la afirmación de la primacía de Dios». Como evangelizadores que somos en la Iglesia, debiéramos sentirnos aludidos por la afirmación de Pablo VI: «El hombre contemporáneo escucha mejor a los que dan testimonio que a los que enseñan ... y si escuchan a los que enseñan es porque dan testimonio». «El mundo exige evangelizadores que hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente como si estuviesen viendo al Invisible».

b) El neoliberalismo económico

El resultado de la galopante globalización de la economía está acentuando la distancia entre los países ricos y pobres. Los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. Incluso en los países más desarrollados aumentan las bolsas de pobreza y los grupos de marginados. Por contraste, junto a esa pobreza creciente, se da el despilfarro y el consumismo insolidario.

La respuesta de la Congregación de la Misión a este desafío del sistema neoliberal capitalista no puede ser otra que una opción clara por los pobres. Esta, inherente a la misión de toda la Iglesia, es doblemente urgente para nosotros que existimos para los pobres. «No hay en la Iglesia de Dios una Compañía que tenga como lote propio a los pobres y que se entregue por completo a ellos. De esto es lo que hacen profesión los misioneros; lo especial suyo es dedicarse, como Jesucristo a los pobres». «Somos para los pobres; son nuestra presencia, nuestro capital; lo demás es accesorio».

La mejor manera de expresar la opción de la Congregación por los pobres será dedicar a su servicio el mayor número de sus miembros, y éstos, con una formación adecuada, especialmente en el campo de la doctrina social de la Iglesia, para, como decía San Vicente, «hacer efectivo el evangelio». La opción de la Congregación por los pobres nos reclama también inserción y cercanía física y efectiva en su mundo. No somos agentes burocráticos al servicio de los pobres, sino compañeros de camino, hermanos y discípulos de quienes son “nuestros amos y maestros”. Esto nos llevaría a un estilo de vida más cercano al de quienes vamos a evangelizar.

c) El individualismo

Somos hijos de una época que llamamos postconciliar. Los eslogan de hace treinta años eran “compromiso”, “libertad”, “pluralismo”, “realización personal”. No podemos negar esos valores, pero tampoco algunas consecuencias negativas: el individualismo creciente en nuestras comunidades, la prioridad de proyectos personales sobre la misión común, los conflictos entre libertad y obediencia, la falta de disponibilidad... La vida fraterna en comunidad ha perdido calidad y, lo que es peor aún, se percibe un desánimo respecto a la posibilidad de su recuperación. Quizá por eso se defiende una vida comunitaria basada en la tolerancia, en una pacífica convivencia o, a lo más, como un equipo apostólico o un grupo de “amigos que se quieren bien” (esta expresión de San Vicente siempre me pareció atrayente, pero insuficiente).

El reto que la actual cultura individualista lanza a la Congregación nos está pidiendo una comprensión más teológica y evangélica de la comunidad: reunidos, como los apóstoles, para estar con Jesús y para la misión. Estar con Jesús significa acentuar la dimensión orante y compartir la fe. Comunidad para la misión significa sentirnos congregados para una misión común, diálogo y discernimiento, apertura al entorno y estructuras flexibles que favorezcan la misión. El individualismo reinante en la cultura actual es un desafío a la dimensión comunitaria de nuestra Congregación.

5. Las potencias del alma de la Congregación de la Misión

Al tratar sobre cómo vivir hoy fieles a nuestra identidad vicenciana no podemos dejar de lado las cinco virtudes que «son como las potencias del alma de la Congregación entera y deben animar nuestras acciones».

¿Por qué son estas virtudes y no otras el alma o el espíritu de la Congregación? Cabrían dos respuestas íntimamente relacionadas. Una nos la dan las Constituciones: porque son las que se deducen de la peculiar visión de Cristo que tuvo San Vicente y tiene la Congregación. Y otra: porque son las virtudes que facilitan la consecución del fin que tenemos en la Iglesia.

En las conferencias que San Vicente dio a los misioneros sobre estas virtudes, subyace la teología y la espiritualidad propias de su época. La diferencia está en las motivaciones y en la finalidad. Para los misioneros, antes que virtudes ascéticas, son apostólicas. Es decir, están orientadas al mejor cumplimiento del fin de la Congregación. San Vicente pone a Cristo como modelo de cada una de ellas, pero a Cristo en tanto que Evangelizador de los pobres. Estas cinco virtudes de Cristo evangelizador son las que necesita la Congregación si quiere continuar su misma misión. Para ello tiene que «revestirse del espíritu de Cristo» y «usar las mismas armas que Él usó».

Además de esta orientación misionera, las cinco virtudes son necesarias para la vida fraterna de una comunidad apostólica. Ésta es otra finalidad en la que insiste San Vicente.

Estas cinco virtudes específicas de la Congregación, interpretadas según la espiritualidad del tiempo de San Vicente, chocan frontalmente con algunos rasgos de la cultura actual. ¿Cómo hablar y practicar la sencillez y la humildad en una cultura que privilegia el poder y la competitividad? ¿Son comprensibles la mortificación y el celo en una cultura hedonista?

Estas virtudes, el espíritu y el alma del cuerpo de la Congregación, resultan hoy, en muchos de sus aspectos, contraculturales. Pero no por eso hemos de considerarlas propias de un tiempo pasado. Son expresión de valores evangélicos, y éstos también están expuestos al rechazo. Esas virtudes tienen una función profética a la que no podemos renunciar y contienen valores a introducir en la cultura actual como levadura en la masa. Pero también en la cultura actual existen determinados valores que conectan con algunas expresiones de estas virtudes y que podemos asumir como coherentes con ellas. Al respecto, el P. Maloney ha escrito: «es de importancia vital el que cada época reinterprete estas virtudes para que el espíritu de San Vicente siga viviendo y se manifieste de una manera relevante en cada época histórica».

El valor teológico y evangélico de estas virtudes permanece; pero el modo de expresar hoy esos valores tendrá que cambiar para conectar con los valores de la cultura actual o para contrarrestar sus contravalores. Así, la sencillez conectaría con dos corrientes de la cultura actual como son la espontaneidad y veracidad, a la vez que sería antídoto contra la doblez y la mentira. La humildad expresaría el sentido de interdependencia, de aceptación y valoración de las personas que hoy se percibe, a la vez que corregiría la competitividad y autosuficiencia. La mansedumbre nos insertaría en esa corriente de la civilización del amor y de la tolerancia, a la vez que sería signo profético ante la violencia y la crispación. La mortificación nos haría solidarios con los sufrimientos físicos y morales de los pobres, a la vez que protesta contra el hedonismo y el consumismo. El celo conectaría con la preocupación actual por la competencia y por las cosas bien hechas, a la vez que sería un antídoto contra la apatía ante los grandes problemas del mundo, o el desánimo ante las dificultades.

En la conferencia “sobre las máximas evangélicas” opuestas a las del mundo, San Vicente enumera estas cinco virtudes como integrantes del espíritu de la Congregación, como máximas evangélicas y como armas que utilizó Cristo en el cumplimiento de su misión. En una carta al P. Codoing escribe: «deje usted que las gentes piensen o digan todo lo que quieran (respecto a la sencillez y la humildad de la Congregación), pero esté seguro de que las máximas de Jesucristo y los ejemplos de su vida nunca nos llevan al desastre, sino que dan su fruto a su debido tiempo... Tal es mi fe y tal es mi experiencia».

Máximas evangélicas son también los tres consejos evangélicos que asumimos. También éstos pueden adquirir hoy nuevas expresiones para ser “una terapia espiritual” para un mundo dominado por el dinero, el poder y el placer. Hoy más que nunca tendríamos que vivir con radicalidad esos consejos evangélicos para ofrecer al mundo el testimonio profético de un modo de vida alternativo: frente al deseo desenfrenado de consumir, la pobreza como signo de un compartir con los pobres y protesta contra la injusta distribución de los bienes; frente al hedonismo, un amor desinteresado y universal expresado por la castidad en el celibato; frente al individualismo, la obediencia como apertura a los otros y, juntos, al plan de Dios.

La Exhortación “Vita Consecrata” impulsa a la colaboración con otros e insiste en que todo eso se realice respetando los carismas propios. Muchas congregaciones tienen un fin y unos ministerios similares. La diferencia estará en el espíritu que anima a cada una. El de nuestra Congregación se expresa en las cinco virtudes. En el cuadro de nuestra identidad hay elementos comunes con el de otras congregaciones. Las cinco virtudes darán al nuestro un colorido propio. Quizás sólo nos diferencie una tonalidad de color; pero no hemos de minusvalorar esas diferencias. Son precisamente ésas las que distinguen los distintos carismas. Ciertas opiniones actuales tendentes a reducir todas las congregaciones a un común denominador en favor de la única causa común del Reino, producen una desidentificación y debilitamiento de los carismas y no respetan la dinámica del Espíritu, autor de los distintos carismas.

Conclusión

La espiritualidad vicenciana de la que somos herederos está marcada por la experiencia de Cristo y de los pobres que tuvo Vicente de Paúl. Hablar de cómo renovar el carisma de nuestra identidad vicenciana presupone conectar con tal experiencia espiritual. En su centro está el doble descubrimiento que él hizo: por una parte, la ignorancia religiosa y la pobreza del pueblo campesino y, por otra, la llamada de Dios a seguir a Cristo evangelizador de los pobres.

Seremos fieles a nuestra identidad vicenciana si re-actualizamos en nosotros una experiencia similar, la centralidad de Cristo Evangelizador en nuestras vidas. De ahí brotará el nuevo ardor que nos reclama hoy la Iglesia para colaborar en la nueva evangelización. Sin esto sería inútil hablar de nuevos métodos y nuevas expresiones.

Renovar el carisma de nuestra identidad vicenciana implica convertirnos a esta experiencia: vivir un mayor enraizamiento de nuestra vida en Cristo y un mayor dinamismo para continuar su misión entre los pobres, renovar nuestra opción vocacional, re-actualizar lo más válido y auténtico de nuestro camino vocacional, siguiendo a Cristo por la senda vicenciana. De ahí brotará el nuevo ardor.

Antes de hablar de cómo expresar hoy nuestra identidad vicenciana en la Iglesia tenemos que volver a beber en las fuentes de donde brota esa identidad. El manantial primero fue la pasión de Vicente de Paúl por Cristo y por su misión de evangelizador de los pobres. Sintonizar y repetir nosotros la experiencia espiritual de nuestro fundador es la condición “sine qua non” de la renovación.

“Vita Consecrata” afirma que cuando más unidos estamos a Cristo mejor serviremos a los hermanos y estaremos más capacitados para llegar hasta las avanzadillas de la misión y para asumir mayores riesgos y nos advierte que una congregación se debilita no tanto por la disminución numérica, sino por la pérdida de la adhesión espiritual al Señor y a la propia vocación y misión. La Iglesia espera de las Sociedades de Vida Apostólica la máxima colaboración posible en el anuncio del evangelio y que los misioneros, antes de comprometerse con la causa de la evangelización, se dejen transformar por Cristo y se conformen al evangelio. Quizás, antes de hablar de nuevos métodos y nuevas expresiones para la evangelización, haya que superar la crisis de los evangelizadores.

Si los cauces existentes (estructuras, obras... ) no sirven, el nuevo ardor se ocupará de derribarlos y de encontrar otros nuevos por los que transcurrir. Odres nuevos sí, pero porque haya un vino nuevo que los odres viejos ya no pueden contener. Si falta el vino (nuevo ardor), ¿para qué servirían los odres nuevos (nuevos métodos y nuevas expresiones)? ¿No habremos olvidado que lo único capaz de hacer nuevas todas las cosas es la fuerza del Espíritu? Sólo Él puede liber arnos del miedo, el aburrimiento y la instalación.

* Este artículo recoge sintéticamente dos conferencias que el autor, en una jornada de reflexión, dirigió a los cohermanos de la Provincia de París.

Cf. Perfectae Caritatis, 2.

L. Abelly, La vie du vénérable serviteur de Dieu Vincent de Paul, I. París 1664, p. 241.

Ibid. III, p. 119.

Brémond, Historie de la littérature française. III, 1er partie, p. 219.

San Vicente, II, 320; carta al P. Portail. París, 1 de mayo de 1635.

Cf. San Vicente, XI, 310; repetición de oración del 11 de noviembre de 1657.

Cf. San Vicente, XI, 210; Conf. 15 de octubre 1655. Cf. XI, 387; Conf. 6 de diciembre de 1658.

San Vicente, XI, 429; Conf. 21 de febrero de 1659.

San Vicente, XI, 129; Conf. 1 de agosto de 1655.

San Vicente, XI, 468; Conf. Del 21 de marzo de 1659; Cf. XI, 240.

P. Robert Maloney. Escucha el clamor de los pobres. Ed. CEME. Salamanca 1996, p. 148.

San Vicente, XI, 555; Conf. 30 de mayo de 1659.

Id. 553.

Id. 553-554.

2 Co. 5,14.

San Vicente, XI, 590; Conf. 22 de agosto de 1659.

P. Maloney, Escucha el clamor de los pobres. Ed. CEME. Salamanca 1996, p. 165-166.

San Vicente, XI, 429; Conf. Del 21 de febrero de 1659.

Id. 428-444.

Cf. Id. p. 430.

Ecos de la Compañía H. d. C. mayo 1996, p. 174.

Cf. Vita Consecrata, nº 70.

Cf. Pastores dabo vobis, Nos 75-77.

Cf. Ap. 2 y 3.

Cf. Jn. 21, 15-17.

San Vicente, V, 511; carta del 30 de enero de 1656.

San Vicente, XI, 66; a un hermano moribundo, 1645.

Vita Consecrata, 84 a.

C. 2.

V. C. 73 b.

San Vicente XI, 386-387; Conf. 6 de diciembre de 1658.

V. C. 85 a.

Evangelii Nuntiandi, Nº 41.

Idem. Nº 76.

San Vicente Cf., 225, 255; II, 168; XI, 209-210, 324.

San Vicente XI, 586; Conf. 22 de agosto de 1659.

Cf. C. 7.

P. Maloney. El camino de Vicente de Paúl, p. 87; Cf. P. Miguel P. Flores. Revestirse del espíritu de Jesucristo. Salamanca 1996, temas 6-11. En ambos autores se inspira este apartado.

Cf. San Vicente, XI, 414-428; Conf. 14 febrero de 1659.

San Vicente, II, 236-237; Carta al P. Codoing, 5 agosto 1642.

Cf. V. C. 87.

Cf. La vida fraterna en común, Nº 46.

Cf. V.C. 76.

Cf. V. C. 63 d.

Cf. V. C. 78 b.

Cf. V. C. 105 b.

- 17 -