Tras la caída de los muros

Tras la caída de los muros

por Mons. Franc Rodé, C.M.

En 1927 Sigmund Freud publicaba una obra titulada Die Zukunft einer Illusion (El porvenir de una ilusión). La ilusión de la que hablaba era, evidentemente, la religión, "neurosis colectiva de la humanidad". Según sus previsiones--nacidas de esa seguridad optimista característica del no creyente de su tiempo--la ilusión religiosa desaparecería en cuanto que la humanidad, descubriendo la verdad sobre el hombre, se liberase de sus angustias y de sus frustraciones.

Por contraste, en 1995, el historiador francés Francois Furet ha publicado una obra titulada Le passé d'une illusion (El pasado de una ilusión), en la cual se dedica a profundizar en las causas de la caída de los regímenes comunistas de Europa central y oriental, así como en el proceso de desaparición de la ideología marxista entre los intelectuales del mundo occidental.

Entre el pensamiento de Freud y el de Marx hay una diferencia abismal; y sin embargo, los dos tienen en común un punto esencial: su consideración de que la religión es una ilusión, un falso refugio. Buscado, según Freud, para camuflar las represiones de orden sexual; y, según Marx, para consolarse de las injusticias sociales. Para ambos la religión es una alienación llamada a desaparecer en cuanto que sean abolidas las injusticias sociales, o en cuanto se revelen las verdaderas causas de las frustraciones de la humanidad.

Pero dejemos de lado el freudismo. Baste decir que no ha tenido el éxito que algunos se atrevieron a predecir. En cambio, por lo que se refiere al marxismo, ha sufrido un fracaso estrepitoso en todos los órdenes: político, económico, social, y, sobre todo, espiritual. En relación a él, somos nosotros los que ahora podemos hablar del «pasado de una ilusión».

El primero de los fracasos del comunismo fue el político. Habiéndose presentado como un movimiento de liberación de las clases sociales oprimidas y explotadas, lo que creó de hecho fue una de las dictaduras más despiadadas de la historia, difundiendo por doquier regímenes totalitarios y tiránicos.

Al político se suma el fracaso social. El comunismo había prometido la eliminación de la lucha de clases y la abolición de las desigualdades sociales. Pero, de hecho, lo que produjo fue una nueva clase social, una «nomenklatura» roja, identificada con el Estado, y con todos los privilegios propios de una clase dominante y déspota.

Fracaso estrepitoso en el terreno económico. La meta había sido extirpar de raíz la explotación del hombre por el hombre, suprimiendo la propiedad privada y nacionalizando los medios de producción. Como consecuencia se esperaba una prosperidad económica nunca vista. Y sin embargo, en lo que ha parado todo ha sido en un déficit permanente de la productividad, en una moneda débil, y en una penuria endémica de los bienes de consumo más elementales.

Pero el mayor descalabro del comunismo ha tenido lugar en el terreno espiritual. El marxismo leninista se presentó como una nueva Weltanschauung con vocación de transformar el mundo y la historia humana. Había que liberar al hombre de sus alienaciones, y en primer lugar de Dios, causa primera de su esclavitud. El comunismo se presentaba como enemigo absoluto del cristianismo, lo cual dio lugar a una lucha titánica entre ambos; y no sólo de naturaleza política o económica, sino, ante todo, espiritual y religiosa. A esta contienda se debe un número incalculable de mártires. Pero su fin ha llegado con la derrota espiritual del comunismo, que ha gustado las hieles del fracaso precisamente en el más ambicioso de sus proyectos: la creación--bajo la égida del humanismo ateo--de un mundo nuevo, de una sociedad nueva, de un hombre nuevo. No sólo no ha logrado crear ni un mundo ni un hombre nuevos, sino que ha engendrado un mundo que ha sido el mayor escarnio de la dignidad humana, un mundo antihumano e inhumano.

¿Qué queda después del comunismo? ¿Qué panorama espiritual deja tras de sí? Y ¿qué acción pastoral se impone tras su caída?

1.En las sociedades postcomunistas hay, en primer lugar, creyentes fieles que, a pesar de discriminaciones y de humillaciones de todo tipo, han permanecido unidos a la Iglesia, sosteniéndola con sus donativos. Son en su mayor parte gente sencilla que no se ha dejado intimidar por una opinión pública hostil, que ha dado público testimonio de su fe, y que ha mandado a sus hijos a las clases de catecismo. ¿Cuántos son? En Polonia y en Eslovaquia son sin duda la mayoría; un poco menos en Croacia; en Hungría y en Eslovenia, como mucho, la mitad. Por lo que respecta a los católicos de Ucrania y de Rumanía--obligados a vivir prácticamente en la clandestinidad, sobre todo los de rito oriental--son un caso aparte.

Si exceptuamos a los católicos polacos, todos los demás se han visto obligados a vivir su fe como asunto privado, en el ambiente familiar o en pequeños grupos de cristianos fervorosos. Rara vez participaban los laicos en la acción pastoral de la Iglesia, por lo que todo el peso de la misión reposaba sobre los hombros de los sacerdotes.

Las secuelas de esta semiclandestinidad perduran todavía hoy. En efecto, a los sacerdotes les resulta difícil encontrar colaboradores que estén dispuestos a comprometerse en la acción eclesial, a organizar movimientos apostólicos, o a promover organizaciones juveniles. Además, los estragos producidos por el marxismo todavía están a flor de piel, incluso entre los mismos creyentes: son alarmantes la carencia del sentido de responsabilidad y del trabajo, la tendencia a la duplicidad, el arribismo a ultranza. De todos los modos, es en estos grupos de fieles que la Iglesia se debe apoyar para construir el futuro.

2. Junto a los creyentes fieles están los ex-comunistas. La proporción de miembros del partido comunista oscilaba entre un 10% y un 15%. En las capas superiores había hombres y mujeres con estudios que ocupaban prácticamente todos los puestos de responsabilidad del Estado y de la sociedad. Y, junto a ellos, los comunistas de base, con responsabilidades más modestas, en el ámbito de la fábrica, del ayuntamiento o de la granja colectiva; y con un propósito bien preciso: servir entre sus compañeros de trabajo de oídos y de ojos del partido, porque el partido tenía que saberlo todo.

¿Cómo han vivido estos el hundimiento del comunismo? Sin grandes quebrantos. Porque ya hacía mucho tiempo que ellos mismos no creían en el carácter salvífico de la ideología marxista. Es más, porque se han dado cuenta rápidamente de que las «revoluciones de terciopelo» no iban a suponer una amenaza real para sus intereses materiales ni para su posición en la vida política y social. Olvidándose con una facilidad pasmosa de que hasta hace poco eran ellos quienes proclamaban que la propiedad privada es la fuente de todos los males, se han dedicado a comprar tranquilamente, a precios con frecuencia irrisorios, los bienes que ellos mismos nacionalizaron hace cuarenta y cinco años. De este modo, los últimos comunistas se están convirtiendo en los primeros capitalistas de las sociedades salidas del comunismo.

Por lo que respecta al terreno político, han llevado a cabo una transformación similar, rebautizando el partido comunista como partido socialista o socialdemócrata, y uniéndose a otros partidos de nueva creación, para ejercer sobre la política estatal un influjo acorde con sus propios proyectos de futuro.

En cambio, su actitud contra la Iglesia no ha sufrido cambios substanciales. Si ayer combatían contra ella en nombre de la ideología marxista-leninista, hoy la hostigan en nombre de la libertad de opinión, de la libertad de expresión y de la libertad de elección ética, libertades a las que, según ellos, la Iglesia se opondría. Por ello tratan de limitar con campañas violentas su presencia en las escuelas, en los medios de comunicación y en las instituciones culturales. Es la misma política de los partidos occidentales de izquierda y de extrema izquierda, sólo que disponiendo de muchos más medios económicos.

3. El tercer gran grupo de la población lo constituyen los indecisos que se debaten entre el Dios verdadero y los ídolos. Practicantes ocasionales, participan en la vida de la Iglesia sólo en las grandes fiestas: Navidad, Pascua, las peregrinaciones nacionales, las primeras misas... En cambio su vida privada se suele caracterizar por el materialismo y por el hedonismo. A seis años vista de la caída del comunismo, podemos constatar que es sobre todo en este estrato de la población que la larga fase comunista ha hecho los mayores estragos: pérdida de los valores cristianos, banalización de la sexualidad y del amor, debilitamiento consiguiente de los vínculos familiares, superficialidad, absolutización del hic et nunc, y búsqueda desenfrenada del dinero y del placer. El teólogo checo Jozef Zverina hablaba, a este respecto, de un auténtico «Tchernobyl espiritual».

Hay que añadir que, tras la caída de los muros, se ha intensificado el influjo de Occidente, sobre todo del Occidente laicista y secularizado, cuya ideología ha sido rápidamente acogida por los ex-comunistas, que han pasado a ser sus más ardientes corifeos. De este modo en nuestros países salidos del comunismo, se dilata la ola de secularismo, arroyándolo todo a su paso, sobre todo entre las masas de indecisos. Por una tendencia enfermiza a la imitación ciega, se acepta todo lo que viene de Occidente, que aparece rodeado de la aureola del prestigio, de la modernidad y del progreso. ¡Cómo nos hubiera gustado encontrarnos en Occidente, al caer las barreras, con un cristianismo sólido, enraizado en la fe y en los valores que le han dado toda su grandeza! Pero no ha sido así, y el ejemplo de Occidente, como fuente de inspiración para la vida y para la fe, ha sido para nosotros más nocivo que beneficioso.

De todos modos, no se puede decir en modo alguno que la situación sea desesperada; además de que, para la Iglesia, la desesperación no esta jamás justificada.

Un dato fundamental--y, según mi parecer, irreversible--en el que encuentra su apoyo un sano optimismo cristiano, es la misma libertad de que goza ahora la Iglesia. Con la instauración de la democracia la Iglesia tiene pleno derecho de anunciar el Evangelio «a tiempo y a destiempo», con libertad de crear movimientos laicales y organizaciones juveniles. Es cierto que el espacio de que dispone en los medios de comunicación es más bien limitado, sobre todo en la televisión; pero siempre se puede luchar por ampliarlo e incluso por crear una televisión propia. La Iglesia tiene además posibilidades inmensas en el campo de la prensa, pues en este terreno sus únicos límites son la falta de medios económicos y de periodistas competentes. Por ello uno de los objetivos prioritarios debería ser la formación de periodistas y de presentadores de televisión verdaderamente profesionales.

Por lo que respecta al terreno político, la Iglesia podrá consolidar su presencia preparando una clase de políticos cristianos competentes, algo que era impensable en el antiguo régimen.

Otro dato positivo, muy prometedor para el futuro, es el de las vocaciones sacerdotales y religiosas. Sin que sean superabundantes, no dejan de ser suficientes, y tienden a aumentar. En este campo estamos lejos de la trágica crisis que se da en algunos países occidentales.

Otro dato característico de nuestros países salidos del comunismo, es que en ellos la Iglesia está unida, y sin conflictos internos. Esto se debe sin duda a los cincuenta años de persecución, durante los cuales los fieles han cerrado filas en torno a sus pastores. Pero también se debe al hecho de que la renovación del Concilio Vaticano II nos ha llegado de forma gradual, sin la presentación más bien tendenciosa que de ella hicieron los medios de comunicación occidentales. Y esta unidad sigue siendo real. Mientras que en los países occidentales se vive un enfrentamiento apasionado entre progresistas y conservadores, o entre tradicionales y conciliares--lo cual recuerda una especie de lucha de clases dentro de la Iglesia--en nuestros países los sacerdotes y los fieles acogen al unísono, con espíritu de fe, las enseñanzas del Papa y de los obispos. De este modo no se dilapidan las fuerzas en este tipo de tensiones y de contiendas poco evangélicas; antes bien, se encauzan hacia la edificación de la Iglesia y hacia el fortalecimiento de su presencia en la sociedad. En la Iglesia, las tensiones y la competitividad sólo deberían existir en la común aspiración a la santidad, no en otros campos. Importa poco que uno sea de derechas o de izquierdas; lo que importa es tender hacia la santidad con toda el alma.

Gaudium et spes, luctus et angor--todo esto existe en nuestras Iglesias, aunque--en mi opinión--con más proporción de gozo y de esperanza que de tristeza y de angustia.

La Congregación de la Misión está llamada a desempeñar su labor en estas condiciones concretas. Para ello no tiene que cambiar en nada lo que constituye su doble finalidad. Sólo se trata de adaptarla y de ampliarla, acomodándose a las exigencias de la situación actual de nuestra sociedad.

Evangelización de los pobres, sí, pero evitando un concepto de pobre demasiado restringido que acabe por excluir a los verdaderos pobres de hoy. Por ejemplo, hay que tener en cuenta a los intelectuales que forcejean con la duda y con el escepticismo, y que difunden a raudales el materialismo y el hedonismo. Son ellos los que, en último término, le dan el sesgo decisivo a una sociedad. Como decía el Cardenal Newman, «es más importante luchar contra las desviaciones fundamentales del pensamiento, que lograr unas pocas conversiones». Ello es evidente y tenemos que admitirlo, aunque suponga un duro golpe para nuestro antiintelectualismo inveterado.

Está también el pueblo cristiano sencillo, que nuestros misioneros han seguido evangelizando, siempre que ha sido posible, con las misiones populares. Sin dejar de lado esta obra, de gran importancia, hace falta ahora promover las asociaciones de laicos, como las congregaciones de San Vicente Paúl o similares, que se ocupen de los minusválidos, de los drogadictos, de los refugiados... Se impone una ingente movilización que haga salir a los laicos del letargo en que les ha sumido el comunismo, devolviéndoles el gusto por la libertad y por la creatividad cristianas.

El segundo aspecto de nuestra misión, la formación del clero, es igualmente importante en este momento de la vida de la Iglesia. Tradicionalmente, nuestras provincias no han tenido la dirección de grandes seminarios, salvo en Polonia; pero por otra parte, son muchos los cohermanos que han contribuido a la formación del clero por medio de retiros y de la dirección espiritual. Es ésta una obra exigente que debemos continuar por amor a la Iglesia. Porque el modelo de sacerdote de San Vicente de Paúl y de la escuela francesa, que durante tres siglos ha sido dominante en la Iglesia, no sólo sigue siendo hoy de actualidad, sino que da una respuesta cabal a las necesidades de la Iglesia y del mundo de hoy.