Reflexiones sobre el discernimiento y el acompañamiento

Reflexiones sobre el discernimiento y el acompañamiento

Charles Bonnet

Sacerdote Sulpiciano

20-VII-2001

Debo reconocer que fui muy imprudente al aceptar, el pasado mes de septiembre, hablarles esta mañana. Y ello por tres razones principalmente.

- Imprudente porque esta intervención coincide con un periodo de trabajo intenso para mi, ya que he dedicado la primera quincena de julio a preparar y dirigir la Asamblea Provincial que ha elegido a mi sucesor como provincial y en la que después he tenido que participar como simple miembro. A continuación, he tenido que preparar mi traslado a Lyon donde estaré el año próximo, lo que explica mi retraso en entregar el texto de mi conferencia.

- Imprudente también porque, si tengo costumbre de hablar sobre el discernimiento de la vocación de los futuros sacerdotes y su acompañamiento espiritual, tengo mucha menos costumbre por lo que se refiere a las Hermanas, incluso a las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, aunque seamos casi “primos”. “Primos” es como se llaman los Lazaristas, los Oratorianos, los Eudistas y los Sulpicianos, ya que fueron fundados en la misma época y viven espiritualidades que pertenecen a lo que se llama Escuela Francesa. A pesar de todo, no conozco bien a mis “primas”, aunque mi propia prima es Hija de la Caridad en Madagascar.

- Imprudente, por último, porque tengo que dirigirme no a las Hermanas directamente sino a esta “casta especial” que son los Directores de las Hijas de la Caridad. “Casta” de la que el Padre Lautissier ya me había dado alguna idea. Pero confieso que aun después de haber leído lo que dicen las Constituciones, los Estatutos, el Directorio de los Directores y un artículo del P. Quintano a este respecto, tengo dificultad para comprender concretamente el papel que desempeñan los Directores de las Hermanas y la manera como en la realidad se comparten las responsabilidades, sobre todo en países y culturas tan diferentes.

Pero “a lo hecho pecho”. Les pido perdón por los fallos que pueda tener. Me han pedido que hable de dos cosas: del discernimiento “vocacional” y del acompañamiento a las Hermanas a lo largo de su existencia. Ambas cosas tienen muchos puntos en común incluso si se refieren a etapas distintas de la existencia.

1. EL DISCERNIMIENTO DE LAS VOCACIONES

La vocación religiosa está en el punto de unión de dos proyectos: el proyecto de la persona que pide entrar en la comunidad de las Hijas de la Caridad y el proyecto de la Congregación que quiere tener un futuro y encontrar personas que tomen el relevo y continúen la obra emprendida con el espíritu de sus fundadores. El discernimiento va a ser el ajuste de estos dos proyectos.

1.1. Sentirse llamado no es suficiente

Las Constituciones como las personas que se presentan utilizan espontáneamente el vocabulario de la vocación: “Yo siento que Dios me llama”. Es un sentimiento respetable pero que no prueba absolutamente que uno es llamado por Dios, pues desde hace mucho tiempo Dios se calla. Ya no estamos en el tiempo de los Profetas a los que Dios interpelaba directamente ni tampoco en el tiempo de Jesús que elegía a “quien él quería”. Hoy Dios no tiene otro medio de manifestarnos su voluntad más que a través de la creación: por los sentimientos o las capacidades que pone en nosotros. El discernimiento va a consistir justamente en buscar en qué condiciones este sentimiento de ser llamado expresa en verdad la voluntad de Dios.

Pero no debemos menospreciar este sentimiento de ser llamados, pues dice bien dónde está el deseo. Yo me siento llamada porque esto me gusta, quiero hacerlo, es aquí donde pienso que seré feliz y encontraré el pleno desarrollo de los dones que Dios me ha dado. Este deseo puede haber surgido por diversas razones: la relación con Hermanas que han despertado en mí el deseo de vivir como ellas, la invitación hecha por alguna de ellas, la inquietud por servir a los pobres que me ha llevado a buscar los medios para realizarlo, el descubrimiento de Vicente de Paúl… Las historias de la vocación son con frecuencia muy variadas y a veces sorprendentes. Pero el deseo es sólo un punto de partida. Es necesario que madure y salga de la pura ilusión.

1.2. Podemos hacernos ilusiones

Podemos hacernos ilusiones con relación a la vida con la que soñábamos. Queríamos consagrarnos a Dios y a los pobres y descubrimos que para ello hay que pasar por una vida comunitaria con Hermanas concretas, que han entrado aquí para santificarse pero que aún tienen mucho camino que recorrer, que tenemos que obedecer a las superioras a quienes se llama sirvientes, pero que no por ello dejan de manifestar su autoridad; que el servicio de los pobres no es lo que imaginábamos y que a veces, en lugar de enviarnos a servir a los pobres, nos envían a una cocina. Por esto, no puede haber discernimiento a distancia. Debe pasarse por un tiempo largo de prueba para poder comprobar si es esta vida la que se deseaba y de esta forma. Toda vocación pasa siempre por la renuncia a lo imaginario para aceptar la realidad, incluso cuando creíamos conocerla bien. A veces el hecho de hacer este descubrimiento puede desanimarnos, otras veces estimularnos. No es la vida que yo había imaginado pero es la que quiero vivir. Habrá siempre un tiempo de desconcierto, bien desde el principio o un poco más tarde. Es importante hacer comprender que este desconcierto o esta duda no quiere decir necesariamente que no se esté llamada a esta vida sino que es un momento normal en el camino.

Podemos hacernos ilusiones en cuanto a las razones por las que queríamos ser Hijas de la Caridad. ¿Por qué quiero entrar en esa sociedad? Para servir a Dios, por supuesto, pero quizás también para parecerme a tal o cual Hermana, para dar gusto a mis padres, para ser admirada por los otros al haber elegido una vida heroica, para mostrarme a mí misma y a los demás que soy capaz de ello, porque tengo miedo a la vida o al matrimonio, como castigo por la vida desordenada que he llevado hasta aquí, etc.… y otras muchas cosas aun más raras. No encontramos nunca un deseo químicamente puro, motivaciones unívocas y perfectamente cristianas. Todo está muy mezclado: encontramos en ello lo mejor y lo menos bueno. Eso no tiene nada de extraño. Incluso es importante mirar de frente la realidad y tener el valor de hacer el inventario de todas las razones confesadas o inconfesadas de nuestra opción. Algunas formas de hablar piadosas, estereotipadas pueden ahogar los problemas deslizándose en una voluntad fingida. No hay que tener miedo a hacer la luz incluso en los rincones más oscuros, es la única forma de “hacer limpieza” y poner todo en orden.

Lo importante no son las motivaciones que se tenían al principio, sino aquellas por las que se hace la opción al final. Incluso si alguien ha entrado por razones que pueden ser discutibles, esto no quiere decir que no tenía vocación. El Espíritu puede servirse de todo para llevarnos adonde él nos espera. Aun habiendo entrado por motivos no muy buenos, es necesario que las razones por las que queremos quedarnos sean buenas. Es preciso sencillamente, tranquilamente, apaciblemente, llegar a desear esta vida por razones verdaderamente cristianas, lo que tradicionalmente se llama tener una recta intención. Será necesaria una buena formación para que sea el servicio de Dios, la voluntad de vivir el Evangelio, los motivos primordiales, fundamentales aunque continúen mezclándose otras muchas cosas. Estas escorias deben vivirse con humor a fin de no tomarse uno demasiado en serio.

Al final el deseo debe convertirse en disponibilidad. Me gustaría entrar en la Compañía de las Hijas de la Caridad pero “hágase tu voluntad y no la mía”. Si las responsables me aceptan, veré en ello tu voluntad. Si me rechazan, si los problemas imprevistos de salud o la falta de capacidades me impiden seguir, veré también tu voluntad. Sólo hay verdaderamente vocación cuando se está dispuesto a renunciar a la vocación, si se manifiesta que no es aquí donde Dios nos quiere. El “yo quiero y me gustaría” debe transformarse siempre en “Aquí estoy, si Tú quieres”. De lo contrario, no es una vocación sino una conminación hecha a Dios.

1.3. Es necesario comprobar si este proyecto responde a las expectativas de la Compañía

Y es aquí donde el proyecto personal va a encontrar el proyecto de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl. El capítulo de las Constituciones que habla de los miembros y de su formación comienza con esta cita de San Vicente: “Pidamos con frecuencia a Nuestro Señor… que llene a las personas que ingresen en la Compañía del espíritu que quiere tengáis todas, para poder continuar, por ese medio, el bien comenzado”. “Para continuar el bien comenzado”. Toda sociedad, y las Hijas de la Caridad de San Vicente no son una excepción, quiere tener una descendencia, Hermanas que tomen el relevo y continúen “el servicio temporal y espiritual de los Pobres”. Es en razón de esta misión por lo que se desean numerosas vocaciones que la continúen con el espíritu mismo de San Vicente.

Por tanto, no basta que alguien quiera entrar en la Compañía de las Hijas de la Caridad para que sea apta para “continuar el bien… comenzado” . Es necesario comprobar si la persona tiene capacidades para cumplir esta misión. No se entra en una sociedad en la que hay que hacer de todo, sino en una sociedad que tiene una misión. ¿Será “útil” para esta misión? No dudo en emplear esta palabra “útil” que utiliza el Derecho Canónico a propósito de la llamada de los sacerdotes: “El Obispo ordenará sólo a los sacerdotes “útiles”. Útil, es decir utilizable, que se puede dedicar con eficacia a las diferentes misiones de la Compañía: La Compañía tiene sus obras, sus servicios: servicio de pobres, servicios apostólicos, funcionamiento de la Comunidad. La persona que se presenta, ¿será apta al menos para alguna de estas misiones? Esto forma parte también del discernimiento vocacional. Para tener vocación de Hija de la Caridad es necesario tener vocación para el trabajo que ellas realizan, capacidad para colaborar en él y hacerlo con el espíritu que anima estas actividades y de las que es la fuente, si no, bastaría con dirigirse a las organizaciones humanitarias que hacen un trabajo análogo.

La persona va a vivir esta vida en unas condiciones determinadas. Y en primer lugar va a tener que aceptar una pérdida de autonomía. Acostumbrada hasta ese momento a vivir una vida de soltera, a administrar su vida, su dinero, sus desplazamientos y su tiempo de forma independiente, ahora tendrá que vivir bajo control, depender de una autoridad para sus actividades, sus gastos, sus salidas, sus momentos de expansión. Incluso la oración no se deja a la libertad de cada una: sus ritmos, sus horarios, sus modos y sus lugares están determinados por las Reglas de la Sociedad o por los responsables de la Comunidad. La autonomía que se deja a cada persona es sin duda mucho mayor que la que ha existido antes, pero el límite se deja sentir en un momento o en otro. Si algunas lo experimentan como una liberación de la preocupación por uno mismo - no necesariamente muy sana siempre - para muchas personas supone un abandono doloroso y exige tiempo, sobre todo cuando se entra ya mayor, para ser vivido serenamente, como una respiración y no como un encierro. Si esta pérdida de autonomía no pudiera vivirse más que con tensión o reivindicación como un yugo insoportable y no con libertad y desprendimiento, hasta con humor incluso a veces, habría en ello una contraindicación. Hay un canto que dice “Dios ha hecho de nosotros hombres (y mujeres) libres”. Si las modalidades del servicio se viven como una esclavitud, es necesario llegar a liberarse de esta mentalidad o volver a encontrar la propia libertad.

La persona va a vivir en una comunidad, con hermanas que no ha elegido y que le han sido dadas como “prójimo” por la voluntad de los superiores. Un prójimo que no basta con amarle como a uno mismo, sino que hay que vivir con él. Se la presenta con frecuencia como una vida de familia, pero es una familia que no se ha elegido y que requiere un compromiso para compartir, vivir en común, rezar en común, lo que muchas familias no exigen y que dividiría a más de una. Por supuesto se pueden dar amistades profundas, un sentimiento de pertenencia común puede facilitar las relaciones. Pero cuando se escucha a las religiosas, es el tema del que hablan con más frecuencia y no creo que el hecho de tener a la Caridad por madre, impida a sus Hijas encontrar las mismas dificultades.

Por ello, la capacidad para vivir esta vida va a tener un papel esencial en el discernimiento y habrá que estar siempre muy atentos a ello. Por supuesto algunas Hermanas pueden volverse amargadas o aceptar mal el envejecimiento pero demasiadas comunidades son víctimas de Hermanas de las que se sabe, desde que estaban en el Seminario, que son “Hermanas difíciles”. El tiempo difícilmente arregla las cosas en este aspecto y si algunas veces se las ha podido tener en la comunidad en nombre de la caridad, ésta exige también que no se imponga a las comunidades Hermanas imposibles. Una comunidad religiosa no tiene la vocación de acoger a personas cuyas dificultades de carácter corren el riesgo no sólo de perturbar la vida comunitaria sino también de ser un peso en el ejercicio mismo de la misión.

Es para vivir mejor el amor y estar más disponibles a la vez para la vida fraterna y para la misión, por lo que las Hermanas se comprometen a vivir el celibato. No se compromete uno a vivir el celibato porque no sería capaz de casarse sino porque quiere consagrar su vida a amar. Para pronunciar los votos, podría utilizarse la frase que utilizan los esposos en el momento de su boda: “yo me doy a ti para amarte fielmente durante toda nuestra vida”. Mi corazón y mi cuerpo serán sólo tuyos. De la misma manera: “Yo me doy a Dios y a los demás para amarlos fielmente durante toda nuestra vida”. Para darme a ellos, mi corazón y mi cuerpo serán sólo Tuyos. Ya se haga la Alianza en el matrimonio o a través de la vida consagrada, son necesarias las mismas cualidades: capacidad de amar, capacidad de ser fiel a la propia entrega, y de serlo durante toda la vida. También en este punto, esta capacidad debe medirse teniendo en cuenta la duración. La castidad no se reduce a la continencia vivida apaciblemente y sin tensión excesiva, sino que se manifiesta también en la capacidad de tener una relación justa con los demás, de saber situarse a la distancia conveniente, de tener relaciones francas con el otro sexo sin ambigüedad ni excesivo pudor, sin búsqueda de afecto excesivo o hasta exclusivo, tanto con relación a los hombres como a las mujeres. En este terreno no hay un seguro a todo riesgo. Las cosas pueden ir muy bien al principio de la vida religiosa y desviarse después. Pero si durante el tiempo de la formación, la castidad en todos los sentidos del término, conoce la deriva, el diagnóstico para después es siempre muy preocupante. Si resulta imposible vivir la castidad en el momento en el que uno está en las mejores condiciones psicológicas, espirituales y sociales para vivirla, ¿qué pasará después? Aplicar el principio de precaución en este caso, será con frecuencia la mejor decisión tanto por lo que se refiere a la interesada como a la comunidad.

1.4. Las dos caras del discernimiento

Vemos pues que el discernimiento hay que hacerlo desde dos ángulos: su admisión ¿es un bien para la persona? ¿es un bien para nosotras? ¿Será feliz con nosotras? ¿Hará a las otras felices en nuestra Compañía? Una cierta teología de la vocación ha podido dar más importancia al papel de la vocación personal manifestada por el sentimiento interior de ser llamada por Dios. Este sentimiento constituiría un deber, para las autoridades respectivas, de recibir a aquella que se sentía tan manifiestamente llamada bajo pena de infidelidad a Dios. Hemos insistido para decir que Dios no llama sólo por los sentimientos, desde el interior de las personas, sino también desde el exterior por medio del discernimiento de las capacidades realizado por las autoridades competentes.

Pero el discernimiento exterior debe saber respetar el caminar interior. Si la persona que se presenta debe preguntarse si su entrada es efectivamente la voluntad de Dios para ella, los responsables en la Compañía deben hacer lo mismo y tener la misma disponibilidad. Dios es el único dueño de las vocaciones.

Incluso en tiempo de escasez, debemos estar dispuestos a dejar marchar, sin insistir exageradamente ni ejercer una presión indebida a aquella que parecía tener todas las cualidades necesarias para ser Hija de la Caridad, que hubiera sido una buena candidata, pero que se ve que no va a durar mucho tiempo y que no va a ser feliz. Se puede insistir para que la decisión no sea tomada prematuramente o a la ligera pero hay que saber aceptar con serenidad una salida cuando esta decisión es evidente para la interesada. E incluso si la decisión no parece muy acertada o ser fruto de una falta de generosidad por miedo o rechazo de avanzar, será necesario aceptarla en paz como Cristo mismo lo hizo, aunque tengamos derecho como él a entristecernos.

La escasez de vocaciones no debe tampoco impedirnos tener la lucidez y el valor necesarios para decir no. Incluso cuando las necesidades son muchas y falta personal para realizar la misión, hay que tener fuerza para no admitir a algunas personas cuando se manifiesta claramente que éste no es su sitio. Esto es prestar un servicio a la Compañía y con frecuencia también a aquellas que no son aptas para esta vida, aun cuando éstas no estén convencidas de ello. Es la misión la que requiere que no aceptemos a aquellos que serían más un peso que una ayuda.

1.5. Dejar tiempo al tiempo

Este doble trabajo de discernimiento no es posible sin la ayuda del tiempo. La vocación es historia, una historia que comienza antes de la entrada en el postulantado y que no acabará con los primeros votos. Por ello, el discernimiento debe comenzar mucho antes de la entrada. Pues si, según las Constituciones, el Postulantado es una etapa provisional y fácilmente reversible, para la que entra, con frecuencia, y aún más para aquellos que la ven entrar, es una ruptura decisiva. Toda vuelta hacia atrás será vivida como un fracaso, e incluso ante los ojos de algunos, como una cobardía por parte de aquella que “ha vuelto la vista atrás después de haber puesto la mano en el arado” o como incoherencia de los responsables que aun faltándoles gente, rechazan inconsideradamente a aquellos que están dispuestos a unirse a ellos. Por tanto, no se puede decir en seguida “venid y ved” y decidiréis después. Franquear la puerta, a los ojos de los que están fuera, supone ya comprometerse. Por tanto es necesario que se haga un cierto discernimiento antes para ver si hay posibilidades razonables de continuar, de lo contrario se corre el riesgo de vivir el fracaso de forma dramática.

Las diferentes etapas: entrada en el postulantado, entrada en el seminario, envío a misión, son momentos importantes de compromiso para las personas interesadas y de discernimiento para las autoridades responsables. Los criterios de discernimiento son siempre los mismos pero lo que sucede con el paso del tiempo da cada vez más seguridad en el discernimiento. Se puede, a medida que pasan los años, medir mejor las capacidades para entrar en el espíritu vicenciano, vivir las exigencias de los votos y de la vida comunitaria y sobre todo las evoluciones en estos campos. La evolución es siempre decisiva para el discernimiento. Si nada cambia, si no se madura, si se permanece confuso, si se tiene dificultad para formar la personalidad y decidirse positivamente, todo esto es siempre un signo preocupante. Un profesor de seminario decía: “Todo candidato al sacerdocio al que se tenga que dedicar el doble de tiempo que a los otros, debe ser despedido inmediatamente”; y un abad benedictino: “Si se duda, no hay que dudar” (más bien hay que rehusar). Esto no siempre se hace así y a menudo dudamos en ser tan tajantes, sobre todo en la situación actual, pero con frecuencia nos lamentamos de no haberlo hecho. Al principio, pueden esperarse cambios pero, al cabo de varios años, esperar todavía cambios que no llegan, es imprudencia. Incluso cuando se han visto evoluciones, las sorpresas desagradables no son imposibles. Lo mismo que los globos pueden comprimirse para entrar en un tubo y después volver a recuperar su volumen anterior, puede suceder que, al salir del túnel de la formación, aquellas a las que se creía haber formado, recuperen rápidamente su forma primitiva. Con esto no pretendo desanimar sino hacer una llamada a la humildad a todos los formadores que se creyeran más eficaces que Jesús con sus Apóstoles.

1.6. La actuación diferenciada de los actores

En los seminarios se distingue siempre lo que es competencia del acompañante espiritual (en el fuero interno) y lo que corresponde al superior y a los miembros del consejo (en el fuero externo). El acompañante juega un papel decisivo a nivel de la rectitud de las motivaciones y, a veces, a nivel de ciertas aptitudes que sólo él conoce, especialmente por lo que se refiere a la capacidad de vivir la castidad. Por esta razón puede, en algunos casos, pedir a un candidato que detenga su formación, pero no dirá nada al superior ni al consejo. El superior y su consejo se fundan en lo que se ve en la vida del seminario o en la parroquia y se pronuncian sobre las aptitudes para el ministerio. El acompañante espiritual, en caso de decisión negativa, no tendrá más que aceptar el veredicto sin manifestar su desacuerdo y ayudar a su dirigido a aceptar la decisión.

¿Hay algo análogo en la Compañía de las Hijas de la Caridad? Confieso que no he encontrado una respuesta clara en los documentos que me han proporcionado. Veo bien el papel de la Visitadora y su Consejo que me parece ser el de un Consejo de Seminario. Veo menos claro el rol del Director que parece participar en el Consejo donde da su opinión sin que ésta sea decisiva. Sobre todo me pregunto: ¿quién juega el papel reservado en los seminarios a los acompañantes espirituales: la responsable de formación, el confesor, el director? Creo, sin embargo, que el acompañante espiritual tiene un papel primordial y que confundir el terreno del discernimiento interno con el del discernimiento externo y que sean las mismas personas quienes lo ejerzan, me parecería un poder exagerado del gobierno en lo relativo al acompañamiento. Pero quizá mis interrogantes estén fuera de lugar.

Llego así al término de la primera parte de mi intervención. Soy muy consciente de una laguna suplementaria. Sin duda, no he tenido en cuenta suficientemente los contextos culturales en los que ustedes ejercen su misión. Aunque he vivido 13 años en África, he pasado casi un año en Estados Unidos y he visitado en varias ocasiones Colombia y Vietnam, me he situado en un contexto europeo. A ustedes les corresponde hacer las adaptaciones y puntualizaciones necesarias. Incluso apenas he desarrollado el contexto cultural europeo que, sin embargo, plantea muchos interrogantes al proyecto de vida de las Hijas de la Caridad. Muchas personas piensan que para hacer lo que hacen las Hijas de la Caridad no es necesario hacerse religiosas y que, al contrario, su estilo de vida religiosa impone muchas obligaciones y una dependencia inaceptable para mujeres hoy y, que además, supone un obstáculo para su trabajo entre los pobres. ¿Pero, se dan cuenta estas personas que las Hijas de la Caridad viven así a fin de “beber en la fuente” este amor que necesitan para realizar estos servicios?

Quizá me podrán reprochar otra laguna: haber hablado de vocación sin hablar mucho de Dios que llama. Hablar de vocación no es otra cosa sino buscar cuál es la voluntad de Dios para mí. Yo no he hecho nada más que indicar cómo realizarla sin hacerse ilusiones. He detallado los medios para evitarlo :

  • purificar las motivaciones para que coincidan con la manera de ver de Dios;

  • tratar de ver si uno es capaz de vivir la misión y el modo de vida que Vicente de Paúl y sus seguidores han asignado, bajo la acción del Espíritu de Dios, a la Compañía que él fundó;

  • tener confianza en las personas a las que Dios ha confiado la responsabilidad para saber si una persona puede o no vivir de manera eficaz y feliz como Hija de la Caridad.

2. ACOMPAÑAR

Cuando el tiempo de la formación y del discernimiento ha terminado, todo no ha terminado. Al contrario, todo comienza. Después de la calma del puerto, es preciso ahora afrontar los riesgos de alta mar. Si normalmente ya no es cuestión de hacer un discernimiento, es preciso verificar sin cesar si se mantiene bien el rumbo, cambiarlo a veces, hacer frente a las tempestades o superar la monotonía de los días en los que el mar está demasiado tranquilo y en que el paisaje es indefinidamente el mismo. Si se ha necesitado la mirada de los demás para discernir sin equivocarse, se sigue necesitando la mirada de los otros para navegar sin extraviarse. Ser acompañado es una necesidad cuando se quiere vivir la vida religiosa con gusto y aún más cuando uno está encargado de guiar a los demás, de lo contrario se corre el riesgo de ver a ciegos guiando a otros ciegos.

De nuevo me encuentro ante la pregunta que me hacía al terminar la primera parte. ¿Cuál es el rol del director en el acompañamiento? ¿Está encargado de desempeñarlo él mismo o debe cuidar solamente de que lo haga alguien? ¿Está encargado, en primer lugar, del acompañamiento de las Hermanas Sirvientes? Como no sé contestar a esta pregunta, voy a limitarme a indicar algunos puntos importantes a los que debe prestar atención la persona que acompaña, y me detendré en algunas etapas y algunas situaciones. Lo que voy a decir valdrá igual para el acompañante espiritual que para cualquier persona que tenga un cometido de acompañamiento, también en otras situaciones, incluso como responsable:

2.1. ¿Qué es acompañar?

La misma palabra acompañar indica bien lo que quiere decir. Acompañar es caminar al paso de otra persona. Es el otro el que dirige la marcha y nosotros nos limitamos a ir a su lado para apoyarlo con nuestra presencia, dar nuestra opinión sobre el camino que hay que seguir, animarlo cuando se canse, intervenir para ayudarle a salir de un callejón sin salida o ayudarle también en caso de accidente. Es una presencia amiga que no intenta imponer el camino sino ayudar a caminar mejor. Acompañar no es ponerse en el lugar del otro, decidir por él, sino dejarle decidir incluso si pensamos que se equivoca. Acompañar es permanecer siempre a distancia del otro, es él quien mejor sabe lo que siente, él el que soportará el peso y las consecuencias de las decisiones que tome.

Y si lo hacemos así, no es solamente para respetar su libertad y su conciencia, sino por respeto al Espíritu. Acompañar es aprender del Espíritu que habla en el otro. Caminar al paso del otro es caminar al paso del Espíritu que está en el otro. Es el Espíritu quien debe indicar el camino, pero el Espíritu habla en el otro y no en mí. Es el otro quien debe decir lo que siente, lo que desea, lo que le atrae; no soy yo quien ha de decirlo en su lugar. Esto supone en el acompañante lo que San Ignacio llamaba la indiferencia, no indiferencia ante lo que puede pasarle al otro, sino disponibilidad para acoger las llamadas del Espíritu en el otro, incluso cuando me desconcierten y no correspondan a lo que yo pensaba. Yo no sé de antemano lo que el Espíritu va a sugerir en el otro, yo estoy disponible. No descarto nada a priori, ni siquiera lo que me sorprenda o me disguste, antes de haber comprobado si, a pesar de todo, no viene del Espíritu. Acompañar es desprendernos de nuestras certezas, de lo que creemos saber para acoger la novedad del Espíritu.

Indiferencia no quiere decir inacción. No quiere decir que yo acojo todo lo que surge en el otro como venido del Espíritu; hay que hacer un discernimiento de los Espíritus. Pues, si el Espíritu puede sorprender con algunas de sus sugerencias, nunca se contradice. No puede decir a una persona que haga otra cosa distinta de lo que siempre ha dicho y hecho tanto en la Biblia, en Jesús, como en la Historia de la Iglesia y en los santos: “… nadie, que hable movido por el Espíritu de Dios, puede decir: ¡Maldito es Jesús!”, dice San Pablo a los Corintios (1 Co 12, 3). Nadie puede decir que es el Espíritu Santo quien le inspira si ello le lleva a hacer lo contrario del Evangelio, a sembrar la desunión y la discordia, a dividir la comunidad o a separarse de la Iglesia. Es entonces cuando nuestra palabra de acompañante debe intervenir para iluminar, recordar lo que se haya olvidado, mostrar el peso de lo que está en juego, pero sin querer nunca forzar la decisión incluso si ésta no nos parece buena.

Acompañar es “guardar todas estas cosas en el corazón”, ser memoria, saber recordar de dónde se ha partido, mostrar el camino recorrido, llevar a la fuente para, de nuevo comenzar mejor a caminar. Acompañar es estar presente en los momentos difíciles, dar ánimo cuando el otro pierde la confianza, no abandonarlo ni siquiera cuando vemos que emprende caminos peligrosos y que no se sabe cómo detenerlo o impedirle que vaya más lejos. Acompañar es ir a veces donde uno no pensaba ir, donde no quería ir pero a donde ha ido para no dejar solo al otro. Es renunciar a uno mismo para no abandonar al otro.

2.2. Los diversos rostros del acompañamiento

El término es muy rico pero la tarea no es siempre fácil y podrá tener diferentes rostros según las edades y las responsabilidades. Cada religiosa tiene su propia historia pero estas historias pasan con frecuencia por las mismas etapas.

Los primeros años de la vida religiosa son a menudo el tiempo del entusiasmo y a veces del desconcierto. Entusiasmo porque al fin uno puede entregarse a fondo, porque se van haciendo descubrimientos continuamente, porque se es feliz utilizando sus fuerzas nuevas. Desconcierto porque la realidad no es como uno se imaginaba o porque las Hermanas con las que trabaja parece que no se entregan tanto como nosotras o nos miran con la compasión de aquellas que piensan que “ésta es todavía ingenua, y que `eso ya se le pasará' ”. El acompañamiento debe entonces educar en un sano realismo, moderar el entusiasmo y la decepción, saber mostrar toda la generosidad que hay en lo que parece rutinario en las Hermanas de más edad, de sabiduría en aquello que parece demasiado sereno, invitar a la paciencia cuando las cosas no van tan de prisa como se quisiera.

Después las cosas se calman. Se soñaba con ser otro y se descubre que uno sigue siendo el mismo, que se siguen encontrando siempre las mismas dificultades a pesar de las resoluciones tomadas; que todo esto cansa mucho, que por más que hagamos no cambiaremos mucho, que habrá que vivir con uno mismo y aceptarse como se es. Habrá que ayudar a descubrir que lo que se creía que era tibieza o falta de entusiasmo es sabiduría. Pues la madurez consiste en estar en paz con las propias inmadureces, en aceptarse como Dios nos ha hecho, pues es así como él nos ama, y es con lo que somos realmente y no con lo que soñamos ser, con lo que Dios quiere trabajar. La madurez es renunciar a lo que nunca podremos hacer y a lo que nunca podremos ser. No es pereza sino sabiduría, es amarnos tal como somos porque Dios nos ama así y quiere servirse de nosotros así. Pues con lo que somos, Dios puede hacer maravillas. Todo no es posible, pero con lo que Dios ha puesto en nosotros, son posibles muchas cosas.

Es a veces en el tiempo de las crisis, cuando uno se pregunta si ha hecho bien en comprometerse en este camino. Cuando nos reunimos en familia, vemos a nuestros parientes o a sus amigos llevar una vida a su gusto, sin todas esas obligaciones que impone la vida religiosa. Tienen hijos y una está sola cuando le hubiera gustado tener un hijo en sus brazos o llevarlo de la mano y oír que le dice: `mamá'. Ellos viven con esa tierna complicidad de una familia y la Hermana se encuentra en medio de Hermanas no siempre comprensivas. De repente todo se vuelve oscuro y una empieza a echar de menos todo lo que ha dejado olvidando todo lo que ha ganado. A veces uno está dispuesto a abandonar todo para ganar el tiempo perdido, o al menos a dejarse arrastrar por alguna aventura o alguna relajación para no perder todo. Ya no se ve claro, se duda, se siente uno perdido. Es en este momento cuando el acompañante debe estar cercano, no negar la crisis con palabras más o menos tranquilizadoras, como: “no es más que un mal momento que hay que pasar, ya volverá el `buen tiempo' “. De momento es a la tormenta a la que hay que mirar de frente con la persona, no dejar de lado los interrogantes y las dudas, permitirle que se exprese hasta el final, que diga lo que nunca se ha atrevido a decir o a confesarse a sí misma, pensar incluso en lo inaceptable. Solamente cuando se acepta bajar a lo más profundo de uno mismo, se puede subir a la superficie. Esto permite, a menudo, ver con mayor claridad, abandonar las falsas ilusiones y decir un sí más realista y más humilde. ¿Hubiera sido Pedro lo que llegó a ser, sin la prueba de la negación que le hizo perder toda `ilusión' sobre sí mismo y todo el orgullo, y que le hizo capaz de oír de nuevo el “sígueme” de Cristo, como nunca lo había oído? Y si la crisis lleva a pensar en rupturas y a dejar la Compañía, es preciso aún una mayor cercanía para ayudar a la persona a encontrar de nuevo una estabilidad en la vida que comienza por otros caminos.

Superadas estas crisis, se anuncian otras, se comienzan a sentir los primeros síntomas del ocaso de la vida. La salud ya no es la misma que antes, el cansancio se deja sentir con más frecuencia, le ritmo se hace más lento: necesitamos más tiempo para hacer lo que tenemos que hacer y para descansar después de haberlo hecho. Quisiéramos ocultar todo esto al menos ante los otros, mostrar que oímos, que vemos o que caminamos tan bien como antes, pero los demás se dan cuenta y a veces nos lo dicen. Pronto van a pedirnos que dejemos tal o cual servicio que constituía toda nuestra vida, que nos jubilemos. Queremos retrasar este momento, tenemos miedo de no servir ya para nada y por ello de no ser ya nada. El acompañante debe pues ayudar a aceptar lo inevitable. Somos criaturas destinadas al envejecimiento y a la muerte. Esto forma parte de la vida e incluso de la vida espiritual. Hay un tiempo en que uno se entrega trabajando y otro dejándose `arrancar' lo que tenía. Este tiempo es tan importante como los otros. Cristo nos lo ha enseñado, haciendo del momento en el que entregó libremente su vida al Padre, el momento más importante de su vida y de nuestra salvación: “Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros”. Entregado sí, abandonado en manos de aquellos que le entregan a la muerte, pero abandonado libremente: “Mi vida nadie me la quita, yo mismo la doy”. El acompañante debe también llevar a aquellos a quienes la vida les es arrancada a pedazos, que pierden progresivamente sus fuerzas, sus cabellos, sus ojos, sus piernas, a veces su cabeza y finalmente su vida, a no dejarse `arrancar' nada sin darlo. “Tú me lo habías dado, tu me lo tomas de nuevo, yo te lo doy puesto que me lo pides”. La vejez y la muerte son también vocación: Dios me llama a Él, yo acepto libremente ir a su encuentro. Este acompañamiento no es nada fácil: uno se siente impotente y con frecuencia torpe, no se sabe qué decir ni qué hacer. A menudo no tendrá otra cosa que hacer más que estar presente, sin decir nada y sin hacer nada. Es necesario aceptar esta impotencia, que ya no es sino acompañamiento puro. Es quizá el momento en el que podemos percibir mejor que acompañar, antes que decir o hacer algo, es estar presente, muy cercano, y que a veces no será más que eso.

Pero no solamente hay etapas que hay que franquear, hay también tareas que cumplir y tareas que requieren un acompañamiento. He leído que el Director debe estar atento sobre todo al acompañamiento de las Hermanas Sirvientes. El título de `sirviente' quiere decir ser fiel al Evangelio para quien mandar significa servir. Pero, ejercer la autoridad como un servicio no es una cosa tan fácil. En primer lugar, porque las Hermanas a quienes se confía la autoridad no habían entrado para eso y, con frecuencia, no están preparadas para ejercerla. Es un arte que se aprende con el tiempo y en el que es difícil encontrar el equilibrio. Hay autoridades bonachonas que dejan hacer y que sólo intervienen cuando no les queda más remedio, y hay autoridades autoritarias que quieren dirigirlo todo. Al principio, la necesidad de afirmarse podrá manifestarse por una cierta dureza o, al contrario, la timidez o la necesidad de sentirse querida, por el miedo a imponerse. Las cosas pueden mejorar o agravarse después. En este caso y quizá más que en otros, el acompañante, cualquiera que sea, sobre todo si es el Director, debe respetar la responsabilidad de la persona a quien acompaña. Él es, con frecuencia, el único a quien ella podrá hablar con toda confianza de lo que no puede confiar a los demás. El Director debe, por ello, estar todavía más atento a fin de no utilizar esta confianza para invadir un terreno que no es de su responsabilidad. Puede aconsejar, advertir, pero no es él quien decide ni tiene la responsabilidad de la decisión. Acompañar es iluminar, apoyar, no decidir.

(Traducción: Centro de Traducción - Hijas de la Caridad, París)

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