Las nuevas Constituciones. Tradición y renovación

Las nuevas Constituciones

tradición y renovación

Por Carlo Braga, CM.

Provincia de Roma

La historia de las actuales Constituciones de la Congregación de la Misión se inicia con la Asamblea General de 1968-69. Esta era una Asamblea extraordinaria, destinada a hacer realidad la renovación que el Vaticano II había pedido a los Institutos de Vida Consagrada, sobre la base de principios bien precisos (PC 2-3): Una definición clara del carisma como ideal del seguimiento de Cristo, regla suprema de la consagración, y de las modalidades de su realización; interpretación y observancia fieles del espíritu y de la finalidad propia de los Fundadores, de las sanas tradiciones y del patrimonio espiritual del Instituto; participación en la vida y en las preocupaciones de la Iglesia; profundo renovamiento espiritual de las comunidades. El objetivo era claro: “las constituciones, los directorios, los costumbreros, los oracionales… deben ser convenientemente revisados y, suspendidas las prescripciones que ya no sean actuales, sean modificados con base en los documentos emanados de este santo Concilio”. Estos principios fueron ulteriormente resaltados y precisados por Pablo VI en el Motu Proprio Ecclesiae Sanctae del 6 de agosto de 1966 (II, 12-14, 17: EV I, 852-854, 857).

El trabajo no era simple, y en la Asamblea fue largo y, sobre todo entre 1968 y 1969, fatigoso. Con frecuencia bajo un mismo denominador se confrontaban ideales e ideas, incluso muy distintas. Había diferencias fuertes en la definición del fin de la Congregación, con el peligro de crear una cierta oposición entre evangelización de los pobres, servicio al clero y otras actividades; en la definición de la vida fraterna se podían contraponer vida comunitaria y respeto a la persona, o dar más importancia a una u otra. Si se quisiera conocer el acuerdo, a veces pesado, pienso en la declaración, aprobada en 1969, que vaciaba de su verdadero significado la opción prioritaria de la evangelización y de la promoción humana de los pobres. Afirmaba de hecho que ese no era el único fin de la Compañía, que era un criterio suficiente pero no único ni necesario en la selección de las obras. Son afirmaciones que hacen reflexionar y dar gracias por el camino de “conversión” que ha vivido la Compañía. Pero es evidente la disparidad de visiones sobre el término “tradición”, sobre las ideas que de allí se derivan y sobre la dificultad para conciliarlas.

Fue saludable la pausa de reflexión impuesta por la Asamblea de 1974. Esta aplazó por seis años la presentación del texto de las Constituciones a la Santa Sede, e invitó a la Compañía a reflexionar sobre el camino progresivamente descubierto y vivido por San Vicente, de tal modo que se le pueda asumir en las situaciones de un mundo diverso al suyo. También un cierto cambio entre los miembros de la Asamblea facilitó la redacción de una serie de Declaraciones que ayudaron a la serena maduración de muchas ideas en los años sucesivos.

La Asamblea General de 1980, con el consecuente cambio de personas y por lo mismo de ideas, con la reflexión y la experiencia de los seis años precedentes, aunque con notables dificultades (piénsese por ejemplo en que el Art. 1, que define el fin de la Congregación, fue el último en ser aprobado), pudo llegar a una redacción más ecuánime de las normas de vida de la Compañía.

La mentalidad de la Asamblea acerca de la realización de la renovación pedida por el Concilio la encontramos expresada en la “Introducción” que precede al texto propiamente dicho de las Constituciones. Había nacido como presentación de carácter histórico de la maduración del pensamiento de San Vicente acerca del fin de la Congregación. La Asamblea la amplió, incluyendo allí toda la experiencia personal de San Vicente en la fundación de la Comunidad y en la delineación de su identidad específica. Reconociendo el particular momento de gracia que la Compañía estaba viviendo, afirma: “La misma Congregación, deseosa de mantener y de expresar en la Iglesia su lugar y su fin, cree necesario referirse a los orígenes, a la experiencia espiritual y a las enseñanzas de San Vicente, para estar en la capacidad no sólo de profundizar y custodiar fielmente su índole original y el espíritu del Fundador sino también de beber en las mismas fuentes una más estimulante inspiración para responder a su vocación, siempre atenta a la voluntad de Dios que, como a San Vicente, se le revela de modo particular en las condiciones y necesidades de los pobres de la sociedad contemporánea”. La fidelidad a la tradición auténtica del Fundador está clara en la aceptación plena del No. 1 de las Reglas Comunes, en el cual San Vicente indica la modalidad como la Compañía “aspira a imitar al mismo Cristo Señor, sea en la virtud, sea en los ministerios dirigidos a la salvación del prójimo”. La apertura a la adaptación aparece en la parte conclusiva de la Introducción: “Con estas palabras San Vicente propuso a sus hijos espirituales, es decir a los miembros de la Congregación de la Misión, una vocación singular, un modo nuevo de vida comunitaria, y un fin estimulante que debe adaptarse ininterrumpida y sabiamente a los tiempos”.

Hoy la Congregación se guía por las Constituciones, que constituyen el código jurídico de su vida. Estas se hicieron de tal modo que no sean una escasa cosecha de leyes, sino un instrumento que ayude a vivir auténticamente el espíritu y el ideal del Fundador, reproduciendo con fidelidad su doctrina y sus expectativas. Para nosotros la doctrina y el ideal de San Vicente se encuentran sobre todo en las Reglas Comunes, y en las Conferencias con las cuales él mismo explicó el valor y el significado de cada una de las Reglas. En las Constituciones no han quedado sus palabras, sino el espíritu, para que podamos vivirlo en las situaciones nuevas que nos corresponde vivir. Debemos por lo mismo leer y observar las actuales Constituciones con una referencia constante a las Reglas Comunes. El género literario y la incidencia jurídica en la vida de la Comunidad son diversos, pero una misma es la inspiración que estimula nuestra espiritualidad y sostiene nuestra relación con el ideal a que nos hemos dedicado.

Hacer una lista completa y sistemática, un paralelo, de los elementos de la tradición originaria y auténtica de la Congregación conservados en las nuevas Constituciones, y de los cambios introducidos con base en los documentos del Concilio, me parece poco útil: constituiría un ejercicio académico. Me parece más válido subrayar algunas líneas esenciales que muestran la fidelidad y el desarrollo de la finalidad y de la naturaleza de la Compañía. He aquí algunas:

El Fin de la Compañía

Ciertamente uno de los primeros elementos que se debía precisar era el fin de la Compañía. Es útil una relectura de las vicisitudes que llevaron a la redacción actual.

San Vicente, en las Reglas Comunes, indica como “fin” tres elementos concretos: atender a la propia perfección, evangelizar a los pobres del campo, ayudar a los clérigos en su formación; tres “cosas” concretas que él, siguiendo el lenguaje de su tiempo, definió como “fin”. Él mantiene ese mismo modo de hablar en la conferencia del 6 de diciembre de 1658: después de una rápida referencia a la exigencia de imitar a Cristo en aquello que hizo y enseñó, sobre todo en las virtudes y los comportamientos interiores, se alarga sobre los tres aspectos concretos del fin indicados en las Reglas. La Compañía continuó expresándose como su Fundador.

En la revisión de la Constituciones de 1953 se sintió la exigencia de una actualización. Nuevas situaciones sociales habían llevado a nuevas experiencias, sobre todo en el campo de la educación, a cuya atención animaba la Iglesia. Y algunas Provincias se habían empeñado seriamente en estos campos. Aun manteniendo la expresión de la tradición, se distinguió entre fin general, consistente en tender a la gloria de Dios y a la perfección de cada uno de los miembros”, y fin especial en que, a la evangelización de los pobres y el servicio al clero, añadía aquello de “atender a las obras de caridad y de educación”.

En 1968, al impulso de las intuiciones conciliares, se quiso resaltar el aspecto de la evangelización y de la promoción humana de los pobres, como característico de la vocación vicentina. El texto de las nuevas Constituciones reasumía, en forma renovada, los tres fines detallados en las Reglas Comunes y, omitiendo el añadido de 1953, afirmaba: “Por eso la evangelización de los pobres y su promoción humana y cristiana será siempre para ella un signo que mantendrá unidos a todos sus miembros y los impulsará hacia el apostolado” (n. 5). Para muchos tal afirmación equivalía a un desconocimiento de obras creadas con grandes sacrificios; todo parecía concentrarse en las misiones, poniendo en segundo término las obras de educación, comprendidos los seminarios. No se desconocía la importancia de las misiones, pero se temía que llegaran a considerarse de segundo orden las otras obras y que los jóvenes, de por sí inclinados a la actividad y al apostolado directo, se alejaran de las obras de formación, incluidos los seminarios. Así se explica la declaración que, a modo de acuerdo, fue aprobada en la sesión de 1969.

Las declaraciones de 1974 daban relieve a la evangelización de los pobres e invitaban a una reflexión posterior de profundización en el pensamiento de San Vicente, y señalaban el camino para lograrlo.

Para mantener la misma afirmación, en 1980, se valorizaron sobre todo dos afirmaciones de la Reglas Comunes. La primera, en la Introducción, dice que la Compañía y sus miembros han sido “llamados a continuar la misma misión de Cristo, que consiste ante todo en la evangelización de los pobres”; la segunda, en el n. 1, confirma que “la pequeña Congregación de la Misión, con la gracia de Dios y bajo los límites de sus débiles fuerzas, aspira a imitar al mismo Cristo Señor, ya sea en las virtudes, ya sea en los ministerios dirigidos a la salvación del prójimo”. Es evidente que San Vicente coloca los tres elementos del llamado “fin” en un cuadro ideal, la imitación de Cristo que evangeliza a los pobres, y así les da un significado específico. Es eso lo que expresan las Constituciones en el artículo que describe el fin de la Congregación (n. 1). El cuadro se ve completo y claro leyendo contextualmente la conclusión de la Introducción y los art. 1, 2 y 18 de las Constituciones. El fin aparece como un ideal capaz de llenar y trasformar la vida. La relación entre la figura de Cristo evangelizador y la figura del pobre es central. Ambas tienen la fuerza para arrastrar comunidad e individuos a la búsqueda de la propia perfección mediante el “revestirse del espíritu de Cristo” (RC 1, 3); para empeñarlos en la evangelización de los pobres, “especialmente los más abandonados”; para formar clérigos y laicos y llevarlos a “participar, de modo más radical, en la evangelización de los pobres”. Esto fue lo que hizo Cristo con sus apóstoles. Este fin, inmutable en cuanto ideal, exigirá una renovación continua de las maneras de actuar: la Congregación, atenta al evangelio, a las llamadas de la Iglesia y a los signos de los tiempos, “procurará abrir nuevos caminos y aplicar medios adaptados… y enjuiciará y ordenará las obras y ministerios” (n. 2). Será, como San Vicente, el buen samaritano que, con medios eficaces, irá al encuentro de los más abandonados para ayudarles a ser autores de su propia reinserción en la sociedad (n. 18).

La figura de Cristo

El aspecto cristológico es característico de la espiritualidad vicentina. San Vicente vive a Cristo no como una realidad abstracta, que se contempla, sino como ideal de vida y como inspiración para su obra evangelizadora. Se trata de un Cristo lleno del Espíritu del Señor, enviado al mundo para anunciar y hacer realidad el Reino de Dios (Lucas 4); un Cristo unido al Padre mediante un amor y un respeto que lo lleva a buscar y a cumplir su voluntad, en total abandono a Él; un Cristo plenamente encarnado en la realidad del mundo, participando de los sufrimientos y de las esperanzas de los pobres que evangeliza.

El Cristo que él propone a su Comunidad es el Cristo que él mismo vive: “Él es la Regla de la Misión” (SV XII,130 / ES XI,429). Por tal motivo su figura le está continuamente presente y de hecho inspira las normas prácticas de la Comunidad. En la introducción a las Reglas Comunes se lee: “Nos hemos preocupado, hasta donde ha sido posible, por sacar todas las reglas del espíritu de Jesucristo y de sus obras, lo que se puede constatar fácilmente, en razón de que creemos que los hombres llamados a continuar la misma misión de Cristo, que consiste sobre todo en la evangelización de los pobres, deben tener los mismos sentimientos y afectos de Cristo, aún más, deben estar llenos de su espíritu y seguir sus huellas”. Cada norma se inspira en el ejemplo y en la doctrina de Cristo. Son típicos los capítulos de las máximas evangélicas, de los consejos evangélicos, de las prácticas de piedad, de los ministerios de la Compañía. En San Vicente no hay sentimentalismos ni devociones. Doctrina y práctica se inspiran enteramente en el evangelio, la verdadera norma de vida.

Las nuevas Constituciones no podían alejarse del ejemplo del fundador. Cristo evangelizador de los pobres (Lc 4,18) aparece desde los primeros números para iluminar el fin de la Congregación; su amor que siente compasión por las multitudes (Mt 8,2) inspira y guía la comunidad apostólica. Su llamada a los apóstoles para hacerlos evangelizadores de los pobres sostiene la vida fraterna; su ejemplo impulsa a la práctica de los consejos evangélicos; su unión al Padre y la búsqueda de su voluntad en el cumplimiento de la misión iluminan la oración; el ejemplo del Buen Pastor inspira la conducta de quien ha sido llamado a guiar a los cohermanos y a la comunidad hacia la realización de la vocación.

Se trata apenas de indicios que dan una idea de la preocupación de los redactores de las Nuevas Constituciones por mantener vivo el aspecto cristológico en la vida y en la actividad de la Compañía. Esto será mucho más vivo y eficaz si la lectura y la práctica de las Constituciones se ilumina con una lectura paralela y complementaria de las Reglas Comunes.

La Iglesia

Al lado de Cristo surge espontáneamente la referencia a la Iglesia, en la cual Cristo se manifiesta y por medio de la cual sigue realizando su misión. De San Vicente no podemos esperar afirmaciones sensacionales: su eclesiología era, necesariamente limitada, reflejaba aquella del Concilio Tridentino. Pero podemos sacar de él un sentido claro y una preocupación precisa por la comunión eclesial.

Ante todo el sentido de pertenencia a la Iglesia. En el n. 18 del Capítulo II de las Reglas Comunes escribe: “La pequeña Congregación de la Misión surgió en la Iglesia de Dios para dedicarse a la salvación de las almas, sobre todo de los pobres del campo”. En el intento por leer estas palabras con lenguaje moderno surge espontáneamente la percepción del sentido de pertenencia a la Iglesia por medio de un carisma específico que permite participar en su misión.

De este principio se derivan aplicaciones concretas. La comunión con la Iglesia universal se debe expresar a través de una obediencia “fiel y sincera al Papa” (RC 5,1); la comunión con la Iglesia local pasa por la obediencia humilde “según la índole específica de nuestro instituto” (RC 5,1), es decir, por el respeto a la exención propia de la Compañía, pero al mismo tiempo en una dependencia total del obispo en el ejercicio de los diversos ministerios. Por eso San Vicente subraya la necesidad de las facultades del Obispo para las confesiones (RC 11,3) y para la predicación de las misiones (RC 11,5) y quiere que los misioneros pidan la bendición de los párrocos al inicio de las misiones (RC 11,6). Impone actos de obediencia a las leyes eclesiásticas y al mismo tiempo expresa una conciencia de comunión eclesial.

Las Constituciones, en el espíritu de los documentos conciliares, pueden usar un lenguaje distinto y más preciso que aquel del siglo XVII. En razón de la comunión del misterio trinitario (C 20), la Compañía se siente Iglesia y en ella se manifiesta por medio de un carisma particular (C 3). Con razón se aplica a sí misma las afirmaciones de Pablo VI acerca de la Iglesia (EN, 14), sintiendo “de un modo peculiar, que la misión de evangelizar constituye su gracia y vocación propia y expresa su verdadera naturaleza” (C 10). De estas afirmaciones de principios se derivan compromisos prácticos: la atención a las llamadas más urgentes de la Iglesia (C 2), la estrecha colaboración con los obispos y el clero diocesano (C 3 § 2), la inserción de su apostolado en los proyectos pastorales de la Iglesia local (C 13), la aceptación del magisterio de la Iglesia como guía de su formación y de su vida (C 78 § 3). Un compromiso significativo que las Constituciones asumen, respondiendo siempre a la tradición de la Compañía, es el cuidado por la formación de los laicos. Más allá de la asistencia espiritual a los grupos laicales que se desprenden del mismo San Vicente (E 7), la Compañía se compromete en la formación de los laicos según su carisma y según el espíritu del Fundador, es decir, a educarlos en el sentido, en el amor y en el servicio comprometido con los pobres y en la promoción de la justicia social. Un elemento nuevo lo constituye la preparación de los laicos para los ministerios laicales que sean necesarios en la comunidad cristiana y para la colaboración activa con los sacerdotes (C 15). El aliento eclesial es, pues, evidente y va mucho más allá de los confines de su vida interna.

El sentido de Iglesia y el amor hacia ella se manifiesta sobre todo en el compromiso tradicional de ayudar al clero en su formación, pero con el actualizado matiz de prepararlo para “participar de un modo comprometido en la evangelización de los pobres” (C 3), haciendo del pobre una opción prioritaria de su ministerio. Las formas de servicio al clero no son ya aquellas del tiempo de San Vicente, pero éste sigue siendo parte de nuestras actividades, quizás la más importante y comprometedora, que se debe estudiar y ubicar en expresiones totalmente nuevas, partiendo de una amistad profunda y de una gran comunión con los sacerdotes.

El Pobre

Al lado de Jesucristo, como polo de atracción de sus ideales y de su vida, San Vicente puso siempre al pobre. Su camino espiritual estuvo siempre iluminado por el descubrimiento del pobre, por la participación en sus sufrimientos, por el deseo de responder a tanta miseria que la Providencia ponía en el camino de su vida. Se trata de un progresivo abrirse al soplo del Espíritu y de una comunicación permanente del fruto de una experiencia que creció como una semilla en terreno fecundado por la gracia. El campesino pobre de Gannes fue sólo un punto de partida. A ese se añadieron muchos otros pobres que absorbieron los cuidados de Vicente y que contribuyeron a hacer crecer el cometido de la Congregación, lo ampliaron, lo maduraron, lo hicieron grande y lo conservaron actual. En la conferencia sobre el fin de la Compañía (6 de diciembre de 1658), a la evangelización de los campesinos Vicente añade muchas otras categorías de pobres, esas que venían en continuo aumento a causa de las condiciones sociales: también entraron en la familia de aquellos que experimentaron su caridad.

No se trata ahora de hacer una síntesis de su pensamiento y de sus compromisos. Los conocemos. Yo los resumiría en aquellas palabras de una carta suya al Padre Almerás (8 de diciembre de 1649) que trae Collet en la vida del Santo: “los pobres que no tienen donde ir, que no tienen que hacer, que sufren tanto y que aumentan siempre en número: ellos son mi peso y mi dolor” (Vida de San Vicente, vol. 1, libro 5, ed. 1748, pág. 479). Se trata de palabras llenas de actualidad que tienen todavía la fuerza de hacer reflexionar y de llevar a compromisos ante la globalización de la pobreza. No creo que San Vicente los desconociera hoy.

Preguntémonos ahora: ¿Cómo responde la Comunidad?; ¿Cuáles son los compromisos que las Constituciones le proponen?

Durante el Concilio se habló mucho de “Iglesia de los pobres”. Esta frase corría el peligro de convertirse en una moda. Pero la Congregación de la Misión no podía dejar de preocuparse por hacerla entrar en sus programas a través de la lectura de su propio patrimonio espiritual, por llevarla a sus esfuerzos de renovación. Pocas referencias bastarían para resumir y proponer las líneas con las que la Congregación ha tratado de responder.

Del mismo modo que la Iglesia, la Congregación de la Misión se propone como ideal, que ilumina y concretiza su fin, la evangelización de los pobres, a ejemplo de Cristo que los evangelizó y que por medio de ella continúa hoy su misión (C 1, 10, 12, 18). Pobres no encerrados en una categoría social determinada, sino en aquella de los más abandonados. Se trata de un programa que se afirma y que se realiza también en otras comunidades religiosas, pero que es particularmente significativo para la Congregación de la Misión: nace en sus mismas raíces.

La evangelización que la Compañía quiere hacer realidad se ha de inspirar en un amor compasivo y eficaz (C 6). San Vicente hablaba de amor afectivo y amor efectivo. Se trata de comunicar el Evangelio, la Buena Noticia de la llegada del Reino de Dios pero sin que falte el compromiso de hacerlo efectivo. Consiste en amar con las obras y en la verdad.

Esto implica preparación: conocer las causas de la pobreza y el modo de superarlas; conocer, amar y aceptar al pobre; hacer del servicio al pobre la motivación de la consagración (C 28-39) y de la vida fraterna en cuanto preparación y sostenimiento de la misión (C 19, 25,2º); llevar al pobre a la oración y transformar en oración el servicio, identificando en una misma unidad oración y trabajo apostólico (C 42-44); vivir una “cierta participación en las condiciones de los pobres” (C 12,3º).

Este programa es objeto y fruto, ya sea de la formación en todo su ciclo, comprendida la permanente (C 78, 85), ya sea del contacto progresivo y efectivo con la realidad de los pobres: Se trata de evangelizar a los pobres y de dejarse evangelizar por ellos (C 12,3º). El servicio a los pobres no debe limitarse al consuelo, a la asistencia a sus necesidades. Implica un compromiso serio, junto con específicas asociaciones, en la defensa de los derechos humanos y en la promoción de la justicia social (C 18, 78).

Así se comprende que la Congregación no se debe contentar con el empeño comunitario y personal de sus miembros, sino que debe extender a aquellos con quienes realiza su ministerio, sacerdotes y laicos, el conocimiento del pobre, el amor por el pobre y el gusto por servirle (C 1,2º,3º; 15). El fuego debe arder y extenderse, porque el amor es difusivo, inventivo hasta el infinito.

Un elemento más para destacar: el servicio a los pobres debe ser también formación para ellos mismos. Significativas son las palabras del n. 18 de las Constituciones que invitan a actuar “a su favor y con ellos”. La caridad debe hacerse realidad, pero debe también formar a la persona y lograr que sea autora de su propia promoción.

Estas son sólo algunas alusiones. Pero recogen fielmente las instancias más sentidas y urgentes de la enseñanza del Concilio (por ejemplo en la Gaudium et spes) y del consecuente magisterio. Se percibe allí un cambio amplio y renovado sobre el cual se abre nuestra tradición. Su cultivo requerirá preparación, capacidad inventiva y coraje.

La vida fraterna y la oración

La vida fraterna en comunidad ha sido siempre un elemento característico de los institutos de vida consagrada, muy estimado por los fundadores. La caridad, el compartir, el ejemplo y la edificación mutua se afirmaron para sostener el esfuerzo común de vivir la consagración y la oración y para dar testimonio de la fecundidad del evangelio.

San Vicente quiso que la Congregación, desde sus inicios, viviera la vida fraterna en comunidad como expresión de caridad, pero sobre todo como preparación para el trabajo con el pobre y apoyo del mismo. Los miembros de la Congregación, como amigos que se quieren bien, debían vivir juntos, orar, trabajar, compartir todas las realidades de la vida. Esto era evidente sobre todo en el ministerio de las misiones: llegó a ser proverbial la llave de casa dejada con el vecino. Con el correr del tiempo no faltaron las tensiones que nacían de las exigencias de la vida en común en casa y de la vida de apostolado continuado. También la Congregación de la Misión sintió la necesidad de una revisión y de precisar las implicaciones.

El Vaticano II en la Perfectae caritatis (15) tiene, acerca de la “vida en común”, afirmaciones muy genéricas que parten de textos tradicionales de los Hechos de los Apóstoles, para resaltar la caridad. Sólo en la última parte propone una referencia al valor de la vida fraterna en relación con el apostolado.

La Congregación de la Misión revisando sus Constituciones quiso recuperar los principios y los valores que San Vicente había dejado a su familia espiritual. En el Capítulo 8 de las Reglas, relativo a las relaciones entre nosotros, no encontramos grandes principios doctrinales relativos a la caridad, a la comunión, a la colaboración. Son más ricas las Conferencias. La Asamblea General, después de un laborioso trabajo, los reunió y los propuso de nuevo. Los recuperó muy brevemente.

El número fundamental es precisamente el que abre el capítulo (C 19): “San Vicente reunió dentro de la Iglesia a algunos compañeros, para que llevando una nueva forma de vida comunitaria, se dedicaran a evangelizar a los pobres. En efecto, la comunidad vicenciana está ordenada a preparar la actividad apostólica, fomentarla y ayudarla constantemente. Por eso, todos y cada uno de los miembros de la Congregación, constituidos en comunión fraterna, se esfuerzan por cumplir en renovación continua su misión común”. Los mismos conceptos reaparecen en el n. 21. La novedad vicentina radica en la fraternidad no sólo de la vida sino también del apostolado.

Fundamento de esta comunidad es la comunión trinitaria con dimensión misionera (C 20), según una imagen típicamente vicentina. La animación proviene de la caridad, concretizada en la práctica de las cinco virtudes que llevan a la alegría de la vida fraterna, a la corresponsabilidad en el trabajo, al respeto por las personas y las opiniones de los otros, pero también a la corrección fraterna y a la reconciliación, a la creación del ambiente humano y espiritual exigido por nuestro estilo de vida (C 24).

Para realizar este ideal se requiere el don total de nosotros mismos y de lo que tenemos: don que la Comunidad debe valorizar y acrecentar por medio de la atención y el desarrollo de las actitudes y de las iniciativas personales, buscando con todo esto reavivar la comunión y el trabajo apostólico (C 22).

Toda persona es irrepetible gracias a sus cualidades y a su misión. Lo mismo se puede decir de la comunidad local: “Toda comunidad es una parte viva de toda la Congregación”, que contribuye, desde su individualidad, al bien de la Congregación entera. Individual será entonces, en la necesaria unidad, su vida y su formación a fin de que vivan auténticamente los valores del fin, del apostolado, de la oración, de la fraternidad (C 23, 25).

La mirada sobre la vida fraterna en comunidad y su incidencia en la vida toda de la Congregación pide una referencia al capítulo sobre la vida de oración. Lo hago llamando la atención, sin comentarios, sobre el n. 42 de las Constituciones. Relaciona muy bien los varios aspectos de la vida de la comunidad:La inserción apostólica en el mundo, la vida comunitaria y la experiencia de Dios por medio de la oración se complementan mutuamente en la vida del misionero y se funden en un todo. En la oración, la fe, el amor fraterno y el celo apostólico se renuevan de continuo, mientras que en la acción se manifiesta de un modo práctico el amor a Dios y al prójimo. Por la íntima unión de la oración y el apostolado el misionero se hace contemplativo en la acción y apóstol en la oración”.

Los capítulos de las Constituciones acerca de la vida fraterna y de la oración van mucho más allá de las esquemáticas indicaciones conciliares y, me atrevería a decir, de las misma Reglas Comunes. Llegan al espíritu mismo y a la doctrina de San Vicente, y ofrecen un cuadro rico de colores y trasfondos que iluminan toda la vida de la Congregación.

La Organización

El hilo que ha guiado hasta ahora nuestro camino, conduciéndonos a releer los capítulos de las Constituciones, contienen sobre todo principios y orientaciones doctrinales. Pero éstos se orientan hacia la vida y se aplican en la organización de la Comunidad, en un marco de necesaria renovación de las estructuras y de las formas. Ya el Concilio había lanzado este reto a la Iglesia abriendo la reflexión sobre el capítulo de la inculturación y de la adaptación. Esto implica que se llegue a expresar, siempre en la unidad de elementos esenciales e inmutables, la riqueza que se esconde en las varias culturas y en el desarrollo del espíritu humano. El reto, a través de la Iglesia, llega también a las comunidades religiosas y a nosotros.

Quisiera llamar la atención sobre tres aspectos de principio y prácticos que pueden tener una notable incidencia en la vida y en las estructuras de la Comunidad: participación y corresponsabilidad, adaptación, descentralización. El desarrollo de la participación y la corresponsabilidad implica el derecho, el deber y la posibilidad que tienen todos de cooperar por el bien de la comunidad apostólica y de participar en el gobierno de la comunidad de modo activo y responsable (C 96, 98). Podemos ver sus aplicaciones prácticas, por ejemplo en la designación de los superiores provinciales (C 124) y de los superiores locales (C 130), en las Asambleas Generales (C 139) y Provinciales (C 146), o a través de la participación electiva o la presencia de toda la comunidad local en las asambleas domésticas (C 147); en los Consejos (E 74); en la formulación de los proyectos locales (C 27). Todos deben sentirse implicados en las decisiones que tienen que ver con todos, a través del aporte personal y responsable.

La adaptación pretende superar la uniformidad monolítica y a veces mortificante de potencialidades vivas y productivas. El mismo San Vicente insistía en el concepto de uniformidad más como consonancia de sentimientos que como igualdad de usos y reglamentos. Somos testigos de las aplicaciones prácticas de la oración en la vida de la Iglesia aunque sólo en el campo de la liturgia.

En las Constituciones los puntos indicados son significativos. El modo de observar la pobreza evangélica con base en las diversas exigencias de los lugares debe ser estudiado en las Asambleas Provinciales (E 18). La vida fraterna en comunidad, las formas de oración, se someten necesariamente a las exigencias de cada comunidad y a sus búsquedas, a fin de que sean constructivas y eficaces. La misma formación, aunque sobre la base de la unidad esencial, debe responder a la cultura de cada lugar y a las situaciones y exigencias de los formandos. Las directrices de carácter general, las decisiones de las Asambleas, estarán siempre sometidas al trabajo de adaptación local para que sean eficaces.

La descentralización tiende a reconocer el poder decisivo de los cuerpos periféricos en el ámbito de la corresponsabilidad. Lo vemos en la Iglesia con la constitución de las Conferencias Episcopales Nacionales y Regionales y con el paso a los obispos del poder central de antes.

La expresión más evidente es el poder de las Asambleas Provinciales para establecer normas para el bien común de la Provincia (C 143); el derecho de las provincias a determinar qué formas de apostolado se deben adoptar, a fin de insertarse en la iglesia local (C 13), etc.

Todas éstas son expresiones de un cambio que deben entrar en la praxis, y en las cuales no percibimos evidentemente el significado de novedad. Sería necesario pensar en un modo dinámico para hacerlas más incisivas en la vida de nuestras comunidades.

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A San Vicente le gustaba decir que las Reglas Comunes provenían del espíritu de Dios, que eran inspiradas por Jesucristo, que nada contenían que no fuera conforme a la doctrina del evangelio. Su observancia, en consecuencia, atraería gracias siempre nuevas para la Compañía.

Como las Reglas Comunes, también las Constituciones son fruto de la espera, de la oración, del sufrimiento, de la esperanza. También allí se encuentra la presencia del espíritu evangélico, de la persona de Jesús, del amor a la Iglesia, a la comunidad, a los pobres. Las han elaborado tres Asambleas Generales y toda la Comunidad. Por eso todos han percibido el paso del Espíritu que reanimaba la Compañía guiándola al descubrimiento de sus valores originales y fecundos. Después de veinte años conviene reavivar la esperanza y agudizar la capacidad de mirar hacia adelante, muy lejos, a la luz de Dios.

(Traducción: GABRIEL NARANJO, CM.)

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