El aspecto apostólico y misionero del sacerdocio según la experiencia de San Vicente

 

Cuando el Señor Vicente se ve atrapado por su propia historia se le escapa esta confidencia: “En cuanto a mí, si hubiera sabido lo que era (ser sacerdote) cuando tuve la temeridad de entrar en este estado, como lo supe más tarde, hubiera preferido quedarme a labrar la tierra antes que comprometerme en un estado tan tremendo”. San Vicente pasa revista a las etapas de su vida. Conoce lo que su experiencia debe a su terruño natal, a su familia. Se ve estudiando en Dax y en Toulouse. Revive su recorrido un poco “ambicioso” y su subida a París. Cómo vivió el rechazo a consecuencia de una acusación injusta de robo; cómo experimentó la noche negra de las dudas contra la fe. Cómo, tras un itinerario tormentoso, sale en paz. Se creía hecho para quemar la vida por un retiro honroso y es la vida la que le va a consumir. Se entregó a Dios y decide dar su vida a los pobres. En 1617, mediante las experiencias de Ganne-Folleville y de Châtillon, llega la liberación. En Folleville se da cuenta de las dimensiones del desierto espiritual de los campos y de la ignorancia del clero. Su reacción es la del sacerdote; gracias a la señora de Gondi, se lanza con otros a la misión. En Châtillon, se produce el encontronazo con la pobreza. La reacción de San Vicente es la del “laico”; gracias a la solidaridad de las mujeres, pone en marcha la Cofradía de la caridad. La Misión y la caridad van a ser desde entonces las dos expresiones complementarias de su experiencia humana y espiritual. Éstas llegan a concretarse en sus instituciones: la Congregación de la Misión (1625), la Compañía de las Hijas de la Caridad (1633). Es la hora de las realizaciones.

La realidad concreta de su experiencia misionera rige su pensamiento sobre el sacerdocio. Esta experiencia, San Vicente la vive con los bautizados, en su mayoría, laicos: hombres, mujeres y pobres. La Misión es asunto de todos los bautizados y, por supuesto, de los sacerdotes.

a) Por el bautismo, los fieles se revisten de Jesucristo, se consagran y se identifican con Jesús. El bautismo hace correr de tal forma la vida de Cristo en ellos que se constituye el cuerpo místico.

b) Identificados con Jesús, los bautizados se consagran también a la obra de Jesús. Ofrecen su vida, en su seguimiento y como Él. Reproducen “ingenuamente” el acto del único Sacerdote, Jesús. Todos los bautizados son sacerdotes con Jesucristo. Este sacerdocio bautismal se expresa en la consagración total de sí mismo. Por eso, los votos de los hermanos y de los padres de la Congregación de la misión y de las Hijas de la Caridad concretan este sacerdocio bautismal. La ofrenda de sí y de la propia vida es un don total a Dios.

c) Si el sacerdote ordenado es quien consagra el pan y el vino en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, todos los bautizados ofrecen, con el sacerdote y con Cristo, no sólo su vida, sino la Eucaristía.

d) Fruto de una elección divina, el bautismo es fuente de las vocaciones y de las misiones, así como de los ministerios no ordenados y ordenados. San Vicente recuerda constantemente a sus misioneros, hermanos y padres, y a las Hijas de la Caridad que el servicio a Cristo en la persona de los más necesitados hace efectivo el Evangelio. Lo que quiere decir que los bautizados son apóstoles, profetas, testigos que proclaman con su vida y sus diversos compromisos que son de Dios y ya no se pertenecen, como Cristo. El motor como la meta de su ser y de su vida es Jesucristo, Crucificado y Resucitado.

Los “vicencianos” responden a una llamada personal de Cristo, buscando acogerle en ellos, hacerle vivir en ellos y servirle en la persona de los pobres. Se alimentan intensamente, asiduamente de Jesucristo por la oración, el estudio y la meditación de la Palabra de Dios, la participación regular en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía y la reconciliación, para estar seguros de que su acogida y su encuentro son el único móvil.

El sacerdocio del presbítero según San Vicente

La palabra empleada por San Vicente para definir al sacerdote es “instrumento”: “Dios ha enviado a los sacerdotes como envió a su Hijo eterno para la salvación de las almas”. “Y a nosotros se nos dedica a ello como instrumentos por los que el Hijo de Dios sigue haciendo desde el cielo lo que hizo en la tierra”.

“Instrumento” de Jesucristo, no instrumento inerte, intercambiable, irresponsable, sino instrumento escogido y querido por el Señor, instrumento inteligente, libre y responsable. Vicente subrayará que los “sacerdotes son irremplazables en su papel ante las almas que Dios les ha destinado”.

Y precisa más: “Hemos sido escogidos por Dios como instrumentos de su caridad inmensa y paternal, que desea reinar y ensancharse en las almas.   Por tanto, nuestra vocación consiste… en abrasar los corazones de todos los hombres, hacer lo que hizo el Hijo de Dios, que vino a traer fuego a la tierra. … Es cierto que yo he sido enviado, no sólo para amar a Dios, sino para hacerlo amar. No me basta con amar a Dios, si no lo ama mi prójimo”.

¿Cuál es la condición para ser instrumento de Jesucristo? Ponerse en las manos de Dios como Cristo, estar íntimamente unido a Él en la acción pastoral. Esta docilidad para ser constante ha de adquirirse sin descanso y cada día en la misa. La celebración de la Eucaristía y la comunión se sitúan en el centro de la Alianza con el Señor, que fue obediente hasta la muerte por amor a nosotros y nuestra salvación.

Sin esta docilidad, sin esta obediencia, el sacerdote fracasa en su misión que consiste en “edificar” el Cuerpo Eucarístico de Cristo por la consagración y el Cuerpo Místico de Cristo por la animación.

La espiritualidad y la santificación de los sacerdotes dimanan de estos dos aspectos inseparables. De suerte que, según San Vicente, el camino de santidad de los sacerdotes, el ejemplo que deben seguir no es el de Cristo en cuanto evangelizador de los pobres, sino el de Cristo Sacerdote. Deben conformarse a Él, imitar su religión hacia el Padre y su caridad hacia los hombres. Se puede ver aquí la influencia de Bérulle que une adoración y misión; pero también y sobre todo la meditación de San Vicente sobre la misa. En efecto, en el momento de entrar en la plegaria eucarística, el sacerdote llama a los fieles a unirse en la oración en el momento de ofrecer el sacrificio de toda la Iglesia. La respuesta de los fieles es “Para la gloria de Dios y la salvación del mundo”.

La misión y la caridad están en el centro de la oración y de la vida de los sacerdotes como lo están en el centro del sacrificio del único sumo Sacerdote, Jesucristo, el Buen Pastor.

Conclusión

San Vicente fundamenta la misión a partir del bautismo. Hermanos, sacerdotes, Hijas de la caridad, laicos de las cofradías y otros están incorporados por el bautismo a la vida de Dios y llamados a seguir a Jesucristo, evangelizador de los pobres. Cristo y los pobres forman parte de su vocación y de su misión. Por eso se han de revestir de Jesucristo.

San Vicente despliega toda la vocación bautismal del sacerdote ordenado a partir de Cristo sumo Sacerdote, para edificar por la consagración su cuerpo eucarístico y construir su cuerpo místico. La manera cómo el sacerdote se ha de revestir de Jesucristo es conformando su vida con la de Cristo, entregado en cuerpo y alma a Dios y a los hombres. San Vicente Insiste en el aspecto redentor de la encarnación y del sacerdocio presbiteral.

Los sacerdotes son pues, entre los bautizados, “instrumentos por los que el Hijo de Dios sigue haciendo desde el cielo lo que hizo en la tierra”. Por esta motivo, son los que congregan para la misión y la caridad. Se trata de extender el reino de Cristo, de ampliarlo, de pensar y vivir el Evangelio en el mundo entero.

Comprendo mejor ahora por qué la confesión de fe cristiana (nuestro credo) pasa de la encarnación de Jesús a su sacrificio redentor. Comprendo también a Pedro quien se resiste ante el misterio de la cruz. La Iglesia, madre y educadora del gozo y la esperanza del mundo, nos ha dado un signo de gratitud y del misterio del amor “inventivo” de Dios y de nuestra vocación y de nuestra misión: el signo de la cruz.

El Signo de la Cruz, que es un gesto y una oración.

– un gesto. Yo trazo sobre mí la señal de la cruz de la frente al pecho, de un hombro al otro. Asocio mi cuerpo a un acto que es a la vez una afirmación y un mensaje. Una afirmación de lo que soy y un mensaje que lo significa. Me manifiesto como cristiano de manera pública, porque es un acto físico. Mi cuerpo, mi vida, “yo” son tomados en todas sus dimensiones. Este signo es también el recuerdo de la cruz de Jesús. Es el primer signo que se ha trazado sobre mí a mi entrada en la Iglesia, en mi bautismo. Yo me signo porque fui signado. La cruz es el signo por excelencia de la encarnación redentora.

Este signo de la cruz se inscribe en el tiempo y en el espacio. Viene de los cristianos de la primitiva Iglesia. Me ha sido transmitido. Se actualiza hoy en el espacio donde vivo. Tiene un simbolismo espacial. Yo hago sobre mí la señal de la cruz, sobre mí que estoy situado en el mundo de hoy. Indica el norte, el sur, el este y el oeste. Me indica la verticalidad y la horizontalidad de mi ser. Comprende mi persona, mi existencia singular con las demás personas y la existencia de todos mis hermanos los hombres en la totalidad “cósmica”. Pertenezco, como lo dicen los cuatro puntos cardinales, al universo y a la creación. Me afirmo con todos los demás hermanos actor en esta creación para su desarrollo total hasta su destino último. No he pronunciado aún una sola palabra, y ya proclamo la universalidad de la salvación adquirida en Jesucristo.

– una palabra. Hago la señal de la cruz pronunciando estas palabras “En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén”. Inscribo en mí el signo de Cristo con una fórmula trinitaria que me hace adentrarme en el misterio mismo de Dios. Quedo apresado en este misterio de Dios del que afirmo a la vez la unidad de naturaleza y la trinidad de las personas. Afirmo mi pertenencia al Dios único en tres personas. La fe cristiana es trinitaria. Mi vocación es pues divina. Me inscribo en el medio divino. Esta profesión de fe indica a la vez que he sido creado a imagen y semejanza de Dios y también que, gracias a Jesucristo, Hijo eterno de Dios, mi condición humana marcada por la muerte entra en la condición de Dios. Llego a ser, dice Pablo, hijo en el Hijo. Soy con Cristo, en Cristo y por Cristo portador de ese misterio de Dios entre mis hermanos.

– una oración gestual. El signo de la cruz es una oración del cuerpo y del espíritu. Asocio mi cuerpo a mi profesión de fe. Creo con todo mi ser. Afirmo físicamente mi adhesión al misterio de Dios. Pablo lo expresa muy bien en su carta a los cristianos de Éfeso: “Por eso doblo mis rodillas ante el Padre… para que, conforme a la riqueza de su gloria, os robustezca con la fuerza de su Espíritu de modo que crezcáis interiormente. Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones; que viváis arraigados y fundamentados en el amor. Así podréis comprender, junto con todos los creyentes, cuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo; un amor que supera todo conocimiento y que os llena de la plenitud misma de Dios”. ¿Será un atrevimiento decir que Pablo expresa una teología trinitaria (el misterio del amor de Dios) con una geometría en el espacio? San Vicente dice a las Hermanas que “ellas se congregan en nombre de la Santísima Trinidad para honrar a Nuestro Señor y servirle en la persona de los pobres. Pues Nuestro Señor es la expresión perfecta de la relación de amor que es Dios.

A los misioneros, hermanos y sacerdotes, les dice: “Hemos sido escogidos por Dios como instrumentos de su caridad inmensa y paternal, que desea reinar y ensancharse en las almas. Por tanto, nuestra vocación consiste en ir… por toda la tierra… abrazar los corazones de los hombres, hacer lo que hizo el Hijo de Dios…”. A los sacerdotes les recuerda “no hay nada mayor que un sacerdote, a quien él le da todo poder sobre su cuerpo natural y su cuerpo místico, el poder de perdonar los pecados”. (SV XII, 85 / ES XI, 391)

El Espíritu del Padre y del Hijo nos consagra para la adoración y a la misión, para la gloria de Dios y la salvación del mundo, y en primer lugar de los pobres. ¡Qué grande es el misterio de la fe!

Articulo Completo

Extracto del articulo  publicado en Vincentiana  (2000-03-03)

 Raymond Facélina, C.M.

(Traducción: MÁXIMO AGUSTÍN, C.M.)

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