En este mes misionero y la semana que hemos querido dedicar a los pobres, surge una reflexión casi instantáneamente en el corazón del misionero. Porque si es cierto que los pobres “predican por su propia presencia”, se vuelve urgente de inmediato, comprender, cómo encontrar esta presencia y ponernos nosotros mismos a su servicio. El Nuevo Testamento está lleno de indicaciones, como si fuera un manual para la imitación de Cristo. De entre estas indicaciones, la parábola del samaritano, humaniza la misericordia de Dios y la hace accesible a todo ser humano. 

Vamos a examinarla juntos. 

Había un maestro de la ley que se puso de pie para probarlo y dijo: “Maestro, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?

 

La parábola comienza con una pregunta. La pregunta del creyente que reflexiona y busca respuestas en un diálogo constante con el maestro. Si en Marcos y Mateo, la misma parábola tiene como personaje a un doctor de la ley que es a la vez conspirador y admirador, en Lucas no encontramos tal ambigüedad, sólo la necesidad de probar si el camino tomado es el correcto.

 

Jesús le dijo: “¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lo lees? ”. Respondió. “Amarás al Señor, a tu Dios, con todo tu corazón, con todo tu ser, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, ya tu prójimo como a ti mismo”. Él le respondió: “Has respondido correctamente; haz esto y vivirás”.

 

Jesús, quien es el maestro y conoce el corazón de cada creyente, también conoce los tormentos de quienes lo cuestionan. Él conoce nuestra historia y nuestras necesidades. Él conoce quiénes somos y es por eso que devuelve la pregunta y le pide al maestro de la ley que la conteste. Entonces, el primer milagro sucede, porque el maestro de la ley revela quién es en verdad: un experto en la ley de Dios, un buscador del espíritu, un hombre que está tratando de responder a la llamada. De hecho, nuestro protagonista combina dos versos de la Biblia como si fueran uno.

 

Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, y con todo tu ser, y con toda tu fuerza” es, de hecho, un mandamiento de Deuteronomio (6, 5), mientras que “Amarás a tu prójimo como tí mismo“, pertenece a otro libro, Levítico (19, 18). El escriba responde, a través de su discernimiento, sabiendo que ha llegado a una gran verdad: no podemos amar a Dios sin amar a nuestro prójimo. Dios está en el otro. Amándonos unos a otros con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con toda nuestra fuerza, con toda nuestra mente y como si fuera uno mismo, así amaremos al Señor.

 

Jesús, quien lo sabe, felicita al escriba, validando el nuevo mandamiento.

 

Pero como deseaba justificarse, le preguntó a Jesús: “¿Y quién es mi prójimo?”

 

No obstante, el escriba todavía tiene dudas. Se da cuenta de que Jesús no usó cualquier palabra. Dijo “prójimo”, no dijo “a tu hermano”, “a tu enemigo”, “a los demás”. Por eso el escriba pide una explicación. El escriba conoce las escrituras. Las ha estudiado y ha invertido toda su vida tratando de descifrar sus misterios. El escriba sabe que hay dos formas de entender el concepto “prójimo”: Uno jurídico, que se refiere a varios tipos de extranjeros y que pone al “prójimo” por debajo del genérico “otros”; y otro universal, que comprende el respeto al origen común de toda la humanidad en un solo Dios. Sin embargo, Jesús no responde poniéndose de un lado o del otro. Jesús dice una parábola y perturba a todos.

 

 

 

Jesús respondió: “Un hombre cayó víctima de ladrones mientras bajaba de Jerusalén a Jericó. Lo desnudaron, lo golpearon y se marcharon dejándolo medio muerto.

 

Desde el principio, Jesús ya nos sorprende porque pone la escena en el camino. El camino es un lugar de paso, un espacio diseñado para experimentarse rápidamente con la mente en la meta. Un lugar que “distrae” de los demás, porque estamos enfocados en pasar, en la urgencia de llegar. ¿Qué sucede en este espacio de paso? Un hombre es atacado y se está muriendo. Ese moribundo, tal vez, habría perdido la fe en la humanidad. Es interesante que Jesús nos coloca ante una herida que no solo es física, sino que también puede ser psíquica. Si sobrevive, ¿cómo puede seguir confiando en los demás?

 

Bajaba por ese camino un sacerdote que, al verlo, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio, lo vio y dio un rodeo.

 

Aquí tenemos dos figuras que representan lo que era sagrado en la época de Jesús: un sacerdote y un levita. Ambos, por razones de rango, tenían la obligación de permanecer puros para celebrar los ritos del templo. En aquel tiempo, permanecer puro significaba guardar estrictas reglas rituales. Tocar sangre o un cadáver significaba volverse impuro, y no estar disponible al menos siete días para oficiar los rituales. Al no querer excusar esos arquetipos de lo sagrado, los dos personajes son figuras de quien se dirige rápidamente hacia su destino y, durante su jornada, se horroriza ante el pensamiento de contaminarse y no estar disponible para cumplir sus labores. San Vicente exhortaría a personas como ellos a “dejar a Dios por Dios.

 

Pero un Samaritano que iba de camino llegó junto a él, al verlo, tuvo compasión. Se acercó, vendó sus heridas y echo en ellas aceite y vino; lo montó luego sobre su propia cabalgadura lo llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente sacó dos denarios (dos monedas de plata) y se los dio al posadero diciendo. Ciudad de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva.

 

Aquí Cristo causa una revolución. Él destruye nuestras leyes y nos introduce a la Ley de Dios, a la última llamada, a nuestra vocación como Hijos del Padre. Porque el samaritano es un personaje cualquiera. El Samaritano es el mas despreciado de todos. No es un simple marginado, sino una persona odiada, porque es impuro, pagano y cismático. De hecho, los samaritanos, en un ataque al sincretismo, construyeron un templo alternativo al templo de Jerusalén en donde sacerdotes impuros oficiaban. Aún así, Cristo nos dice que la salvación puede venir de ellos, de los extranjeros, odiados, rechazados y aislados. ¿Por qué? Incluso el extranjero, como todos nosotros, puede ser movido por compasión. En realidad, el termino que el Evangelio utiliza el esplanchnisteque significa “movimiento de entrañas”.

 

 El samaritano realiza muchos gestos que aún hoy nos enseñan. Primero que nada, se detiene y mira. Siempre tenemos prisa por una u otra razón y no vemos y no podemos detenernos. Él ve y se detiene, se detiene y escucha. Dios también habla través de su cuerpo. Aquellas entrañas que se mueven son las que sufren con el otro. Somos un cuerpo místico y el dolor de los otros es también nuestro dolor. El samaritano también hace algo que es impensable hoy, se responsabiliza de sus acciones. En un mundo donde la caridad está al alcance de un “click”, el samaritano no delega el cuidado del otro, sino que baja de su caballo y se hace cargo del hombre afectado. Aquí regresamos al inicio de la parábola. Imaginemos a un hombre que ha sido atacado despertando al día siguiente en una posada, sano y salvo. Imaginémoslo preguntando que paso e imaginemos su asombro cuando se entera de que un extranjero, a quien él también pudo haber odiado, lo rescató. Un samaritano anónimo que realizo un gesto de misericordia, quizá sanaría esa desconfianza en la humanidad causada por el ataque de los bandidos. Aquí Jesús nos confronta con dos grandes verdades; que todos somos portadores de salvación y que nuestro anonimato no será tal ante los ojos de Dios, pero que el anonimato es necesario a los ojos de los hombres para no producir esa dependencia que la beneficencia genera entre el benefactor y el beneficiario.

 

¿Cuál de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó víctima de los bandidos? Él respondió: El que practicó la misericordia con él. Jesús le dijo: Vete y haz tú lo mismo.

 

La parábola concluye con una invitación a la misión. Jesús no ofrece ninguna definición de prójimo, pero dice: ve, detente, escucha la voz misericordiosa de Dios, que actúa dentro de ti y asume las responsabilidades como hijo de Dios. Jesús explica como reconocer, en cada tiempo, a nuestro prójimo porque sólo a través del dolor de la persona afligida podemos amar a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con todas nuestras fuerzas y con toda nuestra mente.  

 

Girolamo Grammatico

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