Hoy, no necesitaríamos multiplicar palabras, tamaño el misterio que nos envuelve al contemplar la pasión y muerte del Señor. El amor hecho servicio en el lavapiés ahora se entrega en la cruz (cf. Jn 18,1-19,42). Y lo hace libremente, para decirnos que fuimos reconciliados y salvados por un amor sin límites. El Crucificado tomó sobre sí nuestros dolores y dramas, sufrimientos, angustias y esperanzas. Nada dejó de ser redimido. Desde entonces, nadie puede sentirse abandonado y solo. “Tengamos por seguro que Dios nos concederá la gracia de cargar serenamente nuestra cruz, de seguir de cerca a Jesucristo y vivir de su vida en el tiempo y en la eternidad” (SV XII, 227). Con su muerte, Cristo descendió a nuestras soledades, disipó nuestras tinieblas, ahuyentó nuestros miedos. Y, este Viernes, nos ponemos a los pies de su cruz, con María, su madre, y con aquellos que se mantuvieron fieles hasta el fin. Al verlo crucificado, tomamos conciencia de lo mucho que recibimos y de todo lo que aún nos cabe hacer para corresponder a un amor tan grande. Que sepamos ponernos al lado de los crucificados de la vida, con la solidaridad del Cirineo, con la compasión de las discípulas, con la serena fortaleza de la Madre.

Vinícius Augusto Teixeira, C.M.

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