Este vocabulario se compone del latín tardío «mortificāre»; formado de «mors» o «mortis» muerte y del sufijo «ficar» del latín «ficāre» de la raíz de «facĕre» que significa hacer.

Para San Vicente la mortificación es una de las condiciones esenciales de los discípulos de Cristo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo y tome su cruz de cada día” (Lc 9, 23) La auténtica espiritualidad, es aquella que hunde sus raíces y es vivida y centrada en la persona de Jesús.

Para nosotros los hijos de Paúl, esta virtud consiste en morir a nosotros mismos para que Cristo reine en nosotros. Es la virtud de la entrega total, pensar primero en los hermanos sobre todo en los pobres, antes que en uno mismo. Seremos verdaderos misioneros, y llegaremos a la cima de la santidad si seguimos las huellas de Cristo, renunciando a nosotros mismos y mortificándonos en todas las cosas. (SVP. IX, 427).

Y el Fundador, nos continúa animando a vivirla, pues es la virtud que luego de las penas y sufrimientos nos conduce a los goces eternos: “¡Animo! ¡Tras la fatiga viene el contento! Cuanta más dificultad encuentran los fieles en renunciar a sí mismos, más gozo tendrán luego de haberse mortificado. Y la recompensa será tan grande como ha sido el trabajo. Por consiguiente, es la mortificación la que quita en nosotros lo que le disgusta a Dios; ella es la que hace que llevemos la cruz detrás de nuestro Señor y que la llevemos cada día, como él lo ordena, si nos mortificamos todos los días. La señal para conocer si uno sigue a nuestro Señor es ver si se mortifica continuamente. Esforcémonos en ello, hermanos míos, de modo que no pase un sólo día sin haber hecho al menos tres o cuatro actos de mortificación. Entonces será verdad que seguimos a nuestro Señor. Entonces seremos dignos de ser discípulos suyos. Entonces caminaremos por el camino estrecho que conduce a la vida. Entonces él reinará en nosotros durante esta vida mortal, y nosotros con él en la eterna” (SVP.XI, 523).

VENERABLE JUAN FRANCISCO GNIDOVEC, C.M. – 1856 – 1939

Monseñor Gnidovec, de origen esloveno (como nuestro actual Superior General) siendo sacerdote diocesano, se sintió atraído a la Comunidad por la vida austera y entregada de nuestros misioneros.

Cuando tenía 57 años inició su vocación vicentina, y a solo 5 años de estar en la Congregación fue elegido obispo de Skople (Macedonia), región que se prolongaba hasta el Kosovo, con muchos ortodoxos y musulmanes. Con ellos y con los católicos tuvo un celo desbordante, no escatimando esfuerzos: por encima de todo estaba el llevar el evangelio, era un misionero como sus hermanos, con grandes caminatas en el día y la noche, confesando hasta el amanecer, contentándose con un poco de pan, un pedazo de queso y una taza de té.

Dejemos que nos hable una santa que lo conoció, y a quien sin duda nosotros los Vicentinos y el mundo le creemos:» Nuestro obispo Gnidovec era un santo. Todos lo llamábamos así. Fue un gran sacerdote a semejanza del corazón de Jesús; de corazón sencillo y dócil. Cuando partía a las misiones ofició la misa por mí, me administró la comunión y me bendijo con estas palabras: ‘Usted va a las misiones. Dele a Jesús todo, viva sólo por Él, pertenézcale sólo a Él, sacrifíquese sólo por Él. Que Jesús le sea todo en su vida’. Estoy convencida que pide por mí y que tengo en él un defensor ante Jesús «. Madre Teresa de Calcuta.

Marlio Nasayò Liévano, c.m.
Provincia de Colombia

 

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