Los indígenas ngäbe de Panamá mantienen una rica tradición oral de mitos y canciones sagradas que se centran principalmente en el orden cósmico y nuestro lugar dentro de él. Un mito cuenta sobre el conflicto entre dos jefes, gigantes de cada lado de la cordillera tropical de Talamanca. Comienzan a luchar, de un lado a otro de la división de la montaña, cada uno trayendo consigo su clima dominante; el jefe del lado del mar Caribe ocasiona fuertes lluvias, el jefe del lado del océano Pacífico trae el sol. Al final gana el jefe del lado del Pacífico, pero permite que el jefe del lado del Caribe permanezca en la cima del bosque tropical, convertido en un árbol fuerte. La historia termina haciendo ver que las tormentas feroces vienen del otro lado de las montañas si alguien accidentalmente toca este árbol en el bosque profundo.

Esta es una versión abreviada de uno de los muchos mitos ngäbe donde los personajes principales asumen la forma de árboles, animales u otras entidades forestales. Al crecer estos indígenas escuchando a los ancianos narrar tales historias, podemos entender cómo la visión del mundo ngäbe fomenta un gran respeto por el orden cósmico y el bosque viviente. También podemos entender por qué los pueblos como los ngäbe están dispuestos a dar sus vidas para proteger los bosques y los ríos de las interminables amenazas de deforestación que provoca el modelo de consumo mundial.

La deforestación tropical está incrustada en nuestra vida cotidiana

En 2019, cada seis segundos se perdió lo relativo a un campo de fútbol de bosque tropical en el mundo; casi ciento doce mil kilómetros cuadrados de bosque natural irrecuperable en solo un año. Desde 1990, la deforestación mundial ha despojado a una masa terrestre más extensa que Sudáfrica, o dos veces el estado de Texas. Sabemos que no solo lamentamos la pérdida de árboles; la biodiversidad de los bosques tropicales contiene alrededor de ochenta por ciento de los animales terrestres del mundo. Panamá, por ejemplo, es uno de los territorios más biodiversos del planeta, sobre todo en lo que respecta a la densidad de esa biodiversidad. Novecientas setenta y ocho especies de aves residen en sus bosques tropicales, y en un kilómetro cuadrado de estos territorios existen más especies de plantas y animales que en áreas mucho más grandes de la Amazonía. Las estadísticas varían, pero se estima que Panamá está perdiendo alrededor de uno por ciento de su cubierta forestal por año, con consecuencias acumulativas que son devastadoras no solo en el aspecto ecológico sino también en la vida cultural, social y económica de las comunidades marginadas, en particular los pueblos indígenas.

¿Qué es lo que está impulsando esta continua deforestación, incluso después de decenios de una creciente conciencia mundial sobre sus graves consecuencias? La respuesta es una realidad compleja de varios factores que ilustra cómo muchos aspectos de la vida moderna dentro del modelo económico mundial están directamente relacionados con la “deforestación incrustada”. Además de la más obvia extracción de madera para diversos productos como el papel, la minería para surtir la tecnología y la industria ha estado invadiendo en las últimas décadas bosques tropicales anteriormente inviables, con la ayuda de nuevas tecnologías y productos químicos que resultan intensamente destructivos. Los proyectos de producción y transmisión de energía, como las presas hidroeléctricas y las líneas de cable, son causantes de una parte cada vez mayor de la pérdida de bosques. La sustitución de la agricultura de subsistencia y de pequeña producción, tradicionalmente biodiversa, de las comunidades campesinas e indígenas, por la agroindustria de monocultivo ecológicamente destructiva, es otro importante factor de deforestación. El aceite de palma, por ejemplo, cuyas plantaciones son responsables de una parte importante de la deforestación tropical, puede encontrarse en casi todo, desde el champú y el desodorante hasta el biocombustible y muchos productos alimenticios. Sin embargo, tal vez el mayor contribuyente a la deforestación en curso está directamente relacionado con nuestra mesa: la carne que consumimos exige grandes extensiones de tierra para el pastoreo y la producción de alimentos para animales. La ganadería se cita como el mayor factor de deforestación en la Amazonía, y muchos de los supuestos “incendios forestales” que tienen lugar allí son provocados intencionadamente por las empresas ganaderas. Como factor importante que contribuye al Cambio Climático, la deforestación para el pastoreo de animales y la producción de pienso ocupa el segundo lugar después de la quema de combustibles fósiles. Los bosques tropicales absorben una inmensa cantidad de carbono, pero al ser devastados por el hombre este elemento es liberado en la atmósfera, creando un desequilibrio climático planetario cada vez más dañino.

Sin ver el bosque ni los árboles

La deforestación ha sido reconocida desde hace mucho tiempo por la comunidad mundial como una grave amenaza para la salud humana y planetaria; la dificultad ha consistido en transformar esa comprensión en medidas concretas. En 2014, más de doscientos gobiernos, empresas y organizaciones no gubernamentales firmaron la “Declaración de Nueva York sobre los Bosques”, de carácter voluntario y no vinculante, con el compromiso colectivo de reducir a la mitad la deforestación anual para 2020 y detener por completo la pérdida de bosques naturales para 2030. Pero como tantas declaraciones de buena voluntad (como el Acuerdo de París), resulta prácticamente inútil, ya que la deforestación sin límites continúa. Una evaluación quinquenal de la iniciativa en 2019 se titula “Una historia de grandes compromisos y, sin embargo, de avances limitados”.

En el actual ambiente impulsado por el mercado, en el que la naturaleza se entiende como una mercancía, las supuestas soluciones propuestas por los gobiernos y las empresas a menudo no se enfrentan a las raíces del problema. Un ejemplo son los planes de reforestación que acompañan a actividades como la minería, requisitos que tratan de dar la apariencia de mitigar un daño ecológico evidente. Los proyectos de reforestación con la iniciativa de lucro en su núcleo no reemplazan la inmensa diversidad de los bosques naturales. Las estimaciones muestran que alrededor de dos tercios de esos proyectos de reforestación dan lugar a explotaciones de teca, una especie nativa del Asia meridional que, cultivada en el modelo de monocultivo de explotaciones arbóreas, produce efectos devastadores para el suelo y el agua. Si bien la teca se cita en la industria maderera como respetuosa del medio ambiente debido a su resistencia a los insectos y, por consiguiente, su escasa necesidad de plaguicidas, esta misma calidad deja a los bosques de teca, tan comunes hoy en día en países como Panamá, como “bosques muertos” misteriosamente silenciosos sin esperanza de ser habitados por aves y otros animales tropicales. Como se afirma en la encíclica Laudato si’, “el reemplazo de la flora silvestre por áreas forestadas con árboles, que generalmente son monocultivos, tampoco suele ser objeto de un adecuado análisis” y puede “afectar gravemente a una biodiversidad que no es albergada por las nuevas especies que se implantan” (Laudato si’ 39).

Otro ejemplo de una solución impulsada por el mercado para la deforestación es el comercio de “créditos de carbono”, en el que se preservan determinadas zonas forestales como contrapartida por la continua contaminación industrial en otra región. Se trata de otra falsa solución neoliberal que no comprende la interconexión de la comunidad mundial y promueve un modelo comercial de “pagar para contaminar”, algo común ya que las empresas incluyen ahora los costos del daño ambiental en sus presupuestos anuales.

El bosque a través de los ojos de la fe

El actual enfoque ecológico de la reflexión teológica y acción de la Iglesia, especialmente desde la publicación de la carta encíclica Laudato si’, ha puesto de relieve que el cuidado de nuestra Casa Común ya no es una cuestión periférica o la preocupación de unos pocos, sino más bien central para la auténtica vivencia de nuestro discipulado. Por lo tanto, ante este problema aparentemente abrumador de la deforestación, ¿de qué forma debemos responder como personas de fe?

Tal vez nuestros pasos deberían centrarse tanto en la conversión como en la acción. La verdadera conversión ecológica nos invita a llegar a una experiencia más profunda de la grandeza de la creación de Dios, a un conocimiento profundo de nuestra interdependencia en esta “red de vida”. Esto requiere la decisión consciente de contemplar el esplendor de la creación, el rostro del Creador manifestado en la criatura más pequeña, sabiendo que la naturaleza no es “algo separado de nosotros o como un mero marco de nuestra vida” (Laudato si’ 139). Como seres creados, nuestra experiencia de lo divino proviene de nuestros sentidos, de nuestra experiencia del mundo que nos rodea. “Cuando tomamos conciencia del reflejo de Dios que hay en todo lo que existe, el corazón experimenta el deseo de adorar al Señor por todas sus criaturas y junto con ellas” (Laudato si’ 87). En este sentido, la crisis ecológica no puede abordarse como una mera serie de problemas técnicos, sino más bien como una crisis de relación; una necesidad de renovar nuestra conexión con el mundo que nos rodea y con todas las criaturas de Dios, que tienen un valor intrínseco que va mucho más allá de su utilidad para satisfacer nuestras necesidades o deseos.

Los bosques naturales han sido entendidos como lugares sagrados del misterio divino a lo largo de la existencia humana, y siguen siendo justamente eso para los pueblos y culturas que no han reemplazado el misterio divino con un credo tecnocrático. El proceso del Sínodo sobre la Amazonía puso de relieve la relación particular que los pueblos indígenas tienen con el bosque, y al hacerlo reveló importantes lecciones para todos nosotros. El bosque, tal como lo experimentan los pueblos indígenas, “no es un recurso para explotar; es un ser, o varios seres con quienes relacionarse”. El conocimiento ecológico indígena muestra una profunda sabiduría que “inspira el cuidado y el respeto por la creación, con conciencia clara de sus límites, prohibiendo su abuso”, afirmando que “abusar de la naturaleza es abusar de los ancestros, de los hermanos y hermanas, de la creación, y del Creador, hipotecando el futuro”. En un grito profético para poner fin a la salvaje destrucción del bosque y otros ecosistemas, con la pluralidad de la devastación social, cultural y ecológica, los pueblos indígenas proclaman que “somos agua, aire, tierra y vida del medio ambiente creado por Dios. Por lo tanto, pedimos que cesen los maltratos y el exterminio de la Madre tierra. La tierra tiene sangre y se está desangrando, las multinacionales le han cortado las venas a nuestra Madre tierra” (Querida Amazonia 42).

Recorriendo un nuevo camino

La verdadera conversión ecológica siempre se transformará en acciones concretas, nuevas formas de ser y de relacionarse con toda la creación y la familia humana. Podemos tomarnos un tiempo rutinario para separarnos del ruido que a veces nos abruma y contemplar el misterio interminable de la creación de Dios, permitir que Dios venga a nosotros, penetre en nuestro ser y nos lleve a un conocimiento más allá de las palabras de que “todo es uno”. Como individuos, familias y comunidades, también hay varias medidas tangibles que podemos tomar para disminuir la deforestación, como reducir nuestro consumo de productos de madera y papel, evitar los productos de un solo uso, reducir o eliminar nuestro consumo de carne y plantar árboles nativos. Al final, se trata de vivir una vida concienzuda, respetando la íntima interconexión de todas las cosas y todos los pueblos, y reconociendo las consecuencias de nuestras decisiones diarias.

Sin embargo, tenemos que tomar en cuenta que el efecto acumulativo de las acciones individuales no es suficiente si no confrontamos las injusticias políticas y empresariales que están devastando los bosques tropicales del mundo. Incluso las protestas aisladas contra megaproyectos específicos se quedan cortas si no se traducen en un cambio legal, político e industrial permanente. Así como nuestro llamado al discipulado es comunal, también lo es nuestro compromiso de restaurar relaciones armoniosas en nuestra Casa Común. Organizarnos como comunidades y colaborar con otros que trabajan por un cambio real es de vital importancia. Las nuevas redes eclesiales ambientales que están surgiendo en la Amazonía, el Congo y Mesoamérica han presentado modelos esperanzadores que destacan la importancia de colaborar y trabajar juntos, desde la perspectiva de la fe, para afrontar numerosos problemas complejos e interrelacionados. Estas redes miran más allá de las fronteras políticas para abordar los biomas como organismos vivos que deben ser respetados, protegidos y renovados. Han sido fundamentales en la fundación de estos nuevos movimientos los conocimientos ecológicos y las formas de ser de los pueblos indígenas, respetándolos como líderes y guías en este proceso de restauración y nueva vida.

Que todos sigamos con sinceridad el camino de la conversión ecológica y convirtamos ese nuevo entendimiento en acciones concretas que respeten la grandeza de nuestra biodiversa Casa Común. Que los árboles se mantengan firmes, dando testimonio de una historia que nos precedió durante mucho tiempo y la promesa de un futuro planetario saludable para las futuras generaciones.

¡Alabado sea!
Joe Fitzgerald, CM

José Fitzgerald, CM, es un sacerdote vicentino originario de Filadelfia que ha vivido con los indígenas ngäbe en Panamá desde 2005. Es doctor en Teología por la Universidad Pontificia Bolivariana de Colombia y es el autor de Danzar en la casa de Ngöbö: Resiliencia de la Vida Plena ngäbe frente al neoliberalismo (Editorial Abya Yala, 2019).

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