Mi mamá trabajó durante toda su vida en un Colegio de las Hijas de la Caridad y por lo tanto mis hermanos y yo fuimos siempre a ese Colegio. Allí conocí a muchas de las hermanas y creo que de algún modo cada una fue marcando parte de mi vida. En la secundaria, tiempo de críticas y rebeldías, a mí me llamaba la atención una de ellas… se llamaba Elsa. Uruguaya con miles de problemas de salud, sobre todo en las piernas. Estaba a cargo de las chicas que en ese entonces vivían en el Colegio y de las ventas de golosinas en los recreos. Sor Elsa tenía dos características, cuando te veía mal, por algún examen o problema te llamaba y decía: “sobrino, ¿qué te pasa?” y con un caramelo iniciaba la charla y por otro lado siempre, siempre la veías sonriendo. Sentada en su sillón entre la casa y la capilla, Sor Elsa generaba un poco de luz en el Colegio.

Hasta hoy día me llama la atención que con tan poco una persona pueda dar tanto, con una sonrisa, provocar la alegría.

A razón de justicia, debo decir que Sor Elsa no es la única mujer que marcó mi vida.

Soy testigo de la valentía de María, una joven que, llorando embarazada y con un novio que solo le daba una opción, la de abortar, se hizo cargo de ese niño enfrentado familia, grupo de parroquia y su propia inseguridad, apostando todo por la vida.

Soy testigo del servicio de Antonia o el de Ruth que dejando el tiempo con la familia e incluso para el descanso, preparaban bolsas de alimento y ropa para los pobres o los visitaban en sus casas para compartir desde su pobreza.

Soy testigo de la fortaleza de Andrea y como se ha enfrentado a la burocracia para conseguir medicamentos para su hijo cuadripléjico.

Soy testigo de la lucha de Miriam, Nora y otras que a pesar de ser perseguidas lograron la libertad para un pueblo.

Soy testigo de la mortificación de Norma, cuando la escuché decir “coman ustedes que yo no tengo hambre” o de Stella, aquella mujer que se veía descuidada en su imagen porque lo único que tenía se lo brindaba a sus hijos.

Soy testigo de la vida en Marta que, siendo abuela, se transformó en madre de sus nietos. O de Roxana, una mujer capaz de mirar con ojos de madre a aquel que no dio a luz.

Soy testigo de la misericordia de Mónica cuando llorando abrazaba a su hijo preso diciéndole que “no importa lo que hayas hecho, sea lo que sea, yo te perdono”.

Soy testigo de la fe de Josefina, una joven mamá que perdiendo a su hijo de un año pudo permanecer de pie con el corazón roto pero al lado de Jesús.

Como ellas hay miles de mujeres que nos han devuelto las esperanzas y la alegría. Miles que se han transformado en modelo de camino.

Hoy gracias a una de ellas somos testigos de la resurrección, cuando contemplamos a aquella mujer que en la oscuridad de la noche fue a buscar a su maestro, a pesar de la tristeza que había en su corazón, que fue capaz de reconocer la voz del Amado aun en el dolor, pero sobre todo, hoy somos testigos de la vida gracias a que, más allá de su condición, rompió todo esquema social para convertirse en la primera misionera del Resucitado.

Gracias a todas las mujeres que son parte de nuestra historia y sobre todo, gracias a todas aquellas que nos transmiten su fe en Cristo Resucitado.

P. Hugo Marcelo Vera, CM

 

 

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