No hay duda, que entre los célebres hijos del Señor De Paúl ninguno tan conocido en el mundo y en la Iglesia como el Padre Perboyre. Cuando en el transitar misionero nos encontramos con antiguos discípulos nuestros, ya sean obispos, sacerdotes o seglares, no falta la alusión a la figura de este misionero, que más que ningún otro, los tocó profundamente y los animó en su vida sacerdotal o laical.

La realidad tan inesperada como misteriosa de la pandemia del coronavirus, a unos y otros nos ha llevado a desempolvar esta extraordinaria figura, y a considerar la propuesta de muchos de ver en él un símbolo del coronavirus y un patrono contra esta pandemia. El evocar su figura, nos lleva a mirarlo colgado de una cruz en Wuhan y martirizado por asfixia. Pero, esta reflexión quiere tomar otro aspecto, que puede llevarnos a quienes somos sus hermanos de Comunidad, y a quienes se asoman con ilusión a ella, el considerar otra dimensión de su vida, que sea como una luz que pueda iluminar nuestra vida.

Desde un comienzo Juan Gabriel tuvo una gran lucidez, en cuanto al camino al que el Señor le había llamado: hacia una Comunidad misionera, identidad bien clara, orientada a la propia santificación, a la formación de dignos ministerios del altar y a la evangelización de los últimos de la sociedad, durante todo el tiempo de la vida. Así lo recordó con entusiasmo Juan Pablo II el día de su canonización: “Tenía una única pasión: Cristo y el anuncio de su Evangelio”.

Pero esta pasión por la difusión del Evangelio y su celo por hacer amar y conocer a Cristo y a la Iglesia, no la hizo solo sino en unión y en nombre de una comunidad, llamada Congregación de la Misión.

Por gracia del Señor han llegado hasta nosotros algunos de sus escritos. La adhesión de Perboyre a la Compañía, queda fácilmente demostrada en sus cartas. Mantenía una comunicación oportuna con su Visitador provincial el P. Juan Bautista Torrette, que, aunque como es natural, no siempre estuvieran de acuerdo, pero por encima de todo reinaba en él el respeto y la obediencia. Es de resaltar la manera libre como expresa su opinión respecto de la organización de la misión; su interés por impulsar vocaciones nativas… Al P. Le Go, c.m. le escribía el 9.IX.1835: “Sabes que todo lo que concierne a la Congregación me llega al alma …” “Aunque siempre he deshonrado esta familia, estoy entrañablemente unido a ella, y por ella mil veces daría mi vida”, al P. Santiago Perboyre, c.m. 13.IX.1835. Su amor a la Comunidad, tal como es, en sus avances como en sus luchas.

No dejaría de recordar una y otra vez las palabras de San Vicente, que él enseñó a sus seminaristas en París y, que ahora en el campo misionero había que vivir no de manera romántica sino real: “La Caridad es el alma de las virtudes y el cielo de las comunidades…” (XI,768). Cuánto gozaba con los encuentros comunitarios, que por cierto no eran frecuentes, pero que cuando se daban, eran un rico espacio para comentar los afanes de las fatigas misioneras con sus cohermanos, descansar un poco y profundizar más su comunicación con Dios. El retiro anual, al que era muy fiel, rehacía sus fuerzas desgastadas, por las largas caminatas bajo el ardiente sol chino. Es muy seguro, que en uno de estos retiros tuvo una ayuda providencial del P. Baldus, ante quien abrió su corazón para manifestarle “la noche oscura de la fe” por la que pasaba, siendo esta ocasión la gracia, en la que un hermano le fortaleció, para continuar el seguimiento del Señor.

Hoy se insiste mucho en ser “constructores”, y no “consumidores” de Comunidad. Ante la humana fragilidad, siempre lo más fácil es buscar compensaciones fuera de la comunidad, ser “luz en la calle y oscuridad en casa”, obreros exigentes reclamando ardientemente los derechos, pero holgazanes, olvidando los deberes de estado. ¿Qué otra cosa se nos pide hoy, que lo que nos dejó San Vicente en las Reglas Comunes? VIII, 2.

“A fin de que la caridad fraterna y la santa unión reine siempre y se conserve perpetuamente entre nosotros, todos se tendrán mutuamente sumo respeto, aunque como buenos amigos que tienen que vivir siempre juntos…”

 

Y qué mejor oración, para implorar del Señor el ser misioneros constructores de comunidad, al estilo de San Juan Gabriel Perboyre, que esta súplica del Santo Fundador al Señor:

“Oh divino Salvador, inspira la caridad en todos los corazones de quienes has llamado a formar parte de esta Congregación, porque solamente por este amor mutuo los fuertes sostendrán a los débiles y todos llevaremos a cabo la obra que benignamente nos habéis confiado” XI, 769.

 

  1. P. Marlio Nasayó Liévano, c.m.
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