Respuesta al Hermano Francisco Berbegal CM.

El Hermano Francisco ha puesto sobre la mesa no sólo algunos de los principios esenciales de la cultura vocacional, que humildemente he intentado recoger en mi libro Donde Dios nos Quiere, si no que, además, logra puntualizar algunos desafíos que se concretan en la vida de cada provincia, comunidad y misionero, si se intenta revitalizar lo esencial de nuestra vocación como se entiende desde la cultura vocacional.

Lamento no tener la “receta mágica” que solucione de forma inmediata las dificultades que se puedan enfrentar en la “vida espiritual” y en “nuestros ministerios con los pobres” como sagazmente nos lo ha presentado el Hermano Paco, pero tengo la certeza, que el método más evangélico dista muchísimo de las soluciones rápidas que suelen ser fruto de las decisiones ansiosas que pretenden separar antes de tiempo el trigo de la cizaña.

En realidad, considero que ambas dificultades tienen en común una raíz: la inconsistencia o disonancia entre los valores que se proclaman en la institución (por ejemplo: “místicos de la misión” o “los pobres son nuestro lote y heredad”) y lo que se siente, se vive y hace. O sea, una mentalidad vicentina bastante clara, con problemas para sentir y generar la acción carismática.

La solución no es simple ni fácil porque se trata de un modelo inconsciente de ser misioneros, ser congregación o ser provincia, bajo un bienintencionado intento de encarnar el carisma a partir de estructuras, que no es lo mismo que auténticos procesos; y me parece que, para llegar a lo fundamental de la reflexión, se deben distinguir ambas cosas, e incluso, que la primera se ordene a la segunda. Veamos:

Una estructura son las piernas, en cambio, un proceso es caminar. Si a una persona se le amputa una pierna, podrá volver a caminar con una prótesis; y entonces, tendremos que su proceso de caminar continúa, pero las estructuras antiguas ya no se ajustaban a la necesidad. En el campo vocacional el asunto es bastante más complejo, no se trata simplemente de abandonar unas estructuras por otras (como erróneamente algunos lo hicieron en décadas anteriores), pero tampoco de defender las estructuras que se tienen a ultranza.

En algunas ocasiones, cuando se genera una reflexión seria y profunda (mentalidad) se intenta responder creando estructuras (una actividad en el calendario, una charla sobre un tema, una campaña que comienza y acaba, por citar ejemplos), que si bien, pueden ser beneficiosos para un buen proceso, sorprende la ingenuidad con la que esperamos que la estructura produzca frutos automáticos. Por eso, al poco tiempo, vendrá otra persona, y con el mismo candor creará una nueva estructura, y el ciclo se repite mientras las fuerzas disminuyen y comienza, poco a poco, a reinar el sentimiento que se haga lo que se haga “ya nada funciona”.

Con los ejemplos que nos presenta el Hermano Paco, podríamos decir, que si hemos sido formados en un sistema donde predominó el elemento racional, e incluso la espiritualidad se abordó desde una perspectiva llena de gran exactitud científica, no es difícil que la riqueza mística del carisma vicentino se haya delegado a “algunos espacios”, es decir, a algunas estructuras, que por preciosas que sean (¡nada más grande que la Eucaristía!), con el paso de los años, si no se forma la sensibilidad, los podríamos convertir en una “espiritualidad sin profundidad, de forma desencarnada y alejada de los pobres”. Lo mismo sucede con nuestros apostolados, aunque se hagan revisiones de nuestras obras, si el criterio de fondo (no siempre verbalizado) es “¿qué obras podemos sostener todavía?, ¿cuál es la forma más valiente de morir “con las botas puestas?”, en lugar de cuestionarnos “¿cómo nos proyectamos hacia el futuro?, ¿cómo responder con fidelidad creativa a los nuevos desafíos?”  es muy posible que estemos invirtiendo nuestros esfuerzos en pintar el edificio de nuestras estructuras y no hay tiempo ni energía para hacer opciones que generen verdaderos procesos de cultura vocacional.

¿Qué hacer entonces?

Insisto que estamos lejos de algo fácil de resolver, y no pretendo dar un abc que encierre una solución definitiva, pero me parece que algunas pautas a sugerir podrían ser las siguientes:

  1. Evaluarnos sin miedo a la incomodidad: Cada misionero (comenzando siempre en primera persona) debería de aprovechar la intuición profética del Papa Francisco en cuanto a la sinodalidad en la Iglesia. Incluso, a tenor de la preparación congregacional hacia la Asamblea General 2022, es momento propicio de hacer una pausa para escucharnos y dejarnos incomodar por quienes nos rodean. Es tiempo de preguntarnos: ¿Cómo nos ven? ¿Cuál es el sentir de nuestro papel en el mundo en el que me relaciono? ¿Qué signos de vida y qué indicadores de inconsistencias encuentro en la evaluación que los otros hacen de mí? No habrá proceso de Cultura Vocacional si no hay capacidad de hacerse preguntas incómodas que sean cada vez más profundas. Salirse por la tangente o contentarse con lo superficial es un triste signo de mediocridad.
  2. Hacer opciones: Una opción no es lo mismo que una línea de acción escrita en un papel. Síntomas de una opción suelen ser: una cierta sensación de incomodidad con la realidad como la de Vicente de Paúl en Folleville (1617), incapacidad para desentenderse de esa iniciativa aun en los malos momentos personales, una sana dosis de incomprensión y críticas como las que vive el Papa Francisco; además, se comienza a observar que todos los recursos están en función de esa nueva opción, el personal, los bienes muebles e inmuebles, el tiempo, las energías; y finalmente, poco a poco se produce un llamativo contagio porque, aun en los lugares de más indiferencia religiosa, cuando se percibe un cierto “olor” a Evangelio auténtico, poco a poco se motiva a otros a sumar fuerzas.

Es cierto que sería de esperar que las opciones Congregacionales sean motivadas por nuestros superiores mayores, pero también es cierto que el papel de la comunidad local y la vida del propio misionero, gozan de gran autonomía y posibilidades para encarnar opciones proféticas. Sentarse a esperar que las soluciones vengan “de arriba” es volver al problema del alma ingenua que pone toda la fe en las estructuras.

  • Formación Permanente: Me temo que con frecuencia se entiende la formación permanente como una estructura más, como un conjunto de encuentros ocasionales o experiencias puntuales. Si las provincias no asumen la formación permanente con tanto y hasta más importancia que la inicial, difícilmente podremos aspirar a pasar de ideas claras a sentimientos como los de Cristo, o a tener ministerios que profeticen al mundo de hoy el carisma de San Vicente. La auténtica formación permanente no se dirige sólo a la mente, si no al corazón, busca revitalizar la vida y la vocación del misionero todos los días, y doblega todas las estructuras personales y congregacionales a esta necesidad. No hay que tener miedo a dejarnos acompañar por profesionales de la salud mental como algo periódico y habitual, recurrir a un mentor espiritual, a dedicar tiempo al compartir y no solo al trabajar, a desactivar “el modo repetición” de la vida de oración comunitaria y personal; y sobre todo, vencer la tentación farisaica de creer que ya no podemos cambiar, porque la formación permanente nos mantiene en actitud de discipulado hasta que partamos a la misión del cielo. La lista de ejemplos rebasa el espacio de este artículo, por eso invito a leer mi libro Donde Dios nos Quiere en sus páginas 149-166.

Querido Hermano Paco: no sé si he sido capaz de responder a tu inquietud, sólo he tratado de decir, en pocas palabras, que la Cultura Vocacional Vicentina no es una estructura, si no un proceso, y desde ese proceso se deben ajustar todas las estructuras que tiene una provincia. Es decir, si las obras, los edificios, la economía, la forma de vivir los misioneros, el tiempo, las energías, los proyectos, y toda nuestra vida, no reflejan la radicalidad y el profetismo de la cultura vocacional, si no se siente o se ve con claridad en las obras ese espíritu, es tiempo de evaluarnos sin miedo a la incomodidad, de hacer opciones y de asumir la formación permanente; en caso contrario, aunque nos aferremos a nuestras obras y trabajos, podríamos estar renunciando a tener un futuro.

P. Rolando Gutiérrez Zúñiga CM.

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