Por Jean Rolex, CM

Nuestro interés en este artículo es explorar, por qué los milagros tienen valor para los misioneros. Pero, antes de todo, ¿qué se suele considerar un milagro? A veces, se utiliza la palabra milagro de forma metafórica para indicar algo que es muy poco probable. Pero, en un sentido un poco más estricto se considera milagro cuando encuentra algo que no tiene explicación a partir de todo lo que sabemos de la naturaleza. El milagro en este caso es algo que es inexplicable. Y como tal, suscita admiración. No obstante, en la actualidad los milagros sigue siendo una cuestión muy abierta y debatida. Es un tema muy ambiguo. Por una parte, hay quien busca el milagro a toda costa; está siempre a la caza de hechos extraordinarios, se agarra a ellos y a su utilidad inmediata. Por otra parte, están los que no dan lugar alguno al milagro; lo miran, por el contrario, con un cierto hastío1. Son muchos los escritores que afirman los milagros como “una violación” al orden de la naturaleza. Entre ellos, encontramos a los deístas que rechazan los milagros ya que niegan la Providencia de Dios. Los agnósticos y los positivistas también los rechazan. Eso hizo que Auguste Comte considerara los milagros como el fruto de la imaginación. Hegel y los neo-hegelianos también afirman que los milagros no tienen sentido por lo tanto, no tienen futuro2. Por eso, asumen que los milagros son una apelación a la ignorancia.

A pesar de todo, ¿es verdad que los milagros no tienen ningún valor? ¿Se puede considerar los milagros como un adorno, una demonstración? ¿Se pueden eliminar los milagros en la vida de un cristiano sin debilitar toda la trama del Evangelio? ¿Qué podemos pensar de este fenómeno, que ha acompañado toda la historia de la salvación y continua acompañando en la actualidad la vida de Cristo, de la Iglesia y de los misioneros? Los milagros de Cristo son “expresión destilada de la misericordia de Dios en acción” (Fray Nelson). De hecho, el valor de los milagros realizados por Dios está en que, su presencia rodea por todas partes a sus hijos, nadie se queda fuera, ni tampoco los que se quieren alejar de ella, como no se escapa nadie del aire que respiramos ni del amor de un Padre (Cf. IX, 1118-1119). San Vicente en muchas ocasiones, volvía a esa presencia para confiarle sus preocupaciones, para afirmar su absoluta confianza en su protección. De hecho, esperaba todo, con buena voluntad, de la Providencia de Dios (Cf. IV, 499). En los milagros de Cristo, san Vicente descubrió el verdadero rostro amable del Padre, que es el Dios de Jesucristo. Un Dios que sigue actuando y que nos precede. Con razón, exhortaba a sus misioneros a cumplir la voluntad de Dios en todo. Puesto que, actuando así, imitemos a Cristo evangelizador de los pobres que tenía como norma: cumplir la voluntad de Dios en todo (Cf. XI, 448).

En efecto, los milagros en la Biblia no son nunca un fin en sí mismos, son de preferencia un incentivo y un premio a  la  fe.  Es  un  factor  en  la Providencia  de  Dios sobre los hombres. De ahí que la gloria de Dios y el bien de los hombres son los objetivos principales de cada milagro. Por lo tanto Dios no los realiza para reparar los defectos físicos en su creación, ni tienen por objeto producir, ni producen, el desorden o la discordia; ni contienen ningún elemento malo, ridículo, inútil o sin sentido. En este sentido, los milagros no están en el mismo plano que las simples maravillas, trucos, obras de ingenio o magia. La eficacia, la utilidad, el propósito de la obra y la manera de realizarla muestran claramente que debe atribuirse al poder divino. Efectivamente, el valor de los milagros está porque suscita la fe de los misioneros en Cristo y abre sin más a la esperanza de un mundo futuro. La fe que estimula la búsqueda y el atrevimiento. Hoy más que nunca, necesitamos misioneros buscadores y atrevidos. Buscadores de nuevas soluciones a nuestros problemas, buscadores de nuevos caminos, no caminos que no lleven a ninguna parte, sino caminos que nos lleven a la eternidad. Como misioneros vicentinos, es tiempo de atrevernos más, de emprender un nuevo estilo de vida, un nuevo encuentro con el Señor y con los demás.

Según san Vicente, lo más importante de nuestra vocación es trabajar por la salvación de las pobres gentes del campo, y todo lo demás no es más que accesorio. Para un misionero vicentino, continuar la misión de Cristo implica imitarle y revestirse de su Espíritu (Cf. XI, 410-412). San Vicente le recordaba siempre a los suyos, que imitar a Cristo significaba ir a los pobres en el nombre de Jesucristo y recordándoles que, al servir a los pobres, se descubre la imagen viviente de Jesucristo. En efecto, al servir a los pobres se sirve a Jesucristo (Cf. XI, 240). Por eso, los misioneros que dejaron todo para ir a lugares difíciles, vieron en los milagros de Cristo señales del Reino de Dios en el mundo. Descubrieron además, que en la vida de Cristo Evangelizador de los pobres sus milagros acompañan su predicación. Predicación que despertó en muchos misioneros la conciencia misionera. La alegría de ir a los países más alejados y más abandonados (Cf. XI, 362). La predicación de Cristo hace que los misioneros vicentinos están más cerca de aquel san Vicente, sensible a las llamadas de los países más lejanos diciendo: “no hay ninguna cosa que yo desee tanto” (III, 260). La disponibilidad para salir de misión llega a ser, para san Vicente, como el criterio de autenticidad de la vocación vicentina en la Compañía (Cf. XI, 289).

Ciertamente, el milagro más grande del universo que necesita un misionero vicentino es Jesucristo, la “Regla de la misión”. Definitivamente, los milagros de Cristo demuestran que Dios se ha hecho cercano en Cristo. Reina ya en medio de nosotros. Hace posible la misión y la caridad (Cf. IX, 537). Ayudan a los misioneros vicentinos a reconocer la luz de la Verdad. Les abren a la bondad de Dios, que ha querido compartir nuestra humanidad. En realidad, los milagros de Cristo no son una exhibición de potencia, sino signos del amor de Dios, que actúan ahí en donde encuentra la fe del hombre. De ahí, los milagros abren el corazón de los misioneros al proyecto misionero de la Iglesia.

Si en un milagro Dios muestra su amor al hombre. Ahora también, nos toca mostrarle a Dios nuestro amor luchando contra el mal y sirviendo a los pobres nuestros “amos y señores”. En la vida de los misioneros vicentinos, los milagros de Cristo no son solamente para quitar un problema, sino para dar vida nueva.

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1 Cantalamessa, R. (2001). Echad las Redes. Reflexiones sobre los Evangelios. Ciclo C. Edicep, Valencia.

2 “Milagro” en Enciclopedia Católica. Recuperada de https://ec.aciprensa.com.

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