Adviento 2003

Adviento 2003

A los miembros de la Congregación de la Misión

Mis queridos hermanos:

¡La gracia de nuestro Señor esté siempre con ustedes!

En mi primera carta de adviento, hace 11 años, concentré mi atención en María, la Madre de Jesús, y la describía como la discípula ideal, la primera de todos los santos, una creyente modélica que está ante Dios con humildad, confianza y libertad. Hoy, en esta duodécima y última carta, tras haberme detenido en muchos de los demás personajes del Adviento, retorno a María, pero desde una perspectiva diferente. Este año les pido que mediten conmigo sobre la “María histórica”. La pregunta que planteo es ésta: ¿qué conocemos realmente sobre la mujer a quien Dios llamó para ser la madre de su Hijo y a quien nosotros también llamamos la Madre de la Iglesia? Estoy convencido de que su vida fue muy diferente de la representada en los retratos idílicos de los pintores y en las rapsodias compuestas por músicos y poetas.

María, en realidad, se llamaba Miriam, como la hermana de Moisés. Muy probablemente nació en Nazaret, una pequeña ciudad de Galilea de unos 1.600 habitantes, durante el reinado de Herodes el Grande, un violento rey marioneta sostenido por el poder militar romano. Nazaret parece que fue de poca importancia para la mayoría de los judíos (“¿De Nazaret puede salir algo bueno?”, Jn 1, 46). Nunca se la menciona ni en las Escrituras hebreas, ni en el Talmud. María hablaba arameo con acento galileo (cf. Mt 26, 73), pero también estuvo en contacto con un mundo en el que se usaban varias lenguas. A veces oyó el latín que hablaban los soldados romanos, el griego que se usaba en el comercio y en los círculos educados y el hebreo cuando en la sinagoga se proclamaba la Torah.

María perteneció a la clase campesina, que a duras penas se ganaba la vida con la agricultura y con pequeñas actividades comerciales como la carpintería, el oficio de José y de Jesús. Este grupo social componía el 90% de la población y cargaba con el peso de mantener al estado y a la reducida clase privilegiada. La vida de María y de José era exprimida por una triple carga de impuestos: a Roma, a Herodes el Grande y al templo (al que, por tradición, debían el 10% de la cosecha). Los artesanos, que eran aproximadamente el 5% de la población, tenían unos ingresos medios aún más bajos que quienes trabajaban la tierra a tiempo completo. Por eso, para tener siempre la cantidad necesaria de alimentos, solían combinar su oficio con la agricultura. El retrato de la “Sagrada Familia” como un pequeño grupo de tres personas viviendo en un sereno y medio monástico taller de carpintero es bastante inverosímil. Como la mayoría de la gente de aquel tiempo, probablemente vivieron en una unidad familiar más amplia, de tres o cuatro casas con una o dos habitaciones cada una, construidas alrededor de un patio abierto y en la que los parientes compartían un horno, un aljibe y un molino para moler el grano y donde también vivían los animales domésticos. Como las mujeres de muchas partes del mundo actual, María probablemente pasaba una media de diez horas diarias ocupada en tareas caseras como acarrear el agua de un pozo o de una fuente cercana, recoger leña para el fuego, hacer las comidas y lavar los cacharros y la ropa.

¿Quiénes fueron los miembros de este grupo familiar extenso? El evangelio de Marcos habla de Jesús “¿... el carpintero, el hijo de María, el hermano de Santiago y José, Judas y Simón?; ¿no viven aquí, entre nosotros, sus hermanas?” (Mc 6, 3). ¿Eran estos “hermanos y hermanas” los hijos de la tía de Jesús (cf. Jn 19, 25) y, por tanto, primos? ¿Eran hijos de un matrimonio anterior de José? No conocemos su relación exacta con Jesús y María, pero parece probable que todos ellos viviesen en el mismo grupo de casas.

Por entonces y por lo general, en Palestina, las mujeres se casaban alrededor de los 13 años para sacar el máximo partido de la maternidad y asegurar su virginidad y, así, es probable que el compromiso matrimonial de María con José (Mt 1, 18) y el nacimiento de Jesús tuviesen lugar siendo ella muy joven. Lucas indica que María dio a luz a Jesús durante un censo ordenado por los romanos en torno al año 6 a.C., en una cueva o un establo donde había animales estabulados. Un pesebre sirvió de cuna, como hoy día los pobres refugiados usan cajas de cartón y otros recursos caseros como cunas provisionales para sus recién nacidos.

Sería un error pensar que María era débil, incluso a sus 13 años. Probablemente tuvo un físico robusto en su juventud e incluso en sus últimos años, dado que fue una mujer campesina capaz, estando embarazada, de caminar por el territorio lleno de colinas de Judea; de dar a luz en un establo; una vez al año más o menos, de hacer un viaje a pie de cuatro o cinco días hasta Jerusalén; de dormir a cielo abierto como los demás peregrinos y de dedicarse al duro trabajo cotidiano de la casa. Nos equivocamos cuando la representamos como la Virgen magníficamente vestida, de ojos azules y cabello rubios que pintara Fray Filippo Lippi y que con frecuencia embellece las postales de Navidad (¡incluidas las mías!). Bella o no, tendría los rasgos semíticos de las actuales mujeres judías y palestinas, muy probablemente de pelo negro y ojos oscuros.

Es dudoso que supiera leer y escribir, pues el analfabetismo estaba muy extendido entre las mujeres de aquel tiempo. La cultura, en gran medida, era oral y se basaba en la lectura pública de las Escrituras, en la narración de historias, la recitación de poemas y el canto de canciones.

Su marido, José, parece haber muerto antes de que Jesús comenzase su ministerio público. Sabemos que María, sin embargo, vivió durante todo su ministerio (Mc 3, 31; Jn 2, 1-12). Su separación de Jesús, cuando éste salió a predicar, probablemente fue para ella muy dolorosa. En un pasaje que siempre ha puesto en aprietos a los mariólogos, Marcos nos dice que la familia de Jesús pensaba que estaba loco (Mc 3, 21), pero qué madre, al ver a su hijo desafiar sin miedo alguno a las autoridades romanas (y esto a menudo significaba la muerte) no le habría dicho: “¿estás loco?”.

Juan nos dice que María estuvo presente en la crucifixión de Jesús (cf. Jn 19, 25-27), si bien los demás evangelistas guardan silencio sobre este hecho. En ese momento probablemente tendría cerca de 50 años, bien superada ya la edad a la que moría la mayoría de las mujeres de aquel tiempo. Vivió, al menos, en los primeros tiempos de la Iglesia. Lucas afirma que estaba en la sala superior, en Jerusalén, con los 11 apóstoles que habían quedado, “los cuales persistían unánimes en la oración con algunas mujeres ... y con sus parientes” (Hch 1, 14). Las hermosas pinturas e iconos de Pentecostés, en los que vemos la representación del Espíritu descendiendo sobre María y los 11 apóstoles, apenas hacen justicia al texto de Lucas, que indica que María estaba allí con toda una comunidad de 120 personas.

Después de Pentecostés, María desaparece de la historia. El resto de su vida está envuelto en la leyenda. Una imaginación despierta fácilmente se pregunta: ¿qué recuerdos, esperanzas y planes compartió con los hombres y mujeres de la nueva comunidad de Jerusalén, llena del Espíritu? ¿Continuó viviendo pacíficamente en Jerusalén como una mujer anciana, venerada como la madre del Mesías? ¿Manifestó su opinión sobre la aceptación de los gentiles en la comunidad? ¿Era silenciosa o hablaba con franqueza? ¿Se le acercaban los demás para pedirle consejo? No lo sabemos. Es verosímil que muriese siendo miembro de la comunidad de Jerusalén, aunque una tradición posterior la representa yendo a Éfeso en compañía del apóstol Juan.

¿Por qué este año me centro en la “María histórica”? Por dos razones.

1.Su historia la hace más cercana a nosotros. Si bien existe una atrayente cualidad en las magníficas Vírgenes pintadas por los artistas medievales, esta mujer judía del siglo primero, que vive en un pueblo de campesinos, era mucho más parecida a los billones de personas de hoy día. Aunque su cultura era bastante diferente de la cultura de la sociedad post-industrial del siglo XXI, no era diversa de la de miles de aldeas que siguen existiendo en Asia, África y Latinoamérica. Su vida diaria y su trabajo fueron duros. Junto con José, educó a Jesús en circunstancias llenas de opresión, luchando por pagar los impuestos con los que los ricos se hacían más ricos a expensas de los pobres. A medida que los acontecimientos se fueron desplegando en su vida, con frecuencia para su sorpresa o incluso turbación, continuamente tuvo que intentar comprender lo que Dios le estaba pidiendo. La mayor parte de la vida de María, como ocurre con la gran mayoría de las personas en la historia del mundo, transcurrió sin ser recordada. Simplemente la vivió con gran fe, en palabras del Vaticano II (Lumen Gentium, 58) como “peregrina de la fe”. Encontró una gran fuente de energía en su confianza en el Dios de Israel y en su solidaridad con la creciente comunidad de cristianos que experimentó la promesa de la vida en la muerte y resurrección de su hijo.

Incluso aunque la Iglesia, cuando ha canonizado a los santos, ha puesto habitualmente énfasis en el martirio, el ascetismo, la renuncia a la familia y a las posesiones materiales, o en la dedicación de por vida a los enfermos, a los pobres y a los prisioneros, hoy nos damos cada vez más cuenta de que la santidad consiste principalmente en mantener la fidelidad en medio de la vida de cada día. Esto es lo que la “María histórica” nos dice. Ella buscó la palabra de Dios en las personas y en los acontecimientos, escuchó esa palabra, la meditó y la puso en práctica. Repetía una y otra y otra vez lo que dijo a Gabriel: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38).

2.Hoy consideramos su Magníficat como un entusiasta cántico de libertad de los pobres. María, la cantante principal, personifica a los humildes de Israel, a los marginados por la sociedad para quienes no hay “sitio en la posada” (Lc 2, 7). Dios es su única esperanza y ella canta las alabanzas divinas con exuberante confianza. Aunque puede resultar difícil de imaginar que este himno revolucionario provenga de los labios de una Virgen pintada por Caravaggio, es fácil imaginarlo brotando de los labios de la “María histórica”. Galilea fue semillero de las revueltas del siglo primero contra un poder ocupante y represivo y contra sus impuestos. Los cristianos de Jerusalén, que con María fueron el núcleo de la Iglesia post-pascual, sufrieron hambre y pobreza reales (cf. Gal 2, 10; 1 Cor 16,1-4; Rm 15, 25-26). María, con los miembros de esta comunidad, creyó que Dios puede poner el mundo boca abajo: que los últimos son los primeros y los primeros, últimos; que los humildes son exaltados y los orgullosos, humillados; que quienes salvan su vida la pierden y quienes la pierden, la salvan; que quienes lloran serán consolados y quienes ríen, llorarán; que los poderosos son derribados de sus tronos, y los humildes, enaltecidos. Ella y ellos estaban convencidos de que en el reino de Dios los pobres son los primeros y que las prostitutas, los publicanos y los marginados de la sociedad comen en la mesa del Señor. La misma “María histórica” experimentó la pobreza, la opresión, la violencia y la ejecución de su hijo. Su fe está fuertemente enraizada en este contexto. Reconoce ante Dios omnipotente su “humilde condición”. Ella no pertenece a los poderosos del mundo. Es simplemente la “sierva” de Dios. Pero cree que nada es imposible para Dios. En el Magníficat, canta llena de confianza que Dios hace surgir la vida de la muerte, la alegría del dolor, la luz de las tinieblas.

Dietrich Bonhoeffer, un teólogo mártir, ejecutado por los nazis, escribió esto:

“La canción de María es el más antiguo himno de Adviento. Es a la vez el himno más apasionado, desenfrenado e, incluso se podría decir, el más revolucionario himno de Adviento jamás cantado. Ésta no es la María dulce, tierna y de ensueño que a veces vemos en los cuadros; quien aquí habla es la María apasionada, entregada, vehemente y entusiasta. Esta canción no tiene nada del tono dulce, nostálgico o hasta juguetón de algunos de nuestros villancicos de Navidad. Al contrario, es un canto duro, fuerte e inexorable sobre los tronos que se desploman y señores de este mundo que son humillados, sobre el poder de Dios y la debilidad de la humanidad”.

Este Adviento me uno a María y a ustedes cantando su resonante canto. Que sea una alabanza del poder de Dios y una profecía del mundo que vendrá.

Su hermano en San Vicente,

Robert P. Maloney, C.M.

Superior General

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