Influencia de la familia y del entorno en la formación de San Juan Gabriel Perboyre

Influencia de la familia y del entorno en la formación

de San Juan Gabriel Perboyre

por André Sylvestre, C.M.

Provincia de Toulouse

El 2 de junio de 1996, en la Plaza San Pedro de Roma, el Santo Padre proclamaba santo a Juan Gabriel Perboyre.

Juan Gabriel no llegó a ser santo por arte de magia, de la noche a la mañana. Lo esperábamos después de un largo tiempo: fueron 150 años de espera para la decisión oficial de la Iglesia; nos parecía demasiada esta espera. Ha sido la prudencia habitual de las decisiones romanas.

Sin embargo, en diferentes etapas de la vida de Juan Gabriel habíamos tenido testimonios bien claros por parte de quienes lo frecuentaban.

Cuando niño en Montgesty, su párroco le tenía total confianza y le consideraba como un modelo, a tal punto que le confiaba la dirección de la catequesis si en algún momento debía ausentarse.

Durante sus estudios secundarios en Montauban, se mostraba a sus compañeros de estudio y a sus profesores tan perfecto que se hablaba de él como del “santico de Montauban”. En Montdidier, y más tarde en Saint-Flour, su lucidez frente a los estudiantes fue extraordinaria. Cuando se hizo cargo del Seminario, a comienzos de 1827, no tenía sino 34 alumnos, pero en la siguiente entrada eran 63 y el año posterior más de 100.

Su superior, el Padre Grappin, rector del Seminario Mayor, dirá de él: “El P. Perboyre es el hombre más completo que yo conozca; es un hombre de Dios”. Nombrado en París como subdirector del noviciado, encuentra un candidato que ya había pasado los cuarenta años, el señor Girard. Éste sería más adelante el superior del Seminario Mayor de Argelia y había deseado ver un santo: “Viendo al señor Perboyre me pareció que Dios había escuchado mis deseos. En efecto, era tan santo que nunca le vi cometer una falta en palabras o acciones durante los seis meses que pasé con él en la más grande cercanía...”

La tripulación del barco, luego de los adioses y al momento de la llegada a China, podía decir otro tanto después de algunos meses de travesía. Hablando de nuestro misionero se decían entre ellos: “ese es un verdadero santo”.

Si la santidad de nuestro mártir se ha manifestado sobre todo en China durante el período de su actividad misionera y, más aún, en el transcurso de su larga pasión, ella no fue fruto de una conversión súbita, sino el punto culminante de toda una vida.

Esta santidad había sido preparada por una intensa vida cristiana en el seno de las familias Perboyre y Rigal.

Ya la generación precedente, Santiago Perboyre, hermano de Pedro, el padre del mártir, se había hecho sacerdote escogiendo la vida misionera. Él había enseñado en el Seminario Mayor de Albi que había sido confiado en 1762 a la Congregación de la Misión por el Cardenal de Bernis entonces arzobispo de Albi.

En el momento de la Revolución su tío Santiago desapareció en la clandestinidad. Él llevó una vida riesgosa y a veces heroica, ejerciendo su ministerio hasta el punto de poner en peligro su vida.

Entró a la diócesis de Cahors una vez llegada la paz religiosa, fundó junto con otro cohermano un seminario para preparar el relevo de los padres. Este seminario se abrirá en Montauban que hacía parte de la diócesis de Cahors. Es allá que sus sobrinos vendrán para hacer sus estudios de secundaria y, entre ellos, Juan Gabriel, como también varios de sus hermanos y primos.

En la casa de los Perboyre una sólida piedad fue inculcada a todos. Cada noche se oraba en familia. Nunca faltaban a la misa dominical y, de camino a casa, se hablaba sobre el sermón proclamado por el párroco. Más de una vez Pedro Perboyre, que no había podido asistir a la misa, pedía a Juan Gabriel que le contara el sermón. El joven lo hacía lo más exactamente posible a tal punto que su padre le dijo una vez: “puesto que tu hablas tan bien, deberías hacerte sacerdote”.

Dentro de esta atmósfera de piedad germinaron y crecieron muchas vocaciones entre los hermanos y las hermanas del Mártir. Además de Juan Gabriel, dos de sus hermanos entraron a la Congregación de la Misión y, entre sus hermanas, una inclinada por la vida contemplativa, se orienta por las Carmelitas, pero muere al momento de ser admitida; otras dos, deseosas de servir a los pobres, se hicieron Hijas de la Caridad: una parte para China como su hermano y la otra se queda en Europa y muere en Nápoles al servicio de los enfermos en un hospital.

Juan Gabriel estuvo marcado por su infancia campesina, por eso es atento a las cosas de la tierra. Le gusta la calma que rodea la Casa Central de la Misión. En el vasto sector de la misión que se la ha confiado, se muestra sensible a la miseria de los pobres del campo que apenas tienen para sobrevivir. En ese año hasta las cosechas fueron devoradas por los saltamontes.

Juan Gabriel les ayuda con los medios limitados de la misión. Recordando los gestos de su juventud en las viñas de su padre, Juan Gabriel enseña a podar la viña a algunos chinos.

En el transcurso de su noviciado en el Seminario de Montauban, el director del Seminario, el P. Casanueva, y su tío, Santiago Perboyre, lo iniciaron en las prácticas de piedad utilizadas en la Comunidad. Pero fue en el Seminario donde él se inició de manera metódica en la oración, esta plegaria silenciosa delante de Dios, orando igualmente con el breviario. Para sus proyectos misioneros con miras a la China, estará en dialogo permanente con el Señor. Igualmente, en la prisión, sus guardias estaban impresionados por la lucidez de su oración.

En los lugares de su ejecución Juan Gabriel, antes de entregarse a sus verdugos, se pone de rodillas y ora. Dentro de pocos minutos ira al encuentro de quien ha seguido desde su infancia hasta las diversas etapas de su vía crucis que termina, y hasta los pies de la horca donde consumará su sacrificio.

La región donde se encuentra el centro de la misión es un sector rural poblado de casas pobres, hechas de bambú y de rastrojo. Los misioneros son alojados como sus feligreses en una casa modesta. Durante sus viajes misioneros Juan Gabriel se hospedaba donde puede, a veces en la capilla o en la sacristía si existía alguna, o también en casa de alguna familia cristiana.

Los cristianos y también los paganos lo veían de una brillante e intensa interioridad que lo consideraban como un hombre de Dios y como verdadero santo. No se equivocaban. La santidad que tenían enfrente no era una ilusión o la simple expresión de un carácter particularmente fuerte, como a veces existen, y de los cuales la evangelización en la China nos da muchos ejemplos.

Si sus compañeros de infancia lo hubieran visto en la cárcel de Ou-Tchang-Fu o al pie de la cruz donde iba a ser sujetado, lo habrían reconocido rápidamente: con el igual control de sí mismo, la imperturbable unión con Dios en la serenidad, el mismo carácter a la vez fuerte y alegre, no había cambiado: está siempre feliz.

De un extremo al otro de su vida permaneció fiel a la fe sólida que aprendió en el seno de su familia, y que había enriquecido y desarrollado durante su vida sacerdotal y misionera.

Para explicar esta continuidad en una vida, un anciano de mi pueblo me decía: “Tu sabrás que quien nace pequeño muere grande...” La fórmula es un poco vulgar, pero explica bien esta verdad: que las virtudes y calidades que han marcado a un joven no harán otra cosa que afirmarse y desarrollarse a lo largo de su vida.

(Traducción: JOSÉ GREGORIO GARCÍA, C.M.)

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