San Vicente de Paúl y el Islam

San Vicente de Paúl y el Islam

por P. Yves DANJOU, C.M.

Provincia de París

El Islam, en tiempos de San Vicente de Paúl, es una realidad a la vez lejana y cercana. Durante siglos, las fuerzas musulmanas ocuparon la cuenca mediterránea y amenazaron a toda la Europa cristiana. Todos recuerdan la toma de Quío por los Otomanos en 1566 y la de Chipre unos años después. Con frecuencia se evoca la victoria de Lepanto del 7 de octubre de 1571 para demostrar que las fuerzas musulmanas no eran invencibles. «Le agradezco mucho, escribe San Vicente a Fermín Get, superior de Marsella, esa gran noticia que nos ha dado de la victoria naval que los Venecianos y la Orden de Malta han conseguido sobre los Turcos (se trata de la batalla que se libró el 23 de junio de 1656 a la entrada de los Dardanelos). ¡Dios mío! ¡Padre, cuántos motivos hay para alabar a Dios por una victoria tan prodigiosa, que supera a la de Lepanto! (ES. VI, 64).

Importancia del Islam en tiempo de San Vicente

El problema musulmán quedó más o menos difuminado por el incremento del protestantismo, que parece era tanto más peligroso cuanto que entonces aparecía como una perversión interna del cristianismo. A pesar de todo, en tiempos de San Vicente, el crecimiento islámico está a la orden del día. Cuando en 1636-1637, Corneille pone en escena su tragedia «El Cid», los espectadores apenas necesitan explicación para conocer la historia de la Reconquista en España. De vez en cuando, se lanzaba la idea de una cruzada contra los turcos. El Padre José, la eminencia gris del Cardenal Richelieu, canta la guerra santa contra el Islam en su poema «La Turciade» escrito en 4037 versos latinos. Él funda con el príncipe Carlos de Gonzaga-Nevers «la milicia cristiana», que recluta voluntarios nobles en toda Europa para reconquistar el Imperio Otomano. El parlamento de Provenza, en 1626, recuerda al rey cristiano que el Mediterráneo le ha aportado «el don más saludable» que podía poseer. «Este mar lo ha hecho a usted cristiano, Señor. Hágalo de nuevo usted cristiano». Richelieu, en su testamento político, recomienda la construcción de una flota de galeras no solamente para hacer frente a España, sino también para imponerse al Gran Señor, es decir, al Sultán.

El peligro turco es una realidad de cada día, al menos en las regiones que bordean el Mediterráneo. San Vicente no se equivoca cuando habla de «bergantines turcos que costeaban el golfo de Lyon para atrapar las barcas que venían de Beaucaire» (I, 77). Nadie está libre de semejante peligro, tanto los caballeros de Malta (VII, 79) como los criados de la casa del cardenal Antonio Barberini (V, 33). San Vicente habla de los riesgos que corren algunos Padres al ir por barco de Marsella a Génova y a Roma «a causa de los piratas turcos que están en este mar» (XI/3, 376). Juan Barreau, en Argelia, evoca el mismo peligro. El 5 de junio de 1655 escribe: «Nunca se ha visto tanta violencia y tanta insolencia como ahora, cuando los de Argel se basan en los 36 ó 40 barcos que poseen y con los que se enorgullecen con desprecio general de todos los cristianos del mundo, excepto de los ingleses, que son tanto o más poderosos que ellos» (V, 366).

Cuando leemos a San Vicente, quedamos asombrados por el número, la variedad y el origen de los esclavos. Son de Cap-Breton, de Agde, de Boulogne, del País Vasco, de París (V, 33), de la isla de Ré (V, 132), del Havre, de Nancy, de Nogent-sur-Seine, de San Juan de Luz (VII, 162), de Dieppe, de Amiens (V, 379). Se comprende la inquietud de San Vicente: «Quiera Dios, escribe a Juan Barreau, impedir esos éxitos de los turcos con sus frecuentes asaltos a los barcos cristianos!» (V, 33). Los turcos están organizados. Saben dónde se encuentran los buenos botines. Están bien informados por los renegados y a veces por comerciantes poco escrupulosos. Tienen su táctica y, cuando se preparan para una persecución, la salida la hacen de repente sin que ningún extraño pueda conocer el lugar hacia el que van a dirigirse. El 5 de junio de 1655, Juan Barreau pide disculpas por el retraso del envío de su correo, pues los dos barcos que debían partir para Livorno «han sido retenidos con motivo de que ayer mismo salieron unas galeras de corsarios» (V, 365).

Relación con los países musulmanes

Verdaderamente toda la cristiandad tiembla ante el peligro turco. Sin embargo, esto no impide que los contactos políticos, económicos e incluso culturales sean numerosos con los países musulmanes. En Francia, las relaciones con el Imperio Otomano están bien establecidas después de las capitulaciones concertadas, en 1535, entre Francisco I y Solimán el Magnífico, lo que lleva consigo la creación, en París, del Colegio Real, que pasa a ser el Colegio de Francia, en el que se enseña el árabe, el hebreo y el turco. Aquellas capitulaciones serán prorrogadas con los años. San Vicente se refiere a ellas en 1651 para explicar a Juan Barreau los esfuerzos que está haciendo para liberarlo, tras su arresto injustificado en Argel. «Se ha decidido finalmente que escribirá a Constantinopla y que el rey se quejará ante la Gran Puerta por su encarcelamiento, exigiendo la ejecución de los artículos de paz y alianza acordados por Enrique IV con el Gran Señor en el año 1604, a fin de que, además, los turcos cesen en sus ataques corsarios contra los franceses y devuelvan los esclavos que tienen» (IV, 138).

San Vicente es todavía más explícito en la súplica que dirige a Juan La Haye, señor de Vantelet, embajador de Francia en Constantinopla, para pedirle que haga reconocer a Martín Husson como cónsul en Túnez. «Le suplico que los acepte, así como también que una mis más humildes súplicas a la carta que el rey le ha escrito para que interceda ante el Gran Señor, a fin de que se digne conceder al señor Husson, cónsul de la nación francesa en Túnez, una declaración auténtica, ordenando que, en conformidad con los artículos de las nuevas capitulaciones firmadas entre nuestros reyes y Su Alteza, las siguientes naciones pagarán sin dificultad los derechos consulares a dicho cónsul de Francia y a sus sucesores, a saber: los franceses, venecianos, españoles, livorneses, italianos, genoveses, sicilianos, malteses, todos los griegos, tanto los súbditos de Su Alteza como los demás, los flamencos, holandeses, alemanes, suecos, judíos y, en general, todos aquellos, de cualquier nación que fuese (excepto los ingleses) que trafiquen al presente o en el futuro con Túnez... y todos los demás puertos, ensenadas y playas de dicho reino de Túnez» (V, 78-79). Este texto muestra que San Vicente está muy al corriente de la extensión de los privilegios concedidos por las capitulaciones.

Información sobre el Islam

Por otra parte, el árabe no es una lengua desconocida en Occidente, lo que permite un mejor enfoque del Islam. En 1584, en el último año del pontificado de Gregorio XIII, muy abierto a los cristianos de Oriente, el cardenal Ferdinand de Médicis crea en Roma una imprenta de valor, con una selección de caracteres orientales. La primera publicación de importancia es la edición, en 1591, de los Evangelios en latín y en árabe. Es la época en que el uso del árabe es útil para los especialistas en estudios bíblicos, deseosos de incrementar sus conocimientos en hebreo. Algunos piensan incluso que las versiones árabes de la Biblia vienen de textos siriacos (entonces se confunde fácilmente siriaco y arameo) anteriores a los manuscritos griegos utilizados por San Jerónimo.

Es lo que explica por qué Francisco du Coudray, que empezó en Roma a estudiar lenguas semíticas, desea trabajar en la versión latina de la Biblia siriaca. San Vicente trata de disuadirlo diciéndole: «Ha empleado usted tres o cuatro años para aprender el hebreo y ya sabe lo bastante para sostener la causa del Hijo de Dios en su lengua original y confundir a sus enemigos en este reino» (I, 286). Du Coudray, por otra parte, debía conocer bastante bien el árabe, lo que explica, junto con sus conocimientos de italiano, su éxito entre los turcos en las misiones a los forzados de Marsella (II, 329 y 331). Por esta misma razón, en 1649, San Vicente desea enviarlo a Argel para negociar la liberación de 80 cautivos cristianos (II, 266), pero no pudo llevarse a cabo la partida.

En París, el mejor arabista de la época, el holandés Tomás Erpénius, aprende el árabe, lo que le permite publicar en 1613 una gramática árabe que durante dos siglos es inigualable. En 1647, aparece en París la primera traducción del Corán en francés. «L'Alcoran de Mahomet translaté d'arabe en françois» par André Ryer. Este es, desde 1630, intérprete del rey en lenguas orientales, después de haber sido cónsul de Francia en Alejandría y en El Cairo.

El Islam no es por lo tanto una religión desconocida para los cristianos occidentales. Pascal, en los «Pensamientos» que comienza a redactar a partir de 1653, tiene cuidado de rechazar el valor del Corán y de criticar la credibilidad de Mahoma. En Madagascar, Carlos Nacquart para redactar su catecismo, publicado en París en 1657, bajo el título de «Pequeño Catecismo, con las oraciones de la mañana y de la noche, que los Misioneros hacen y enseñan a los Neófitos y Catecúmenos de la Isla de Madagascar, todo en `François' y en esta Lengua. Conteniendo treinta Instrucciones» se inspira en el árabe coránico para traducir al malgache algunas palabras religiosas. En cuanto a San Vicente, está profundamente influido por las conversiones espectaculares de musulmanes que ha visto en Roma durante su juventud: «No hay nada nuevo que pueda comunicarle, a no ser la conversión de tres familias tártaras, que han venido a bautizarse a esta ciudad, a los que Su Santidad ha recibido con lágrimas en los ojos» (I, 86).

Interés de San Vicente por los países que se encuentran bajo dominación musulmana

El interés de San Vicente por los países musulmanes podría datar de su cautividad en África del Norte entre 1605 y 1607. Hace algún tiempo estaba de moda poner en duda la realidad de este acontecimiento para reconstruir la psicología del joven landés en búsqueda de su éxito social o para resaltar la importancia de su transformación interior a partir de 1611. Es verdad que este episodio es extraño en algunos aspectos. El Hermano Ducourneau, secretario de San Vicente, confiesa su total ignorancia sobre este tema (VIII, 537).

En nuestros días, sin embargo, varios autores reconocen que la esclavitud de San Vicente en Túnez y su evasión hasta Aigues-Mortes son totalmente posibles. Hay que tener presente que no se trata de un simple relato contado como de paso. El joven Vicente escribió varias cartas a este respecto (I, 75-88). Además, aun cuando su cautividad no responda a la realidad histórica, no podemos menos de extrañarnos por la elección de tal relato para explicar una ausencia de dos años. Hubiera podido fácilmente pensar en otra excusa, como la de una larga enfermedad. San Vicente habla de Berbería porque en ello encuentra un atractivo especial. Este interés se verá reforzado por su nombramiento de capellán general de las galeras en 1619. Una tradición cuenta que cuando va por primera vez a Marsella en calidad de tal, hace que lo reciban en la corporación de los Penitentes Blancos de la Santísima Trinidad, establecida en Marsella en 1306 por los Trinitarios, y cuyos miembros se comprometen a contribuir con sus limosnas al rescate de cautivos.

San Vicente se interesará siempre por los países dominados por el Islam. Su primer proyecto de misión en el extranjero es Constantinopla, centro del Imperio Otomano, justo un año después de la aprobación definitiva de la Congregación de la Misión por el Papa Urbano VIII. El 25 de julio de 1634, escribe: «El señor embajador de Turquía me ha hecho el honor de escribirme, pidiendo sacerdotes de San Nicolás y de la Misión, pues cree que podrán hacer allí más de lo que me atrevería a decirle» (I, 287). Este embajador es Enrique de Gurnay, conde de Marcheville, que acaba de hacer construir dos capillas en el recinto de su embajada. Sujeto a la venganza del `kapudan' pachá o gran almirante de la flota turca, se ve obligado a destruir una mientras espera su expulsión en mayo de 1634.

Las intenciones de San Vicente

San Vicente hace hasta proyectos a largo plazo, puesto que dice en esta misma carta al Padre Du Coudray que estaba en Roma: «traiga con usted, si le parece bien... a ese muchacho maronita, si cree que desea entregarse a Dios en esta pequeña Compañía; y practique con él, mientras vienen, su griego vulgar, para enseñarlo aquí si es preciso; ¿qué sabemos?». San Vicente tiene, pues, proyectos de evangelización en los países sometidos al poder musulmán. Su deseo de hacer enseñar el griego vulgar muestra la importancia que concederá al estudio de las lenguas (V, 204-205; 338-339; 342-344 y sobre todo 375-376).

Su interés por el Próximo Oriente se manifiesta en varias ocasiones. En 1649 habla con Santiago Charon, penitenciario de París y miembro del Consejo de Conciencia, para lograr un convenio entre franciscanos y capuchinos respecto a la capilla consular de Saida (Sión) que éstos últimos quieren erigir en parroquia. El encuentro tiene lugar en San Lázaro el 8 de enero de 1649. Firman un acuerdo entre los Padres Romain de Saint-Brieuc y Ambroise d'Auray, por una parte, y José de Santa María, procurador de Tierra Santa, por otra. Los capuchinos aceptan abandonar sus derechos sobre la capilla, mientras que los franciscanos se comprometen a no molestarlos en su posesión actual.

En 1658, un capuchino, el Padre Silvestre de Saint-Aignan, se dirige también a San Vicente para pedir una ayuda financiera en favor del Líbano. En efecto, quiere hacer nombrar al Cheikh Abou-Naufal, gobernador del Líbano. Como los cargos son venales, es necesario para ello 12.000 escudos. San Vicente conoce bien este método con sus ventajas pero también con sus peligros. No olvida las múltiples vejaciones sufridas por el Hermano Juan Barreau, cónsul en Argel, la última de las cuales data de hace seis meses (VII, 106).

Expone sus dudas sobre la eficacia de tal procedimiento pues, escribe, «habría motivos para temer que ese nuevo gobernador no podría mantenerse por mucho tiempo, bien porque no sería del agrado de los turcos, bien por los cambios frecuentes del gran visir, que hacen que no haya ninguna estabilidad en los cargos y empleos que da, sucediendo muchas veces que lo que uno hace, su sucesor lo destruye. Según esto, se haría un gasto considerable sin conseguir mucho fruto» (VII, 280). A pesar de sus reticencias, San Vicente le concede una pequeña ayuda. Esto no basta desgraciadamente al Padre Silvestre, que se consuela al conseguir, en 1633, que Luis XIV nombre a Abou-Naufal, cónsul en Beirut.

Solicitud especial de San Vicente

Sin embargo, San Vicente se ve atraído, sobre todo, por los países de Africa del Norte, llamados Berbería. En su calidad de capellán general de las galeras, conoce la terrible miseria de los prisioneros que componen la mayoría de la «`chusma' de las galeras», ya sean cristianos, condenados de derecho o musulmanes reducidos a la cautividad. Su mirada va más allá de Francia, para pensar en las galeras o baños de Argel. Piensa en dar allí una especie de misión bajo el pretexto de un rescate de esclavos (II, 295) e incluso en fundar «una especie de hospital en Argel para los pobres galeotes y, por este medio, tener derecho a permanecer allí» (II, 305). Esperando esa realización invita a sus cohermanos a dar misiones en las galeras que se encuentran en Marsella. El éxito es extraordinario. Se convierten diez turcos y se les bautiza con gran pompa (II, 331).

El resultado es que la duquesa de Aiguillon, la sobrina del cardenal Richelieu, que ha obligado a la familia de Gondi a abandonar el generalato de las galeras en beneficio de la suya, consigue que San Vicente decida fundar en Marsella, el 25 de julio de 1643, una casa de cuatro misioneros para que se ocupen de los forzados, pero también para establecerse en Berbería «cuando lo consideren oportuno» (X, 366). Para favorecer tal empresa, compra el consulado de Argel y después el de Túnez para instalar allí más fácilmente a los misioneros.

En una carta del 25 de febrero de 1654, San Vicente explica el objetivo de esta operación ante el embajador de Turquía, M. de la Haye-Vantelet: «le diré que... habiéndonos comprometido hace seis o siete años a la asistencia de los pobres esclavos de Berbería, espiritual y corporalmente, tanto en la salud como en la enfermedad y, habiendo enviado con este fin a varios de nuestros hermanos que se cuidan de animarles a perseverar en nuestra santa religión, a sufrir su cautividad por amor de Dios y a conseguir su salvación en medio de las penas que tienen que sufrir..., ha sido menester para facilitar esta buena obra, que desde el comienzo se albergasen junto a los cónsules, como capellanes suyos, temiendo que, de lo contrario, los turcos no les permitirían los ejercicios de nuestra santa religión» (V, 80).

Multiplicidad de proyectos

Si, de hecho, se crearon solamente los puestos de Argel y de Túnez, fueron numerosos los proyectos de San Vicente para las misiones en tierras del Islam. El cónsul de Francia establecido en Salé, temible guarida de corsarios, no lejos de Rabat en Marruecos, constituida sobre todo por moriscos expulsados de España en 1610, pide un misionero (II, 533). San Vicente le envía, en agosto de 1646, a Santiago Le Soudier, que no va más allá de Marsella, pues se ve suplantado por un Padre Recoleto (III, 37, 70-73, 82-83).

Más tarde, «Propaganda Fide» pide a San Vicente que envíe un misionero a Persia. Las gestiones prosiguen de 1643 (II, 346-348) a 1648 (III, 348) sin resultado práctico a pesar de la buena voluntad de San Vicente, que está dispuesto para ello a los más grandes sacrificios. No duda, en marzo de 1647, en proponer como candidato al obispado de Babilonia a su asistente el P. Lamberto aux Couteaux: «Le confieso, Monseñor -escribe a Monseñor Ingoli, secretario de Propaganda Fide- que la privación de esta persona es como si me arrancaran un ojo o me cortaran un brazo» (III, 147).

Durante el año 1648, San Vicente proyecta él mismo enviar misioneros a Arabia. Lo explica en una súplica a Propaganda Fide: «No habiéndose concedido todavía a ninguna congregación ni a los sacerdotes seculares las tres partes de Arabia conocidas bajo los nombre de Arabia Feliz, Petrea y Desierta, para ser evangelizadas y para atraerlas a la fe cristiana, Vicente de Paúl, Superior de la Congregación de la Misión, ofrece mandar a los suyos» (III, 309). Más tarde, en 1656, Propaganda Fide le pide que envíe un sacerdote al Líbano (VI, 25). Para responder a esta petición, piensa enviar a Edmundo Jolly para después escoger a Tomás Berthe «que, realmente no tiene por su carácter tanta gravedad», pero que da pruebas de «mucha prudencia y piedad» (VI, 29). Este asunto no llegará a buen término. Efectivamente, en ese momento, los jesuitas, invitados por el Cheikh Abou-Naufal el-Khazen, se instalan en el Monte Líbano, en Antoura. Por un curioso retorno de la historia, los Lazaristas los reemplazarán en 1783 y fundarán allí el Colegio de San José.

La misión en los países musulmanes

Así, hay que reconocer que, antes de la gran misión de Madagascar, que comenzará en 1648, la casi totalidad de los proyectos de misión de San Vicente en el extranjero tiene como objeto los países de dominación musulmana. ¿Cómo no hablar de un interés especial por lo que se refiere al Islam? Abelly, el primer biógrafo de San Vicente, no se equivoca cuando, después de haber hecho el bosquejo del retrato misionero del Santo, habla de las misiones en el extranjero organizadas gracias a sus esfuerzos, comenzando por las misiones en Berbería.

San Vicente siempre consideró estas misiones como la prolongación normal de las misiones de Francia. En las Reglas de la Congregación de la Misión no se plantea la cuestión de las misiones en el exterior. El fin de la Congregación de la Misión es «predicar el Evangelio a los pobres, especialmente a los del campo». Pero San Vicente se ocupa de explicar el sentido a su comunidad. Sus conferencias, a partir de 1658, tienen como finalidad asegurar la explicación de estas reglas. En la conferencia sobre el fin de la Congregación de la Misión, del 6 de diciembre de 1658, San Vicente muestra, de manera elocuente, que el servicio a los pobres engloba todas las misiones, incluso las más lejanas. «Habrá algunos -dice- que criticarán esas obras, no lo dudéis; otros dirán que es demasiado ambicioso enviar misioneros a países lejanos, a las Indias, a Berbería... No importa; nuestra vocación es: Evangelizare pauperibus» (XI/3, 395). San Vicente tiene mucho interés en estas palabras, hasta el punto de repetirlas con fogosidad, condenando de antemano a los espíritus cobardes. «Si alguno llegara a proponer más tarde en la Compañía que se quitase esta práctica, se abandonase este hospital, se retirase a los que trabajan en Berbería, se quedasen aquí, no fuesen allá, se dejase esta tarea y no se acudiese a las necesidades de lejos... -San Vicente se siente entonces tan emocionado con esta evocación, que exclama- serán espíritus libertinos, libertinos, libertinos, que sólo piensan en divertirse y, con tal que haya de comer, no se preocupan de nada más» (XI/3, 397).

Por otra parte, San Vicente, a pesar de las múltiples presiones procedentes del exterior, a pesar de las peticiones de algunos Padres, a pesar de las pérdidas de dinero, la falta de personal, las afrentas de toda clase y ciertos momentos de desaliento (por ejemplo VI, 318, y VII, 230), rehusará terminar con las misiones en Berbería. Y además no deja de reavivar a este respecto el celo de sus misioneros: «¿quién no se ofrecería para ir a Madagascar, a Berbería, a Polonia o a cualquier otro sitio donde Dios desea que le sirva la Compañía?» (XI/4, 536 y XI/3, 288).

Consideración de San Vicente hacia los musulmanes

San Vicente conoce y respeta el Islam. Las palabras que emplea con relación a los turcos, en general no son despectivas. Es, sin embargo, la época en que la denominación de `turco' es una de las mayores injurias, a juzgar por la enumeración que da Sganarelle en «Don Juan» de Molière: «¡El mayor perverso... un empedernido, un perro, un diablo, un Turco!».

A pesar de las terribles pruebas que deben sufrir Juan Barreau o Felipe Le Vacher por parte de los Turcos, San Vicente no emplea contra éstos ninguna fórmula infamante. Llega a reconocer incluso que las afrentas que han sobrevenido han sido a veces provocadas por la falta de prudencia de sus cohermanos. El 22 de julio de 1657 escribe: «el cónsul de Túnez (Martín Husson) ha sido expulsado a Francia por el bey, mientras que el de Argel (Juan Barreau) ha sido metido en la cárcel por la aduana, todo ello sin motivo alguno, aunque alegando ciertos pretextos» (VI, 317). Es verdad que reconoce al mismo tiempo la dificultad de escapar a tales afrentas, suscitadas por la rapacidad y la versatilidad de los dueños de los lugares, como lo expresa al escribir al Hermano Barreau: «El restablecimiento del antiguo bajá le hace temer, y con motivo, que les trate con el mismo rigor que en el pasado y que con los diversos presentes con que tendrán ustedes que obsequiarle acabarán arruinándoles. Le confieso que estoy muy preocupado por tantos motivos de agobio como caen sobre ustedes; no veo la forma de librarlos de ellos, si la Providencia no les envía algún socorro extraordinario» (VI, 12).

Algunos autores llegan incluso a afirmar que, si San Vicente no habla nunca de su cautividad y si trata, en 1660, de destruir las cartas que hacen mención de ello (VIII, 260), es que esta detención está descrita en dichas cartas en términos más bien benignos y anodinos. El momento es inoportuno, porque se está preparando entonces una expedición para liberar a los desdichados esclavos de Argel. San Vicente anima mucho esta expedición armada contra los berberiscos. Se alegra «por esa propuesta que ha hecho el señor caballero Paúl de ir a Argel para exigir justicia a los turcos» (VII, 73). El último inciso marca bien su punto de vista. No se trata de constituir una nueva cruzada, sino de hacer respetar mejor las convenciones establecidas y de liberar a los esclavos. Es la época en que los asuntos van mal entre Francia y los países que se relacionan con la Sublime Puerta. Se habla entonces «del encarcelamiento del embajador de Constantinopla y del mal trato que los turcos dan a los Cónsules de Alejandría, de Alepo y de Trípoli» (VII, 225). Por el mismo tiempo, San Vicente escribe manifestándole su angustia a Felipe le Vacher que se encuentra en Marsella: «No me dice usted nada ni de Argel ni de Túnez: ¿se sabe algo en Marsella? ¡Dios mío! ¡Protege a nuestros pobres hermanos! Le ruego, Padre, que me dé alguna noticia de ellos, si se entera de algo» (VII, 338).

Conocimiento del Islam

Nos asombra el conocimiento exacto y, a veces profundo, que San Vicente tiene del Islam. Ciertamente, no le faltan fuentes de información. Los misioneros de Argelia y de Túnez mantienen con él una correspondencia asidua. En aquella época, los superiores locales tienen la costumbre de escribir casi todas las semanas a su General (II, 198, 380; VII, 216, 429). Las misivas llegan a San Lázaro por paquetes (V, 126). No dudan en hacer dobles (V, 32) y enviarlas por dos caminos diferentes, con el fin de superar las dificultades del «correo». Los informes que envían son detallados y a veces bastante largos. San Vicente es tan prudente que aconseja, si llega el caso, escribir las cartas en clave. Es lo que dice a Juan Barreau: «Convendrá que tengamos un lenguaje cifrado, si usa usted alguno, si no, yo le enviaré uno» (III, 3).

A San Vicente no le faltan las explicaciones o las precisiones sobre la religión musulmana. Conoce, por una carta de Julián Guérin de Túnez, esta respuesta de un turco, testigo de una disputa entre cristianos: «Padre, entre nosotros los turcos no está permitido pasar tres días enfadados con el prójimo» (III, 204). Además, tiene contactos estrechos y numerosos con antiguos esclavos. Algunos, como Guillermo Servin y Renato Duchesne, después de su rescate por Juan Barreau, entraron en la Compañía como hermanos coadjutores (XI/3, 111, 122).

Por eso, San Vicente está muy al corriente de las costumbres musulmanas, así como de la dificultad que supone la conversión para un musulmán, que -si lo hace- corre el riesgo de ser «quemado vivo; eso es lo que hacen en aquel país» (XI/3, 203). Está al corriente de que los turcos, como los indios o los judíos, no se descubren ni para saludarse (XI/4, 562). Conoce los juicios transmitidos por el rumor público. Para convencer a las Damas de la Caridad de que se ocupen de los niños expósitos, algunos de los cuales son vendidos por personas sin escrúpulos, declara «que es una vergüenza para París el que nos portemos lo mismo que los turcos, cuya conducta condenamos, por vender a los hombres como bestias» (X, 918).

Estima por algunas prácticas musulmanas

Cosa extraordinaria, San Vicente no duda en presentar algunas costumbres musulmanas como ejemplos a las Hijas de la Caridad o a sus propios cohermanos. No vacila en afirmar: «Los turcos son mejores que muchos cristianos» (IX/2, 1023). Se trata del deber de reconciliarse, y para esto, relata la conversación ya citada de Julián Guérin con un turco, quien le dice: «nosotros obramos de manera muy diferente, pues nunca dejamos que se ponga el sol sobre nuestra ira» (IX/2, 1024). Y termina diciendo San Vicente: «Eso es lo que hacen los turcos. Por consiguiente, una Hija de la Caridad, que guarda en su corazón rencor contra su prójimo, sin preocuparse de reconciliarse con él, es peor que los turcos» (IX/2, 1024).

Unos meses antes de esa conferencia, el 15 de noviembre de 1657, ponía el ejemplo de los turcos para convencer a las Hijas de la Caridad de que no bebieran vino «a no ser en caso de enfermedad o que hubiera alguna demasiado anciana» (IX/2, 938). Miren lo que dice a este respecto: «creedme, hijas mías, es de mucho provecho prescindir por completo del vino. Los turcos no beben nunca, a pesar de estar en un país cálido, y son mucho más sanos que donde se bebe; esto demuestra que el vino no es tan necesario para la vida como se cree. Si no se bebiera tanto, no veríamos tantos desórdenes. ¿No os parece una pena que los turcos y todos los habitantes de Turquía, que mide diez millas, esto es, 150 de nuestras leguas, vivan sin eso y que los cristianos lo beban con tanto exceso?» (IX/2, 938). Y San Vicente saca la conclusión siguiente: «De ahí que ellos sean tan medidos en sus costumbres que no pueden tolerar que nadie hable en voz alta entre ellos» (IX/2, 938).

Este último ejemplo ya lo ha presentado, casi dos años antes, a los sacerdotes de la Misión, en una repetición de oración: «Por eso fijaos cómo en ciertas ciudades, por ejemplo Constantinopla, hay un cuerpo de policía, esto es, personas que van por toda la ciudad, por los mercados y las ferias, con alguaciles y guardias para vigilar y castigar a los que hablan demasiado alto y hacen demasiado ruido; también podéis ver por París a esos comerciantes jurados que van de tienda en tienda y, si ven a uno que se excita y habla demasiado alto, sin proceso alguno y en el acto, le obligan a echarse en el suelo extendido y le dan veinte o treinta bastonazos. Pues bien, esas gentes, esos turcos, se portan así por miedo a la policía; nosotros hemos de hacerlo mucho mejor, por amor a la virtud» (XI/3, 129). Esta presentación es muy distinta de las bufonerías turcas en las que se deleita Moliere al final del Burgués Gentilhombre.

Ejemplos a seguir

Cuando llega el caso, San Vicente reconoce en su justo valor los gestos caritativos realizados por un no cristiano. Recuerda a las Hijas de la Caridad que el servicio a los enfermos debe ir hasta «la asistencia a las almas». En efecto, no hay nada específicamente cristiano en cuidar los cuerpos. «Un turco, un idólatra, puede asistir al cuerpo. Por eso Nuestro Señor no tenía ningún motivo para instituir una Compañía solamente con esa finalidad» (IX/2, 917). Explica también a los misioneros que hay una sabiduría natural, universalmente compartida: «No es que en el mundo no haya proverbios que sean buenos y que no se opongan a las máximas cristianas, como éste: `Haz bien y encontrarás bien'. Esto es verdad; los paganos y los turcos lo confiesan, y todos están de acuerdo en eso» (XI/3, 421). En otra ocasión reconoce que es algo natural ayudarse mutuamente para hacer el bien: «Hasta los turcos, que no conocen a Dios, están obligados a ello; y aunque yo no tuviera más enseñanza que la que ellos nos pudieran dar, la ley natural nos obliga a ello» (IX/2, 913).

San Vicente es todavía más audaz cuando pone el ejemplo de los musulmanes para estimular a las Hermanas al rezo del rosario; las anima en estos términos: «Pues bien, si los turcos tienen esa especie de devoción o de rosario, ved si no es razonable que tengáis mucha devoción a la Santísima Virgen». Para llegar a esta conclusión, explica el empleo del rosario musulmán: «Y esto lo han encontrado tan hermoso los mismos turcos que también ellos llevan un rosario a veces al cuello y otras veces en el cinturón. ¿Y sabéis cómo dicen ellos el rosario? No dicen como nosotros el Padrenuestro y el Avemaría, puesto que no creen en Nuestro Señor y no lo consideran como señor suyo, aunque le respetan mucho a Él y a la Santísima Virgen hasta el punto de que, si oyeran a alguien blasfemar contra Jesucristo, le darían muerte. Ellos toman el rosario y van diciendo: «Alá, Alá; Dios mío, Dios mío, ten piedad de mí; Dios justo, Dios misericordioso, Dios poderoso». Esos son los epítetos con que le invocan» (IX/2, 1146).

No se puede más preciso. San Vicente conoce el sentido de la palabra Alá. Sabe cómo está hecho el rosario musulmán, tiene 99 granos y con cada uno de ellos invocan a Dios con diferentes epítetos. Las tres invocaciones de Dios justo, misericordioso y poderoso, son exactas. Más aún, explica de manera muy justa el pensamiento musulmán sobre Jesús y la Virgen María, aun cuando el contexto no lo reclama. Para los musulmanes, en efecto, Jesús nació de una virgen de manera milagrosa y lo respetan tanto que rehusan creer en su muerte infame en la cruz (Corán IV, 156). En cuanto a María, es la única mujer cuyo nombre es citado en el Corán, que afirma que fue purificada y escogida «con preferencia a todas las mujeres del universo» (Corán III, 37).

Finalidad de la misión en Berbería

El conocimiento del mundo musulmán hace que San Vicente sea más lúcido sobre las condiciones de vida de los cristianos en los países dominados por el Islam. Reconoce que «los turcos creen que hacen un servicio a Dios al perseguirles» (VII, 280) y sabe que la conversión de los cristianos a la religión de Mahoma da ánimos a los turcos» (V, 81). La ayuda que quiere aportar a los cautivos de Berbería es a la vez material y espiritual. No es cuestión de hacer competencia a las órdenes dedicadas al rescate de cautivos, como los Trinitarios o los Mercedarios que se limitan a rescatar a los esclavos cristianos. Lo dice claramente cuando proyecta enviar misioneros a Argel. Vuelve a hablar de ello quince años más tarde en una repetición de oración, después de haber evocado la Orden de la Redención, que se ocupa del rescate de los cautivos: «Todo esto, Padres, es muy hermoso y excelente; pero me parece que hay todavía algo más en los que, no solamente se marchan a Argel o a Túnez, para intentar rescatar a los pobres cristianos, sino que además se quedan allí, y se quedan para rescatar a aquellas pobres gentes, para asistirlas espiritual y corporalmente, para socorrer sus necesidades y estar siempre a su lado, para ayudarles en todo» (XI/3, 310).

Es lo que decía ya en sus avisos a Bonifacio Nouelly y a Juan Barreau (X, 372) y en el reglamento de vida entregado a Juan Le Vacher y a Martín Husson que partían para Argel (X, 422). San Vicente permanece fiel a sí mismo en su visión misionera. Para ayudar a los pobres hay que acercarse a ellos para ayudarles material y espiritualmente en sus miserias. En Berbería, se trata de ayudar a los esclavos en su angustia, de reconfortarlos en su fe a pesar de las presiones morales, psicológicas e incluso físicas para hacerles apostatar; se trata de devolverles la esperanza, mostrándoles que no se les olvida. A San Vicente le corresponde el honor de haber comprendido, como por experiencia, la desesperación profunda de aquellos esclavos. Las cartas escritas por estos últimos se perdían bien a causa de las dificultades del camino (V, 503) o porque su propia familia no quería hacerlas llegar a su destino por múltiples razones. La gran preocupación de San Vicente es permitir a estos esclavos hacerse conocer, asegurándose que sus cartas llegan realmente al destino y encargando con frecuencia a los párrocos que entregaran ellos mismos esas cartas para obligar a las familias a contestarlas.

San Vicente admira la fe de aquellos esclavos y a menudo reclama más mansedumbre de parte de sus misioneros ante el descuido e incluso la conducta escandalosa de algunos, rebeldes por su infortunio. Sus consejos a Felipe Le Vacher, de natural un poco impetuoso, son claros y revelan un conocimiento poco banal del estado de esclavitud: «Sobre todo -le escribe- no hay que empeñarse en abolir demasiado aprisa las cosas que están en uso entre ellos (los esclavos), aun cuando sean malas... Le ruego, pues, que se muestre condescendiente con la debilidad humana en todo cuanto pueda; ganará mejor a los eclesiásticos esclavos compadeciéndose de ellos que corrigiéndolos y siendo severo con ellos. No carecen de luces sino de fuerzas» (IV, 498). Llegado el caso, San Vicente hace el elogio de algunos mártires, como el del joven mallorquín Pedro Borguny, quemado vivo en Argel por haber vuelto a la fe cristiana. Su cuerpo será transportado a París en 1657 gracias a Felipe Le Vacher. San Vicente habla de él en sus cartas (V, 318) y en sus conferencias (XI/3, 213-216).

Misión entre los musulmanes

Sin embargo, el interés de San Vicente no se limita solamente a los esclavos. Piensa también en los musulmanes. Es verdad que muestra una prudencia extrema y que da, en este punto, órdenes concretas a sus misioneros. «Se sujetarán a las leyes del país, fuera de su religión, sobre la cual no disputarán nunca y no dirán nada en desprecio de ella» (X, 372, 423). Sabe bien, efectivamente, que en los países musulmanes «está prohibido hablar contra la religión de Mahoma, bajo pena de muerte» (II, 347). Llama al orden a Felipe Le Vacher, propenso a un celo a veces intempestivo: «Deberá usted evitar otro escollo entre los turcos y los renegados: en nombre de Nuestro Señor, no tenga ningún trato con esas gentes... Es más fácil y más importante impedir que se perviertan algunos esclavos, que convertir a un solo renegado. Un médico que preserva del mal tiene mayor mérito que si lo curara» (IV, 498).

San Vicente se niega a toda predicación intempestiva. Sin embargo, no está lejos la época en que ciertos misioneros, especialmente entre los hijos de San Francisco, buscaban audazmente el martirio, por ejemplo, en Constantinopla, el capuchino San José de Leonessa, que pertenecía al monasterio de San Benito, hoy ocupado por los Lazaristas, y que, en 1587, fuerza la puerta del palacio para ir a convertir al sultán Murad III. Liberado milagrosamente después de múltiples torturas, muere dulcemente en Italia en 1612. San Vicente debió oír hablar de él a sus cohermanos que dieron la misión en Leonessa (VIII, 31, 116). José de Leonessa fue beatificado en 1737, seis días después de la canonización de San Vicente.

¿Significa esto que San Vicente se opone a todo contacto misionero con el ambiente musulmán? De hecho, si se niega a ello directamente, no es por principio, sino sencillamente por prudencia. No se podía poner en tela de juicio las misiones entre los pobres esclavos por algunas conversiones a veces aleatorias. Es lo que decía San Vicente a Felipe Le Vacher cuando le pedía que moderara su ardor (IV, 498-499). No obstante, si llegado el caso, se presentaba una conversión, San Vicente no expresa ninguna crítica a pesar de los inconvenientes que pueden seguirse de ello, como lo que ocurrió con el hijo del bey de Túnez. Así escribe a Antonio Portail: «El Padre Guérin, de Túnez, sigue trabajando allí con mucha bendición. Se ha librado de un gravisimo peligro como consecuencia de la conversión del hijo del rey que, habiendo huido con cinco o seis de su séquito, se han ido a recibir el bautismo a Sicilia; y el pobre Padre Guérin, obligado a estar encerrado durante un mes, bajo la sospecha de haber contribuido a la fuga, no hacía más que aguardar a que de un momento a otro vinieran a buscarlo para ponerlo en la hoguera; él estaba dispuesto al martirio» (II, 531). San Vicente recomienda solamente la mayor discreción y da la razón de ello en una carta a Juan Barreau que estaba en Argel. Le aconseja «que no escriba ni hable nunca de las conversiones de allí y, más todavía, que no insista en las que vayan contra la ley del país. Hay motivos para temer que alguno finja la conversión para suscitar algún tumulto» (III, 43).

Incluso está dispuesto a acoger a un convertido en su comunidad, fiel en esto a su práctica de ver todo acontecimiento como un signo de Dios. Es lo que dice a Edmundo Jolly, superior en Roma: "Resulta algo muy extraño que un turco haya sido admitido al estado eclesiástico, y más aún que lo hayan aceptado en una comunidad. Sin embargo, puede haber excepciones a la regla general, que excluye a esa clase de personas de nuestros santos ministerios; ése que le ha pedido entrar en nuestra compañía para hacerse sacerdote podría tener tales cualidades que convendría recibirlo" (VII, 322).

Dimensión universal de la misión

Para San Vicente, la misión es una. La evangelización debe dirigirse tanto a los cristianos, para reforzarlos en su fe como a los que no conocen todavía la religión cristiana para llamarlos a la conversión. Los misioneros de Berbería deben ocuparse de todos, teniendo en cuenta ciertas prioridades. San Vicente cita respecto a los turcos, el relato «de un sacerdote de la misión enviado para la conversión de los infieles» (IX/2, 1023). No se puede ser más explícito. Con frecuencia pone bajo el nombre de pobres a todos aquellos que tienen necesidad de su ministerio, cristianos o no. «La verdad es, Padre, que podrán hacer bien en el extranjero con los pobres y los presos solamente aquellos que lo hayan hecho aquí con los enfermos y los afligidos» (III, 311).

Se explica de la misma manera escribiendo a Santiago de la Fosse que duda en ocuparse de las Hijas de la Caridad: «como la virtud de la misericordia tiene diversas operaciones, también ha llevado a la Compañía a diferentes maneras de servir a los pobres: el servicio que hace a los forzados de las galeras y a los esclavos de Berbería» (VIII, 226). Y cuando habla de «la conversión de las naciones pobres» piensa explícitamente tanto en las Indias y en Japón como en Berbería (XI/3, 190).

El interés de San Vicente por los países musulmanes encuentra su fuente en un atractivo personal, pero también en razones teológicas pues, en varias ocasiones, recuerda que el Papa «tiene el poder de enviar a todos los eclesiásticos por toda la tierra, para la gloria de Dios y la salvación de las almas» (II, 45). (Ver también: III, 143, 147, 165; XI/3, 299). Según él, el reconocimiento oficial de la Congregación de la Misión por la Santa Sede exige tener una visión universal de la misión. «Nuestra vocación -recuerda San Vicente- consiste en ir no a una parroquia ni solamente a un obispado, sino por toda la tierra» (XI/4, 553).

Preocupado por el avance de las herejías, especialmente de la herejía protestante, se pregunta también, en función de cierta teología de la historia, si el porvenir de la cristiandad no residirá en los países no cristianos. Confía a Juan Dehorgny «¿Quién sería capaz de decir que Dios no nos llama ahora a Persia? ... ¿Sabemos acaso si no querrá Dios trasladar la Iglesia entre los mismos infieles, que quizás se muestran más inocentes en sus costumbres que la mayoría de los cristianos, que en tan poco estiman los santos misterios de nuestra santa religión? Puedo decirle que es éste un sentimiento que hace tiempo está haciendo mella en mi alma» (III, 142; cf. III, 37 y XI/3, 205).

La teología pastoral de San Vicente

La voluntad misionera de San Vicente está sostenida e iluminada por una pedagogía adaptada. No podemos olvidarlo, su teología pastoral está basada en el misterio de la Encarnación. El primer aviso que da a los misioneros que van a Argel y a Túnez se refiere a esto: «deben tener una devoción especial al misterio de la Encarnación, por el que el Señor bajó a la tierra para asistirnos en nuestra esclavitud, en la que nos tiene cautivos el espíritu maligno» (X, 372). Por tanto es normal que su misión consista especialmente en ayudar espiritual y corporalmente a todos los esclavos cristianos. Encontramos de nuevo la intuición primera de San Vicente, según la cual la mejor manera de combatir la herejía en los campos de Francia es reforzar a los fieles en su propia fe. Para ello es necesario dar pruebas de prudencia y de paciencia. San Vicente recomienda a Juan Barreau: «tome todas las precauciones posibles para no darles a los turcos ningún motivo de abuso» (VI, 130).

Por otra parte, excepto de su proprio celo, el misionero no puede creerse responsable de todo. San Vicente lo recuerda a Felipe Le Vacher que es enviado a Argel para aliviar a los cautivos. Sin embargo, le dice, «no es usted responsable de su salvación, según cree» (IV, 497) y tranquiliza del mismo modo al hermano de éste, Juan, que se encuentra en Túnez: «Dios no le exige que vaya usted más allá de los medios que le proporciona» (VII, 431). En otras ocasiones es imposible trabajar o triunfar, entonces recomienda abandonarse a Dios. Es lo que aconseja a Juan Barreau: «tenemos que quedarnos en paz, adorando el poder de Dios en medio de nuestra debilidad» (VI, 12). O también: «Después de que haya hecho todo lo posible para que no perviertan a ningún cristiano, habrá que consolarse en Nuestro Señor, que podría haber impedido aquel mal y no lo hizo» (V, 33).

La pedagogía misionera de San Vicente

Dicho esto, el objetivo de un misionero es convertir a todo hombre a la fe católica. San Vicente, dentro de la línea trazada por San Francisco de Sales, reconoce que la religión cristiana no la comparten todos, pero rehusa imponerla por la fuerza. Una religión de amor no puede extenderse más que por persuasión. Habiendo tenido que afrontar, desde su más tierna infancia, las tensiones provocadas por el protestantismo, tiene el sentido de la pluralidad religiosa y el respeto a las conciencias. Por eso pide a sus misioneros que eviten toda polémica o todo gesto que pudiera ser mal interpretado. La conducta que les dicta es clara. Recordemos lo que les prescribe: «Se sujetarán a las leyes del país, fuera de su religión, sobre la cual no disputarán nunca y no dirán nada en desprecio de ella» (X, 373). Se podría tener en cuenta para la misión entre los musulmanes lo que decía San Vicente con relación a los protestantes: «Que se acuerden que no han ido allí por los herejes, sino por los pobres católicos y que si, a pesar de eso, de pasada, se presenta la ocasión de instruir a alguno, que lo hagan mansa y humildemente, demostrando que lo que les dicen sale de unas entrañas de compasión y de caridad, y no de indignación» (I, 441).

San Vicente habla por experiencia. «Puedo deciros que nunca he visto ni he sabido que se haya convertido ningún hereje por la fuerza de la disputa, ni por la sutileza de los argumentos, sino por la mansedumbre. Pues es cierto que esta virtud tiene mucha fuerza para ganar a los hombres para Dios» (XI/4, 753). La razón es que «no se le cree a un hombre porque sea muy sabio, sino porque lo juzgamos bueno y lo apreciamos» (I, 320). Por eso, la primera evangelización es la del testimonio. El misionero puede hacer mucho, haciendo el bien que está a su alcance. San Vicente cree en el valor del ejemplo. Es la base de su teología misionera, anclada en el misterio de la Encarnación. Es necesario imitar a Cristo «que empezó a hacer y después a enseñar». Esta máxima marca la introducción de las Reglas Comunes de los sacerdotes de la Misión y constituye su originalidad. Al superior de Marsella, Fermín Get, que comienza a dudar del valor del trabajo en Berbería, San Vicente le escribe: «Y aun cuando de su estancia allí no se siguiera más bien que demostrar a esa tierra maldita la belleza de nuestra santa religión, al enviar allá a unos hombres que atraviesan los mares, que abandonan voluntariamente su país y sus comodidades y se exponen a mil ultrajes por el consuelo de sus hermanos afligidos, me parece que los hombres y el dinero, estarían bien empleados» (VII, 107).

Así, cuantas veces el bien realizado es reconocido como tal, San Vicente no deja de alegrarse. «Nuestras gentes de Berbería, escribe el 28 de agosto de 1654 al superior de Varsovia, son tan edificantes, por la misericordia de Dios, que el bajá de Trípoli, en Berbería, está pidiendo que le envíen a alguien que obre como ellos, e incluso se ha propuesto escribirle al rey para ello» (V, 165). Cuenta también en una conferencia hablando de Juan Le Vacher: «Al volver de Túnez, el bey, aunque bárbaro, le dijo que así es como se ganaría el cielo, haciendo limosnas... Ya veis cómo es el motivo de que hasta los infieles respeten nuestra religión» (XI/3, 320). Y continúa: «Esto me lo confirmó igualmente el Padre Felipe Le Vacher, su hermano, cuando le pregunté cómo se portaban los turcos frente a nuestra religión; me dijo que, en lo referente a las cosas espirituales, eran demasiado groseros y no eran ni mucho menos capaces de comprenderla, pero que, en lo referente a las cosas y ceremonias exteriores, las respetaban y veneraban, y que, incluso, prestaban a veces su tapices para nuestras solemnidades». (XI/3, 321).

La conclusión que de ello saca San Vicente sigue siendo de actualidad. «¡Oh, Salvador! ¡Oh, Sacerdotes de la Misión! ¡Oh, todos los miembros de la Misión! De esta forma podemos hacer que sea respetada nuestra santa Fe, viviendo según Dios e imitando a ese buen Padre Le Vacher» (XI/3, 321).

(Traducción: Hijas de la Caridad, París. Centro internacional de traducción)

Este texto recoge en parte mi artículo publicado bajo el mismo título en el «Bulletin des Lazaristes de France», nº 98, febrero 1985.

Las cifras en el texto remiten a la edición española, San Vicente de Paúl, Obras Completas, Ediciones Sígueme. Se cita el volumen y la página. Corresponde a P. Coste «Saint Vincent de Paul, Correspondance, Entretiens, Documents», 14 volúmenes, París 1920-1925.

Pascal «Obras completas», Biblioteca de la Pleyade, Gallimard, 1954, p. 1192-1193.

L. Chierotti, «Il catechismo malgascio del 1657», Vincentiana, nº 3, 1990, p. 326.

Uno de los primeros autores que pone en duda la veracidad de la esclavitud de San Vicente es A. Redier, «La verdadera vida de San Vicente de Paúl», París, 1927. Su tesis la recoge y desarrolla P. Grandchamp, «La pretendida cautividad de San Vicente de Paúl en Túnez», impresa aparte, Túnez 1928-1929, texto reeditado en 1965 en los cuadernos de Túnez

Citemos a G. Turbet-Delof, que refutó los argumentos de Grandchamp en su artículo «San Vicente de Paúl ¿estuvo esclavo en Túnez?», Revista de Historia de la Iglesia de Francia, LVII, nº 161, julio-diciembre 1972, p. 331-340. P. Miquel, «Vicente de Paúl», Fayard 1996. B. Pujot, «Vicente de Paúl, el precursor», Albin Michel, 1998. R. Wulfman, «Caridad pública y finanzas privadas: San Vicente, gestor y santo», Presses Universitaires du Septentrion, 1998. B. Koch, «San Vicente, experto en gestión», «Bulletin des Lazaristes de France», nº 168, abril 1999, p. 93-110.

H. Simard, «San Vicente de Paúl y sus obras en Marsella», Lyon, Vitte, 1894, p. 19.

R. Mantran, «Istanbul en la segunda mitad del siglo XVII», Maisonneuve, 1962, 553-554.

G. de Vamas, «El despertar misionero de Francia en el siglo XVII», Bloud y Gay, 1959, p. 330.

En 1659, San Vicente explicará la importancia estratégica de la casa de Marsella: «Se encuentra esa casa a medio camino entre París y Roma, es un puerto de mar donde se toma el barco para Italia y para Levante: por consiguiente es muy útil para la Compañía. Cuidan allí de la salvación y del alivio de los pobres galeotes, sanos y enfermos, y llevan los asuntos de los esclavos de Berbería» (XI/3, 444).

Estos corsarios no vacilan en hacer incursiones hasta Islandia. En 1627, saquean la ciudad de Reiquiavik, (cf. Bartolomé y Lucile Bennassar, «Los cristianos de Alá. La historia extraordinaria de los renegados, siglos XVI y XII», Perrin, 1989, p. 397 y ss).

P. Coste, por el contrario, en su biografía, «El gran santo del gran siglo, `Señor' Vicente», Desclée de Brouwer, 1931, 3 vol., trata la misión en Berbería como una simple obra que sitúa en la prolongación de la de los mendigos, presos y galeotes.

Artículo «Joseph de Leonessa», en la enciclopedia Catolicismo, tomo VI, columna 1002.

San Vicente reconoce, con razón, la importancia de las solemnidades religiosas y de los cantos litúrgicos como expresión de la fe cristiana. Considera que la liberación de su esclavitud se debe a «algunas alabanzas cantadas en su presencia» de unas mujeres de su amo (I, 82). Sabemos también actualmente cómo las liturgias orientales, con sus cantos y su culto lleno de grandeza, pueden tener una influencia profunda en algunos musulmanes.

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