Una búsqueda diaria y apasionada

Una búsqueda diaria y apasionada

por Mons. Beniamino De Palma, C.M.

Arzobispo de Nola (Italia)

El Obispo sea como un padre y un hermano para los pobres... Su diócesis sea un lugar en el que la Iglesia sea verdaderamente la Iglesia de los pobres... Rece con los pobres, coma con los pobres... Sea un padre y un hermano para los sacerdotes de su diócesis... Sea capaz de escucharlos.

En su intervención en el Sínodo de los Obispos del pasado octubre, el Padre Robert Maloney consignó, en la sencillez y belleza de pocas palabras, el perfil de un "pastor" solícito en el servicio de los más necesitados, hombre del optimismo y del diálogo, atento a las personas más que a las estructuras, sensible hasta el punto de intuir cuándo en la variedad de ocasiones es tiempo de dar ánimo, de sostener, de orientar, de partir...

Sin importar el puesto diverso que como obispos se nos atribuye en el organigrama comunitario, creo firmemente que la pertenencia a la Familia Vicenciana sea una dimensión del corazón. Amo mi comunidad de origen: en su regazo nació el proyecto de mi existencia. Espero entonces compartir con cada uno de mis cohermanos una búsqueda diaria y apasionada de comportamientos que expresen fielmente y, al mismo tiempo, definan cada vez mejor la identidad y el ideal vicencianos adquiridos en los tiempos de la formación. Retoños madurados después allí donde la Comunidad me ha pedido celebrar el don de mi consagración y del sacerdocio, a través de innumerables ocasiones de crecimiento humano e interior, de encuentro con los pobres y sus historias...

Una mirada al camino hasta ahora recorrido me devuelve la sensación de que en los acontecimientos no siempre es fácil descifrar aquella voluntad a la que el Santo Fundador "mandaba" acogerse dócilmente y sin tardanza. Se ha dado esto también en mi vida, sobre todo en aquellos "éxodos" decisivos que lo empujan a uno fuera de esquemas y seguridades hacia aventuras nuevas y desconocidas.

Hasta el último imprevisible giro que Él ha impreso a mi vida llamándome al ministerio episcopal. Soy profundamente consciente de que esto ha sucedido no por mérito mío, sino por el inescrutable designio de Aquel que dispone todas las cosas según su querer, y "me ha juzgado digno de confianza al encomendarme el ministerio" (1 Tm 1, 12). Es muy cierto: Dios elige aquello que el mundo considera necio, y débil, y despreciable (cf. 1 Co 1, 27-28).

Mi actual experiencia como obispo en una diócesis del Sur de Italia, vasta como territorio y compleja en su problemática, me pone continuamente en contacto con situaciones en las que debo indicar, infundir -y hasta buscar juntamente con otros- razones probables de esperanza, sueños y coraje para reemprender caminos que se estrechan y que a veces se interrumpen. Son tantos los asuntos humanos en que advierto cuán necesaria es la presencia de una Iglesia apasionada por el hombre, capaz aunque sólo fuera de estar (como el samaritano de la parábola evangélica, como el cirineo del camino de la cruz) al lado de jóvenes, de familias, de hombres y mujeres, de ancianos y niños, de obreros y discapacitados cuyas vidas comprometidas y despedazadas son formidables provocaciones a mi fe, desafíos a mi esperanza y a mi confianza en la redención de esta historia, inderogable llamada a mi caridad cristiana y pastoral. Son estos los momentos en los que las "palabras desnudas" y exigentes de San Vicente retornan, como para disolver toda presunción: una gran confianza en la ayuda de Dios es el medio supremo para llevar a cabo su obra. Él es la fuerza de los débiles y el ojo de los ciegos.

No "hombre del templo" o administrador del culto -me digo a mí mismo- sino compañero de camino para todo hombre hermano mío, testigo y servidor de aquella "caridad inventiva hasta el infinito" que hay que vivir con los colores de la sencillez, de la mansedumbre, de la inquietud pastoral. La caridad "afectiva" y "efectiva", que ha llevado a San Vicente a formular en una única y esencial síntesis las direcciones en las que hay que orientar el propio camino: No me basta con amar a Dios, si no lo ama mi prójimo. He de amar a mi prójimo, como imagen de Dios y objeto de su amor, y obrar de manera que a su vez los hombres amen a su Creador, que los conoce y reconoce como hermanos, que los ha salvado (...) (SV XII, 262-263 / ES XI, 553-554).

En las fuentes de la espiritualidad vicenciana, la gratitud y la alabanza, el abandono en las manos misericordiosas y providentes de Dios, son las primeras disposiciones, las del corazón, las más profundas y radicales, sobre las cuales advierto la necesidad de verificar continuamente las decisiones y proyectos de mi vida.

Estoy convencido, pues, de que todo parte de esta visión obstinadamente "optimista" de una realidad de todos modos redimida por el misterio de la Cruz y de todos modos atravesada por el paso de Dios. Creo que testimoniar la "esperanza pascual" es una de las exigencias urgentes a las que hay que responder -como creyente y como presbítero- dentro de esta cultura nuestra siempre más anclada en el presente, desconfiada ante un futuro confuso, escéptica ante toda certeza, hecha añicos en el corazón por tensiones individualistas, a pesar del imparable proceso de globalización.

Pienso en las dificultades y los dramas de cuantos encuentro en mi ministerio. Pienso en tantos jóvenes, adultos, mujeres y hombres que intuyo desgarrados interiormente entre deseos y necesidades, entre buenos propósitos y resignación, entre historias que quisieran cambiar y realidades que por otra parte apagan los sueños.

En estos momentos recuerdo el encanto y la determinación de lo que San Vicente decía: ¡Debemos echar las redes con valentía! (Cfr. SV III, 282 / ES III, 258). Los años transcurridos de ministerio episcopal han sido una "escuela de humanidad", un sendero inagotable de sorpresas. Pero en la trama de los acontecimientos sigo buscando y recogiendo con sinceridad todas las ocasiones que en alguna manera me interrogan y me comprometen como vicenciano.

Repensar, por tanto, mi experiencia personal de "obispo vicentino" quiere decir para mí destacar algunas dimensiones bien precisas. En particular:

1. El primado de la evangelización

La sensibilidad pastoral del Fundador lo llevaba a considerar la Palabra como continuación de la misión del mismo Hijo de Dios. Así nos lo ha enseñado, y a la luz de tal proyecto gastó él mismo su propia vida. Por esto el Resucitado ha dispersado su Iglesia en el mundo, y por esto (San Vicente estaba bien convencido de ello) el Espíritu ha suscitado la "pequeña Compañía". Entregar hoy al hombre la Buena Noticia quiere decir contarle que esta vida, esta historia tienen un sentido; quiere decir reavivar en él la dignidad de criatura redimida y la nostalgia de Dios. En el Sínodo, el Cardenal Martini ha planteado la hipótesis del retorno al Evangelio como una respuesta cultural decisiva a la necesidad que tiene Europa -los jóvenes sobre todo- de encontrar una identidad y de encontrar los valores que expresen la verdad sobre el hombre. Como obispo, esta sensibilidad se traduce en la responsabilidad de multiplicar y sostener los caminos que conducen a Cristo e invitan a "fijar la mirada en Él", porque de la escucha de su Palabra es de donde brota la seductora llamada del seguimiento.

2. El mundo de los pobres

Ternura hacia los más necesitados y hacia cuantos en la vida, en la carne, en el corazón llevan los estigmas de los mecanismos antiguos y nuevos de la injusticia: pienso que este sea el sentido histórico del Evangelizare pauperibus y representa, al menos a nivel de intenciones, una de las atenciones constantemente presentes en mi programa de servicio. Una "opción fundamental" que hay que hacer operativa en los términos en que el mismo Padre General sugería: que el Obispo en su diócesis despierte la atención de sus miembros, especialmente de los ricos, y la oriente a las posibilidades de entregarse juntos al servicio de los pobres. Oriente a los jóvenes y ancianos, a hombres y mujeres, clérigos y laicos, a los ricos y a los mismos pobres, a ponerse al servicio de los más necesitados... Haga proyectos con los pobres, de modo que puedan tener voz en su propio futuro. Celebre la Eucaristía con ellos y con ellos comparta la Palabra de Dios. Les comunique su convicción de que el Reino de Dios está aquí, y es para ellos. Y, dado que casi siempre las mujeres y los niños son los más pobres entre los pobres, sostenga la lucha por los derechos humanos fundamentales. Pedagogía para esta solidaridad es un estilo de vida sobrio, tendiente a lo esencial: La gente estima sobre todo la pobreza de un obispo que conforma su vida a la de Nuestro Señor, Obispo de los obispos (Cfr. SV III, 94 / ES III, 92-93). Son palabras de San Vicente que tienen el sabor de la experiencia y de la sabiduría.

3. Los sacerdotes, mis amigos

Así como Nuestro Señor debe ser nuestro modelo en cualquier circunstancia en que nos hallemos, los que están destinados a dirigir a los otros deben fijar su vista en Él y regularse por Él. Él gobernaba con amor... La mesa compartida y la vida de fraternidad con los presbíteros, que conmigo sobrellevan el peso y la gloria del empeño pastoral, son ocasiones preciosas para que el presbiterio diocesano se vea como lugar de acogida, de reconciliación y de fiesta, y sea no sólo "cantera" de iniciativas y de proyectos, sino familia para cada sacerdote. Estoy convencido de que la inagotable búsqueda de la armonía dispone también mejor a volver a los propios ministerios con una actitud interior más serena y dispuesta a acoger los desafíos de una sociedad y de una cultura de fisonomía mudable, en busca de sentido y de certezas. La intuición de San Vicente, que pone la caridad fraterna como condición de calidad para la caridad pastoral, es extraordinariamente verdadera para nosotros, llamados a ser hombres de paz, de reconciliación y de comunión, pero que con frecuencia corremos el riesgo de ser buenos maestros pero no así mismo buenos testigos.

Con cada uno de mis sacerdotes quisiera finalmente compartir también el empeño de la formación permanente, que pienso sea uno de los componentes decisivos para la actual tarea de "anunciar el Evangelio a un mundo que cambia" dentro de los territorios en que vivimos y en torno a ellos. En su tiempo, San Vicente daba muestras de tener bien claro en su mente también este aspecto; el sacerdote debe ser instruido, de otro modo haría ofensa a Dios... Ser sacerdote sin la ciencia requerida es serlo contra la voluntad de Dios... Ciertamente, se requiere una cultura que no se centre dentro de ella misma, sino que ayude a afinar sensibilidad y discernimiento, que haga rica de humanidad la vida del presbítero, lo arraigue con entusiasmo en su vocación y lo entregue a su pueblo como icono semejante al Buen Pastor de forma que: aprendáis también (la ciencia) de Nuestro Señor y sus máximas, y las pongáis en práctica, de forma que todo lo que aprendáis os sirva (...) para servir mejor a Dios y a su Iglesia (SV XII, 64 / ES XI, 373).

4. Los laicos, el pueblo que amo

A diario experimento en el laicado una muy variada riqueza de carismas, de disponibilidad, de bondad. Su experiencia de vida les hace expertos en las alegrías, en los dolores, en las ansias, en las esperanzas que se esconden en el corazón de la sociedad; su sensibilidad para los temas de la justicia, de la paz, de los derechos humanos, es capaz de aferrar lo que a mí, a nosotros hombres del templo y de los dogmas, tal vez se nos escapa de la vida misma... Me pregunto a veces: ¿en cuántas de sus iniciativas se movió San Vicente por las intuiciones y la generosidad de personas sencillas?

La estima por los laicos se traduce, entonces, en atención privilegiada para con ellos. Crecer en sintonía, laicos y presbíteros, a través de un diálogo abierto y constructivo, animarlos en la ministerialidad y misionariedad, valorar sus energías en servicio del Reino, hacerlos protagonistas y portadores de una cultura arraigada en el Evangelio, están entre los objetivos imprescindibles y ambiciosos del proyecto pastoral en una Iglesia que pretenda vivir de manera creíble en obediencia al Evangelio que anuncia, y en los signos concretos de una caridad que se hace historia.

En la diócesis en que vivo, la presencia de otras confesiones e Iglesias cristianas exige un continuo ejercicio del diálogo, de humilde búsqueda de una verdad mucho más amplia que los fragmentos de que cada uno dispone. Esta tensión ecuménica difunde y consolida no sólo actitudes de respeto y de comunión en la diversidad cultural y religiosa, sino que contribuye a alimentar también en las comunidades la necesidad de encontrar los fundamentos de la propia fe.

Ante los escenarios que se abren, cargados de esperas pero también de aprehensiones, sé que cada día empieza de nuevo mi camino junto con el pueblo que Dios me ha confiado. El único título del que de verdad me atrevo a ufanarme es el de ser un hijo de San Vicente de Paúl. Le dejo a él todavía las últimas palabras:

Oh Salvador del mundo, te elijo como el único ejemplar de mi vida, y te ofrezco el propósito santo e irrevocable de vivir según las promesas que he hecho en el santo Bautismo y al recibir las Órdenes sagradas.

(Traducción: JOHN DE LOS RÍOS, C.M.)

En Vincentiana 45 (2001) 517-518