Jesucristo, vivo en su Iglesia, manantial de esperanza para Europa

JESUCRISTO, VIVO EN SU IGLESIA,

MANANTIAL DE ESPERANZA PARA EUROPA

Algunas reflexiones respecto a la Asamblea especial para Europa

del Sínodo de los Obispos

por Jean Landousies, C.M.

Provincia de París

La segunda Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, mantenida en Roma, del 1 al 23 de octubre de 1999, ha clausurado la serie de sínodos continentales convocados por Juan Pablo II en la perspectiva del Jubileo del año 2000. No es mi intención dar aquí una visión general de ella. Dos de nuestros hermanos de Congregación (Mons. F. Rodé, Arzobispo de Ljubljana y Mons. T. Goclowski, Arzobispo de Gdansk) estarían más cualificados. Quisiera simplemente ofrecer algunas reflexiones de un observador exterior sobre algunos de los numerosos temas abordados y que nos conciernen más directamente como vicencianos. Lo haré partiendo de los documentos publicados durante el Sínodo por la sala de prensa. Dentro de un año, una exhortación apostólica del Papa deberá retomar lo esencial de la reflexión sinodal.

1. Un atestado realista

Varios órganos de prensa, basándose particularmente en una cierta lectura de la Relatio ante disceptationem (informe introductorio) del Cardenal Rouco, de Madrid, comunicaron que el punto de arranque de este sínodo había sido una descripción pesimista de la situación de la Iglesia en Europa. Es sin duda verdad que varios obispos llegaron al sínodo con tal espíritu. No obstante, parece más justo leer las intervenciones de los primeros días como un atestado realista de la grave crisis de la fe que alcanza a las sociedades europeas hoy y, sobre todo, como una toma de conciencia de la gran diversidad de situaciones existente entre las Iglesias de los países anteriormente llamados del Este y los del Oeste, así como en el interior mismo de estas regiones.

A modo de ejemplo, tomemos la intervención del Cardenal Eyt, de Burdeos: “La idea de que el cristianismo habría fracasado en Europa es una idea extendida que provoca, a veces, programas de distanciamiento entre la Iglesia, el cristianismo y la cultura contemporánea. Se sigue una especie de `apostasía tranquila' de una mayoría de los europeos, al menos occidentales, y muy especialmente de los adolescentes y los jóvenes. `Anima europea naturaliter iam non christiana' (El alma europea naturalmente ya no es cristiana)”. Mons. Rodé (Lubliana) insiste sobre el futuro de la fe en Europa. Ciertamente, subraya él, la práctica religiosa desciende, los valores cristianos se desmoronan, a pesar del Concilio y del enorme esfuerzo de renovación de la Iglesia. Pero “tal vez se prepara un retorno. Veo la prueba de ello en la quiebra del ateísmo de este siglo cruel... Habiendo revelado su radical negatividad, es lícito esperar que aparezca también, a los ojos del hombre europeo, como una prisión para el corazón y la inteligencia, incapaz de dar un sentido a la vida y un futuro a la humanidad. Ahora bien, sin futuro, el hombre es presa de la desesperación o amenazado de locura”.

La primera parte del Sínodo ha permitido hacer un serio “estado de la situación” que ha abierto la puerta a un nuevo optimismo, porque como dirá el Cardenal Tettamanzi, de Génova: “el realismo cristiano que debe animar nuestro discernimiento tiene que abrirse a un optimismo radical. Es el optimismo que nace de la fe en la presencia del Señor Jesús, que no ha abandonado a la Iglesia ni al hombre, y que continúa enviando su Espíritu de los cuatro vientos para que alcance y transforme también Europa hasta en sus partes más retiradas. Es lo que ha tenido lugar continuamente durante estos dos mil años de historia. Y numerosos son los signos de esta presencia operante y vivificante del Espíritu”.

Era ya la llamada a una `vigorosa esperanza' lanzada por Juan Pablo II en la homilía de la misa de apertura. El mensaje final del Sínodo, centrado en “el Evangelio de la esperanza” viene a confirmar este estado de espíritu que atravesará finalmente la Asamblea. Los trabajos de grupo pusieron bien en claro que el contexto de la misión en Europa hoy es el de una crisis de la fe. En efecto, en el transcurso de los últimos años, las sociedades han sufrido una fuerte secularización. Sin embargo, a pesar de los numerosos aspectos negativos de esta situación, no conviene tener una visión pesimista de las cosas, ya que, por otro lado, se comprueba, un poco por todas partes, una fuerte demanda de fe. Asimismo, parece más justo interpretar esta situación de crisis como un signo, una invitación a aunar las energías de las comunidades cristianas para hacer renacer la verdadera esperanza.

2. Volver a centrar la misión sobre Cristo

De manera general, este Sínodo ha sido una incitación a pescar en alta mar. En un período de duda, de inquietud por el futuro, en el que la confianza y la esperanza están sometidas a dura prueba, es una llamada a superarse, a comprometerse en el seguimiento de Cristo, rechazando quedarse en las apariencias, en la superficie de las cosas, para volver a lo esencial. Por consiguiente, para afrontar serenamente la difícil situación espiritual que atraviesa el continente, es urgente volver al origen mismo de la misión y volverse a las raíces profundas de la fe en Cristo para anunciarle y de conducir a los hombres hacia Él, pues dirá de nuevo Juan Pablo II: “Jesucristo está vivo en su Iglesia y, generación tras generación, sigue `acercándose' al hombre y `caminando' con él. Es principalmente en los momentos de prueba, mientras las desilusiones amenazan con hacer vacilar la confianza y la esperanza, cuando el Resucitado cruza las sendas del extravío humano y, aun sin ser reconocido, se hace nuestro compañero de camino”. (Homilía de apertura, 2)

Es, pues, necesario, volver a situar en el centro de la misión el misterio de Cristo, manantial de esperanza, sin separarlo de la Iglesia, que debe ser un vivo testimonio del mensaje evangélico. La Iglesia no tiene otro tesoro que anunciar a Jesucristo muerto y resucitado. Este es el kerygma que debe estar en el corazón de su misión, con el convencimiento de que la salvación de Jesús es necesaria para nuestra época y nuestra cultura. Cuando es recibido, este mensaje conduce a un cambio moral progresivo de toda la existencia y a su celebración litúrgica.

El anuncio del kerygma adquiere una importancia todavía mayor de cara al número considerable de nuestros contemporáneos que no conocen ya lo esencial del mensaje cristiano o hacen de él tan sólo un repertorio de valores adquiridos y hasta superados. Además, para la mayoría, ¿es Cristo reconocido todavía como el Hijo de Dios? ¿Es Él nuestro Salvador? Por otra parte, ¿tiene aún sentido plantearse tales preguntas, cuando no se sabe o no se comprende ya de qué o por qué uno debería ser salvado por aquel hombre que vivió hace ahora 2000 años? Así por ejemplo, la celebración del Jubileo o más exactamente, para la mayoría sin duda, la fecha misma del año 2000, ¿tiene otro significado que el del simbolismo de las cifras? En un mundo donde, con justo título, el espíritu democrático configura cada vez más las mentalidades, ¿puede ser la fe algo más que el fruto de una opinión común, fundada en unos sondeos? ¿Puede ser todavía una verdadera confesión?

Es, pues, urgente ofrecer al hombre europeo un anuncio renovado de Jesucristo único Salvador y de la salvación que Él trae a todos los hombres y a todos los pueblos, principalmente a los más pobres de entre ellos, y dar testimonio de una fe que suscite una esperanza duradera. Este anuncio debe poner en claro que Cristo revela la verdadera identidad del hombre y hace posible la comunión del hombre con Dios. La concepción del hombre que Cristo revela es la respuesta más eminente a la búsqueda de la dignidad de la persona, una de las aspiraciones más altas del hombre de hoy. En efecto, ella nos dice que la existencia de cada persona humana tiene un sentido a los ojos de Dios, que la comunión entre las personas es históricamente posible y que la diversidad puede llegar a ser una riqueza. Ella nos indica también que la fuerza del Reino actúa en la historia y contribuye a la edificación de la ciudad del hombre según Dios, que la caridad da un valor eterno a todo gesto que humaniza y que el sufrimiento, libremente asumido, se transforma en instrumento de Redención. Es finalmente la certeza de que la vida triunfa definitivamente sobre la muerte.

3. Transmitir la fe

La transmisión de esta fe en Cristo muerto y resucitado, siempre operante en nuestro mundo, es una cuestión crucial. Pero, es preciso subrayar que este problema no es propio de la Iglesia. Nuestra misma época parece incapaz de transmitir su herencia espiritual, moral y cultural a las generaciones siguientes. Por otra parte, la evangelización hoy se realiza en un contexto cultural nuevo que representa un inmenso desafío para la fe y la actuación de los cristianos. Se ha dicho que Europa es una especie de laboratorio donde se verifica la confrontación entre la fe y la modernidad. En efecto, la transmisión de la fe debe, con frecuencia, tomar en consideración el proceso de secularización que reduce el horizonte del hombre a lo concreto y visible, excluyendo así a Dios y lo invisible.

No obstante, en este mismo contexto, el hombre siente una profunda necesidad de esperanza y de certezas. Desde ese momento, transmitir la fe exige que el misterio de Cristo se anuncie en su totalidad, pues de lo contrario es imposible responder a las grandes cuestiones que se plantea el hombre. Esto es tanto más importante cuanto que muchos de nuestros contemporáneos no logran ya determinar lo que distingue el cristianismo de las numerosas corrientes de espiritualidad de todo tipo que invaden los espíritus. La fe cristiana no es un vago sentimiento religioso poco apremiante. Anunciar a Cristo vivo y dar testimonio de Él, pide manifestar, sin miedo, lo específico de la identidad cristiana. ¿Cómo no sentir entonces la necesidad hacer prueba de audacia en la oferta de la fe, una audacia traducida también en un mayor entusiasmo que ciertos Padres sinodales han caracterizado de paulina?

La dimensión escatológica del anuncio de la fe, con frecuencia subdesarrollada en la predicación, encuentra en realidad un punto de apoyo en las aspiraciones secretas del corazón del hombre europeo, obsesionado por las cuestiones del sufrimiento y de la muerte. Esta espera escatológica afecta también a la vida actual. La llegada del Reino de Dios a este mundo no es el fruto de nuestros esfuerzos humanos, a menudo bien desesperanzados, sino que, ante todo, brota de la gracia gratuita de Dios.

Es, pues, urgente que cada cristiano y cada comunidad cristiana recobren un espíritu misionero para anunciar el kerygma con la fuerza que da el Espíritu que ya está actuando, buscando métodos nuevos que permitan encontrar al hombre allí donde él se “hace” y se expresa hoy. El anuncio del Evangelio es una tarea que corresponde a todos los cristianos. Esto exige comunidades y personas auténticamente creyentes. El testimonio de las personas constituye una necesidad absoluta. Para evangelizar es preciso saber reconocer las carencias de los agentes de la evangelización y las de las comunidades, al nivel de la fe y de su expresión, como serían una fe fundada más en la costumbre que en las convicciones, una práctica religiosa rutinaria o una falta de interés por los desafíos culturales actuales. En un mundo que no acepta las doctrinas abstractas, es a través del testimonio individual y comunitario de creyentes auténticos, del acompañamiento de la vida diaria y de la escucha, como el Evangelio se anuncia a menudo con la mayor autenticidad e impacto. Por otro lado, si el conocimiento de las verdades fundamentales no puede ser soslayado -el haberlo hecho ha podido conducir también a la situación actual-, no es, con todo, evidente transmitirlo. Sólo apóstoles creíbles que hayan hecho ellos mismos la experiencia del encuentro con Cristo, el verdadero evangelizador, podrán tener la transparencia de los testigos y arrastrar en su seguimiento hacia Cristo. Sólo una persona evangelizada puede evangelizar, sólo una persona santificada puede ser instrumento de santificación. El evangelizador es aquel que se deja configurar por la caridad de Dios hasta el punto de convertirse en reflejo terrestre de su amor misericordioso para con los hombres.

Revitalizar las comunidades para que la Iglesia sea manantial de esperanza en Europa pasa por una especie de despertar espiritual, una toma de conciencia renovada del Señorío de Cristo, Hijo de Dios hecho hombre, es decir, confesando con vigor que Jesucristo es verdad y vida, única esperanza válida para todas las generaciones y no simple maestro de pensamiento, por digno que sea.

Desde este momento, el evangelizador se presentará como un profeta, signo de contradicción que, en una actitud de diálogo y de servicio, subrayando más la interrogación que la denuncia, discierne y acoge los signos positivos de la cultura y, al mismo tiempo, compara y subraya con vigor lo que va contra el interés del hombre y de su destino.

4. Evangelizar a los pobres

Si este tema no fue presentado explícitamente como un tema muy importante del Sínodo, sin embargo, estuvo presente de múltiples maneras en las intervenciones de los Padres sinodales. Así, desde los primeros días, Mons. Kenney, auxiliar de Estocolmo, en nombre de los obispos escandinavos, hizo algunos ruegos que me parecen significativos ya que fueron repetidos posteriormente de varias maneras:

  • “En primer lugar, pedimos que el Sínodo promueva acciones concretas para ayudar a los pobres de Europa, sea cual sea la razón de su pobreza. Esto significa una solidaridad todavía mayor hacia los países más pobres de nuestro continente. Al mismo tiempo, no podemos olvidar a los pobres de las otras partes del mundo. Dicho de otro modo, debemos ser más generosos de lo que somos hoy”. Recordando con energía que Europa no debía cerrarse en sí misma, los Padres hicieron de la solidaridad un punto clave de la reflexión tanto respecto a lo que es de la vida interna de la Iglesia (solidaridad entre las Iglesias del Oeste y del Este, por ejemplo), como respecto a las relaciones entre las naciones del continente para reforzar el proceso de construcción de Europa. Varios obispos insistieron enérgicamente en la responsabilidad de Europa y de las Iglesias para con los pueblos pobres y en la urgencia de un examen de conciencia por parte de las Iglesias más ricas. La presencia de delegados de los cinco continentes, pero quizás especialmente, el hecho de que numerosos obispos europeos tengan relaciones efectivas con las Iglesias más pobres, hizo que esta preocupación se sintiera cada vez más como una llamada apremiante a la solidaridad y a un cambio en los hábitos de consumo de las sociedades desarrolladas. “Sin austeridad, no podemos desarrollar una vida espiritual auténticamente solidaria”.

  • “En segundo lugar, pedimos que la Iglesia ponga aún más el acento sobre el problema de los emigrantes clandestinos presentes en muchos de nuestros países -que han alcanzado hoy varios millones en nuestro continente- y no permita que estas hermanas y estos hermanos nuestros sean olvidados”. La cuestión de la acogida del extranjero y, más ampliamente, del encuentro con el diferente apareció en numerosas intervenciones. Sería necesario, evidentemente, retomar toda la reflexión que se abrió sobre el encuentro de las culturas en el interior mismo del continente. Me limitaré aquí a dos elementos hoy candentes en numerosos países: la inmigración y el Islam.

- Se subrayó que, en ciertos países, la Iglesia y sus organizaciones representan, con frecuencia, la única fuente de asistencia y de apoyo. Habría que poner un acento importante, con realismo sin embargo, en la acogida que dispensar a los emigrantes, siendo conscientes de las dificultades y de los compromisos financieros necesarios. La ayuda ofrecida a estas personas debe permitirles desarrollarse por sí mismas y realizarse en colaboración con la Iglesia y con los países de procedencia. Ante la diversidad de las situaciones de las personas, inmigrantes económicos, refugiados que huyen de su país para salvar su vida o por desesperanza, se sugirió que los diferentes organismos eclesiales afectados puedan elaborar una crítica seria de las políticas europeas en este campo.

- La relación con los musulmanes, que no son todos inmigrantes o extranjeros, fue destacada por la prensa como un asunto particularmente difícil. Aunque algunas intervenciones no dieran prueba de gran apertura, se puede decir que, globalmente, el compromiso de la Iglesia en el diálogo con los musulmanes fue reafirmado con fuerza. No deja además de ser significativo que, unos días después de la clausura del Sínodo, el mismo Juan Pablo II presidiera en el Vaticano, en la plaza de san Pedro, una asamblea interreligiosa, ideada como prolongación del encuentro de Asís en 1986, y declarara: “El deber que nos espera consiste en promover una cultura del diálogo… Estoy convencido de que el interés creciente por el diálogo entre las religiones representa uno de los signos de esperanza en la última parte del siglo. Por tanto, hay que continuar. Una mayor estima mutua y una confianza creciente deben conducir a una acción común todavía más eficaz y coordinada en nombre de la familia humana”. Ciertamente, el Papa conocía las dificultades concretas de este diálogo, sin embargo, “hay que continuar”, ya que se trata de una opción irreversible de la Iglesia (cf. Redemptoris Missio, 55-57). De cara a la realidad del Islam en Europa, la Iglesia no tiene otra posibilidad que la de la oferta de un diálogo sincero y debe hacer todo lo posible para instaurarlo y hacerlo progresar sin ingenuidad, pero, asimismo, sin prejuicios. El diálogo con los musulmanes exige, por parte de los cristianos, una actitud evangélica de caridad y de gratuidad. Pero, de ese mismo espíritu, deben también reclamar de las sociedades de mayoría musulmana donde viven cristianos el respeto de los derechos fundamentales de la persona, de los que forma parte la libertad religiosa. Para que el diálogo interreligioso pueda progresar es también necesario que los católicos estén bien seguros en su fe y que vuelvan a descubrir la riqueza de su propia tradición espiritual.

  • Otro ruego de la asamblea sinodal relativo a la evangelización de los pobres se refería a la doctrina social de la Iglesia. Está claro que encontrar a Cristo es, al mismo tiempo, servirle en sus hermanos, a cada uno personalmente y en su vida social. La doctrina y la acción de la Iglesia van a la par. Le va en ello su credibilidad. Numerosos obispos subrayaron que la Iglesia no puede callarse ante ciertas situaciones de injusticia y de desprecio del hombre, dado que el Evangelio llama a humanizar la sociedad. Ante la evolución del mundo, la doctrina social de la Iglesia debe, en consecuencia, tomar a su cuenta las formas nuevas de pobreza. Es necesario despertar a los cristianos y al conjunto de la opinión pública sobre la importancia de tales campos de acción y contribuir así a la difusión y valorización de la doctrina social. Se sabe además que, desde hace unos meses, se está elaborando un “catecismo de la doctrina social de la Iglesia”.

5. La formación de los laicos

El lugar de los laicos en la Iglesia estuvo en el centro de numerosas intervenciones. Se subrayó particularmente la importancia de su compromiso en la vida de la sociedad. Se puso de manifiesto la preocupación de que no se haya formado una conciencia social en el curso de la generación presente, constatando, sobre todo, que esta última ha adoptado una actitud cada vez más individualista. La llamada a comprometerse en la vida pública se funda en el Evangelio. Para responder correctamente a su vocación y permitirles reflexionar sobre su papel a la luz del Evangelio, es necesario prever una formación cristiana de los laicos en la que la doctrina social de la Iglesia debe ocupar un primer plano. Una sólida formación teológica y espiritual se manifiesta cada vez más indispensable para permitirles asumir plenamente sus responsabilidades de bautizados. Los valores sobre los que se puede construir una sociedad sana sólo pueden venir de las convicciones de los individuos. Por consiguiente, debe prestarse una especial atención a los laicos que tienen responsabilidades importantes en el ámbito de la cultura, la economía o la política, ya que, con frecuencia, son objeto de fuertes presiones o tentaciones.

6. La Misión ad gentes

La dimensión universal de la misión de la Iglesia estuvo bien presente en este Sínodo. Los representantes de los demás países recordaron, a menudo con fuerza, la urgencia de la solidaridad eclesial. Así el Cardenal Tomko, Prefecto de la Congregación para la Evangelización de los pueblos, recordando que los dos tercios de la humanidad no conocían todavía a Jesucristo desde el punto de vista de la fe, declaraba: “Si en ciertos países y en ciertos grupos de Europa existe una crisis de la fe, ésta no se resolverá mediante un repliegue de las Iglesias de Europa sobre sí mismas, sino más bien a través de su apertura a la misión universal. Por consiguiente, ningún creyente en Cristo y ninguna institución de la Iglesia puede sustraerse a este deber supremo: `anunciar Cristo a todos los pueblos'” (Redemptoris Missio, 3). El Cardenal pedía, más concretamente, proseguir con audacia la misión ad gentes mediante la promoción de las vocaciones misioneras ad vitam, la expansión del envío de sacerdotes fidei donum y una atención particular a la misión para los inmigrantes que se encuentran en las comunidades cristianas europeas. “Las Iglesias de Europa deben ser comunidades dinámicas que evangelicen, antes que ser comunidades de mantenimiento y conservación”. Esta última afirmación parece de gran importancia para nosotros en un momento en que el reducido número de sacerdotes lleva a emplearles en un servicio cada vez más concentrado sobre la comunidad ya reunida, en detrimento de la misión hacia los que están más alejados de la Iglesia. Por otra parte, se insistió también en la necesidad de renovar la teología misionera, dando el lugar correspondiente a los fundamentos cristológico y pneumatológico de la misión, a la inculturación, al ecumenismo y al diálogo interreligioso.

7. Las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada en Europa

Sabemos cuán preocupante es hoy esta cuestión en la mayor parte de los países de Europa. Esta crisis está ligada a la crisis del cristianismo en general que se produce en estos mismos países. Es importante continuar llamando a los ministerios y a la vida religiosa con una insistencia solícita, y desarrollar para esto una pastoral de las vocaciones que comience en el momento favorable y de la mejor visibilidad a las instancias del despertar vocacional y de la preparación a los ministerios. Los jóvenes deben conocer lo más pronto posible las comunidades religiosas donde reina una atmósfera que ayuda a vivir la fe cristiana. Puede suceder también que la crisis de las vocaciones sea debida a una visión inadecuada de la Iglesia, a falta de claridad sobre la identidad sacerdotal y sobre la relación íntima y específica que existe entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio de Cristo.

8. La unidad europea

No se puede hablar de este Sínodo sin hacer alusión a la preocupación que ha manifestado por la unidad espiritual de Europa. En el continente, la Iglesia tiene por misión transmitir de nuevo la esperanza que le ha sido dada en Jesucristo. Todavía hoy, los pueblos de Europa sufren los efectos de las ideologías totalitarias, las consecuencias de las guerras y de las luchas civiles. Y se puede asimismo constatar la quiebra de las instituciones europeas frente a los horrores de las depuraciones étnicas de estos últimos años. Estos acontecimientos representan una llamada urgente para la Iglesia a fin de que promueva una nueva cultura del encuentro y de nuevas formas de solidaridad y de participación.

En este contexto, la reconciliación se convierte en un elemento importante de la evangelización para sanear el recuerdo e indicar las vías del futuro.

9. Un mensaje de esperanza

El mensaje final de la Asamblea sinodal dirigido a los creyentes y a todos los ciudadanos de Europa pretende ser esencialmente una vigorosa llamada a la esperanza. El documento insiste primeramente en el hecho de que el hombre no puede vivir sin esperanza, pues, de lo contrario su existencia estaría destinada a la insignificancia y se haría insoportable. No obstante, está claro que esta esperanza se ve enfrentada a serios desafíos, a diversas formas de sufrimiento, de angustia y de muerte. Asimismo, es preciso que los cristianos sean testigos ardientes y proféticos del Evangelio de la esperanza, fundados en la certeza de que el Espíritu de Dios vence toda desesperanza.

Así pues, los Obispos invitan a los católicos a confesar su fe en Jesucristo, única y verdadera esperanza del Hombre y de la Historia. A que tengan la seguridad de que la esperanza no es ni un sueño ni una utopía, sino una realidad. Los signos concretos de la obra de Dios están presentes en las Iglesias y en las sociedades europeas. Y el documento enumera un cierto número de ellos que hacen de la Iglesia la comunidad de la esperanza: signos de esperanza, los mártires cuya fe ha sido más fuerte que la muerte, la santidad de cuantos han vivido en fidelidad generosa al Evangelio; signos de esperanza, tan numerosos, en la vida cotidiana de las comunidades eclesiales y de cada discípulo de Cristo.

Todo esto es, a la vez, un don y una responsabilidad para las comunidades y para cada uno, y conduce también a un valiente examen de conciencia. En tal perspectiva, los Padres sinodales lanzan una llamada esperanzada: “Dejaos convertir por el Señor y responded con un ardor renovado a la vocación apostólica y misionera que recibisteis con el Bautismo!”.

“¡Anunciemos, celebremos y sirvamos al Evangelio de la esperanza!”. Tal sería, en cierto modo, la llamada vigorosa que resulta de este segundo Sínodo europeo. Por consiguiente, es posible dirigir una mirada nueva sobre Europa, para reconocer en ella los numerosos signos que abren a la esperanza.

La conclusión de los obispos, que es también la nuestra, es una plegaria al Dios de la vida, la esperanza y la alegría: “¡Iglesia de Europa, no temas! Nuestro Dios es fiel, el Dios de la esperanza no te abandona. ¡Espera en tu Señor y no quedarás defraudada para siempre!”.

(Traducción: VÍCTOR LANDERAS, C.M.)

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