Cuaresma 2001

Cuaresma 2001

A los miembros de la Congregación de la Misión

Mis queridos hermanos:

La gracia de nuestro Señor esté siempre con ustedes.

A medida que se abren los relatos de la pasión, muerte y resurrección de Jesús aparecen en la escena varios personajes fascinantes. Algunos desempeñan papeles importantes, como María, la madre de Jesús, modelo para todos los creyentes; Poncio Pilato, un gobernador poco conocido de una remota región romana, pero recordado por millones, en el credo, por su cobardía en el juicio de Jesús; Anás y Caifás, los sumos sacerdotes conspirando tras el telón; Herodes, un reyezuelo corrupto de un país ocupado por las tropas romanas; Pedro, Santiago y Juan, que se durmieron en el huerto; y Judas, el traidor. Otros juegan papeles menores, como Simón el leproso, en cuya casa una mujer ungió a Jesús como preparación para su sepultura; Malco, a quien le fue cortada una oreja; los soldados burlándose de Jesús; la sirvienta inquiriendo a Pedro; Barrabás, un insurrecto y asesino; Simón de Cirene, el padre de Alejandro y Rufo; las hijas de Jerusalén llorando en el camino de la cruz; los dos ladrones; el centurión; un grupo de mujeres a los pies de la cruz: María Magdalena, María la madre de Santiago y José, la madre de los hijos de Zebedeo, y Salomé; Nicodemo, que vino de noche; José de Arimatea, un discípulo rico; Tomás, el incrédulo; Cleofás y su compañero que huyeron desalentados de Jerusalén camino de Emaús.

Hoy les pido que mediten conmigo sobre una sola de estas figuras, una mujer con frecuencia mal interpretada por la historia y deficientemente representada en el arte: María Magdalena. En los evangelios, está presente en la crucifixión y es uno de los testigos de la resurrección. Permítanme sugerirles algunos pensamientos sobre esta fiel compañera del Señor.

  1. Por una extraña confusión de diversos relatos del Nuevo Testamento (cf. Lc 7, 37), innumerables cristianos han pensado que ella era una mujer de conducta sexual depravada. Rembrandt, Da Vinci, Caravaggio y otros muchos han pintado a la Magdalena como una prostituta penitente en llorosa meditación. Una breve búsqueda en la página Internet “Web Gallery of Art” nos ofrece 50 cuadros de la Magdalena, entre los que se incluye el óleo lleno de luz de Georges de la Tour, obra central de una exposición actualmente presentada en Roma. Sin embargo, por bella que pueda ser la imagen de la prostituta penitente, no se la puede encontrar en los evangelios. Todo lo que sabemos de la Magdalena antes de la pasión es que ella, junto con otras mujeres, acompañó a Jesús de ciudad en ciudad después de que él la hubiera liberado de siete demonios. Sea cual fuese la esclavitud del mal que padecía María, ciertamente era grande, pues Lucas (8,2) utiliza el número siete, que representa totalidad, para describirla. Podemos decir, pues, que la Magdalena estuvo completamente poseída. Pero la vemos en el evangelio como una discípula curada, fiel y llena de amor. De estar sometida al mal, pasa a ser una amiga íntima de Jesús. Este cambio radicalmente positivo la convierte en una figura ideal de la cuaresma. Pasa de la alienación a la intimidad con el Señor. Ése es el recorrido básico de la cuaresma. Nosotros, que buscamos realizar este mismo camino, podemos preguntarnos: ¿De qué manera todavía me está “poseyendo” el mal? ¿Qué curación puedo pedir al Señor?

2.En el evangelio de Juan, ella - y no Pedro ni cualquiera de los demás apóstoles - es la primera evangelizadora de la Iglesia primitiva. El anuncio pascual de esta mujer, de la que habían sido expulsados siete demonios (Lc 8, 2), es muy simple: “He visto al Señor” (Jn 20, 18).

“He visto al Señor”. Esta cuaresma les animo a proclamar continuamente este mensaje asombroso. Proclámenlo predicando, enseñando y catequizando. Pero además - lo que con frecuencia es aún más importante en la tradición vicenciana - proclamen también la presencia de Jesús sin palabras. Proclámenla mediante la alegría y la fe que lleven a los hogares de los pobres. Proclámenla mediante el convencimiento y el amor que muestren en el aula. Proclámenla mediante obras efectivas de caridad que son el signo auténtico e indiscutible de que Jesús está vivo en el mundo. Hagan visible la buena noticia en el calor con el que acojan a los pobres de la calle que acuden al comedor social, a los enfermos de SIDA que buscan su ayuda, a los hombres, mujeres y niños que vagan sin rumbo en los campos de refugiados, o a los jóvenes que vienen en busca de dirección para sus vidas. Irradien las palabras “He visto al Señor” mediante su sencillez, su humildad, su dulzura, su autonegación y su celo compasivo.

3.El evangelio de Juan nos dice que, antes de convertirse en testigo de la resurrección, María también había sido testigo de la cruz (19,25). Juan nos enseña, a través de la Magdalena, que nadie puede compartir la alegría de la resurrección si antes no ha participado en el dolor del sufrimiento y de la muerte de Jesús. La intimidad de María con Jesús no fue solamente afectiva; se mantuvo junto a él hasta el final, cuando los otros huyeron. De hecho, en los evangelios, el nombre de la Magdalena es el único constante junto a la cruz y junto a la tumba. Ella amó tan profundamente al Señor que no retrocedió ante su dolor. Comprendió el precio del discipulado, como también lo hizo San Vicente. En una carta escrita a Luisa de Marillac, antes de 1634, describe la cruz como “el mejor lugar donde puede uno estar en el mundo” (SV I, 152 / ES I, 206). Nuestro camino cuaresmal implica identificarnos más y más con el Señor crucificado y compartir el dolor de tantos pueblos hoy día crucificados. María Magdalena se mantuvo firme en su solidaridad con el Señor en su muerte; por eso fue capaz de verlo en su resurrección. ¿Quiénes son hoy las personas crucificadas a cuyo lado el Señor nos llama, a cada uno de nosotros, a acercarnos?

4.En las narraciones posteriores a la resurrección, la Magdalena hace, por dos veces, una pregunta que en el evangelio de Juan cada cristiano debe hacerse: ¿Dónde está ahora el Señor? “`Dime, señor' - dice ella al supuesto jardinero - `dónde lo has puesto y yo iré a recogerlo'”. El evangelio de Juan ofrece dos respuestas a esta pregunta, ambas muy importantes para nosotros que vivimos dentro de la tradición vicenciana.

En primer lugar, el Señor resucitado está con el Padre (13, 1-3; 14, 12, 28; 17, 21-26). Jesús dice así a María: “No me retengas más. Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios” (20,17). Encontramos al Señor resucitado en el seno del Padre. Es allí donde debemos ir para estar unidos a él, buscándole un día y otro en perseverante oración. Jesús y el Padre son uno.

Y la segunda respuesta que el evangelio de Juan da a la pregunta de María es que Jesús “habita con” sus discípulos (14, 3, 18, 20, 23, 28). Él “permanece para siempre” (12, 34). Aquí encontramos al Señor resucitado. Él vive en la comunidad, en nuestros hermanos y hermanas, y habita entre nosotros, de manera especial, en los más necesitados. “Cuando tuve hambre me disteis de comer. Cuando tuve sed me disteis de beber. Cuando estaba desnudo me vestisteis” (cf. Mt 25, 35-36). Nuestra vocación vicenciana consiste en buscarle y encontrarle en los marginados del mundo.

María Magdalena vio al Señor resucitado. La buena noticia que ella proclamó era muy simple: “He visto al Señor”. ¿Lo vemos también nosotros? ¿Lo buscamos en el seno del Padre y descansamos allí con él? ¿Lo reconocemos en las personas crucificadas que nos rodean y permanecemos fielmente junto a ellas? Esta significativa mujer, de la que Jesús expulsó siete demonios, tiene mucho que enseñarnos en esta cuaresma. Les invito a compartir su experiencia de amar profundamente al Señor crucificado y resucitado, y de proclamar su presencia, de palabra y obra, a los más abandonados.

Su hermano en San Vicente

Robert P. Maloney, C.M.

Superior General

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