Conjugar la acción y la contemplación. Una clave para entender a Vicente de Paúl

Conjugar la acción y la contemplación

Una clave para entender a Vicente de Paúl

por Robert P. Maloney, C.M.

Superior General

Hay muchas llaves en una casa grande. En el llavero puedes encontrar las llaves de la puerta principal y trasera, la del sótano, quizás la de un cuarto poco usado, también la de una hucha o la de un armario de licores. Cada una de ellas nos abre alguna entrada al espacio vital del dueño y a su persona. Así ocurre con las vidas de los grandes hombres y mujeres. Los historiadores sugieren a menudo varias claves de su personalidad o de su visión y, desde tal punto de vista, intentan descifrar su vida y obras.

Vicente de Paúl no es una excepción. Abelly, su primer biógrafo, se fijó en la imitación de Cristo como el elemento clave del viaje espiritual de Vicente. Collet siguió este ejemplo, como hizo la mayoría de los biógrafos hasta el siglo XX. En este siglo, después de la aparición de la edición definitiva de Pierre Coste de las obras de Vicente, algunos subrayaron como elemento clave el sentido de Vicente de ser sacerdote o director espiritual. Otros estudiaron la influencia de los maestros espirituales en Vicente, encontrando la clave en lo que recibió de Benito de Canfield, Pedro de Bérulle, Francisco de Sales y Andrés Duval. Para André Dodin, la clave fue la experiencia espiritual de Vicente, su fe y su sabiduría práctica.

Algunos han sostenido que el hacer la voluntad de Dios o el abandono en las manos de la providencia son las claves para comprender a Vicente. Él escuchó la voluntad de Dios transmitida a través de los acontecimientos y de las personas y respondió a lo que oía. En su vida, siguió a la providencia paso a paso, sin adelantarse nunca.

Una interpretación de sentido común ve a los pobres como la clave. Vicente es conocido precisamente por dedicar su vida entera al servicio de los más olvidados. Eran los pobres los que le sacaban de sí. Fue en ellos donde encontró a Dios y descubrió el camino por el que había de andar durante el resto de su vida.

El lector atento podrá encontrar por sí mismo otras claves, a veces olvidadas. Vicente insiste en que la sencillez es la “virtud que más amo”. Él la llama “mi evangelio”. ¿No podríamos decir con razón que ésta es una de las claves más reveladoras?

Todas estas claves contribuyen a nuestra comprensión de Vicente de Paúl. Como es natural, unas son más útiles que otras. Pero cada una aporta su intuición. Todas revelan una faceta de su rica personalidad.

Hoy sugiero otra clave que considero muy útil: la capacidad de Vicente para unir acción y contemplación. Esta clave me parece particularmente útil hoy que se habla tanto de la espiritualidad apostólica. Al proponerla, soy consciente de una serie de limitaciones:

1.Como todas las demás claves, sólo nos presenta una manera de analizar a Vicente. Debe ser usada como complemento de las otras claves.

2.No es una clave que aparezca en una primera lectura de Vicente (lo que no sucede, por ejemplo, con los pobres o la sencillez); sólo se la descubre en un segundo nivel de reflexión.

3.De ninguna forma se trata de una clave recién descubierta. Otros ya la han percibido antes, aunque hoy se pueda encontrar un poco de herrumbre en esta clave.

Dicho esto, voy a presentar algunas reflexiones sobre esta clave tan útil y quizás un tanto olvidada para entender la espiritualidad de Vicente.

Vicente como hombre de acción

A.Sus actividades

Pocos santos ha habido tan activos como Vicente de Paúl. Sólo destacando sus principales realizaciones, la lista de éstas es impresionante.

En 1617, sintiendo la necesidad de organizar obras prácticas de caridad en Châtillon, fundó “las Caridades” (más tarde conocidas como las Damas de la Caridad y ahora llamadas AIC). Éstas se extendieron rápidamente por toda Francia y luego por el mundo, llegando a contar hoy con más de 260.000 miembros. Durante su vida redactó los estatutos para numerosas “Caridades” que surgieron en toda Francia.

En 1625, fundó la Congregación de la Misión. En el momento de su muerte, la Congregación había llegado a Polonia, Italia, Argelia, Madagascar, Irlanda, Escocia, las Hébridas y las Orkneys. Durante su vida, la casa de San Lázaro ella sola dio más de mil misiones. Ejerció como Superior General de la Congregación hasta su muerte, celebrando reuniones regulares del consejo, escribiendo sus reglas, dirigiendo las asambleas generales y resolviendo cantidad de problemas fundacionales como conseguir la aprobación de la Congregación por la Santa Sede, decidir si los cohermanos debían hacer votos, determinar cuáles debían pronunciarse y cuál debía ser su contenido.

En 1633, junto con Luisa de Marillac, fundó las Hijas de la Caridad. Con Luisa a su lado, actuó como Superior General, presidiendo los frecuentes consejos, redactando una regla y resolviendo la base jurídica un tanto revolucionaria que haría de la Compañía una fuerza apostólica tan poderosa en los años venideros. Durante su vida, se erigieron más de 60 casas entre Francia y Polonia. Luego, la Compañía llegó a ser una de las más grandes congregaciones que ha visto la Iglesia.

En el proceso de guiar a los grupos que fundó, Vicente mantuvo una enorme correspondencia, con más de 30.000 cartas, de las que solamente se conserva un 10%. Dio frecuentes conferencias a la Congregación de la Misión y a las Hermanas. Únicamente se conserva un pequeño número de ellas y éstas son simplemente referencias de los copistas sobre lo que él decía. También dio conferencias a las religiosas de la Visitación, confiadas a su cuidado por Francisco de Sales en 1622. Ninguna de éstas nos ha sido legada.

De 1628 en adelante se fue comprometiendo más y más en la reforma del clero, organizando ejercicios para ordenandos, las Conferencias de los Martes y retiros para sacerdotes. Abelly nos dice que más de 12.000 ordenandos hicieron los ejercicios en San Lázaro. En los últimos 25 años de su vida se encargó de la fundación de seminarios para el clero diocesano, obra que describió como “casi igual” y en otras ocasiones como “igual” a la de las misiones. ¡Y llegó a fundar 20!

En 1638, se encargó de la obra de los niños expósitos. Más de 300 eran abandonados anualmente en las calles de París. Según los casos, asignaba un número de Hijas de la Caridad a la obra y tuvo 13 casas para recibirlos. Cuando, en 1647, esta obra estuvo en peligro, la salvó dirigiendo una elocuente llamada a las Damas de la Caridad para que vieran a los expósitos como a sus hijos.

A partir de 1639, Vicente comenzó a organizar campañas para socorrer a los que sufrían por la guerra, las plagas y el hambre. Uno de los ayudantes de Vicente, el Hermano Mateo Regnard, hizo 53 viajes, atravesando las filas del enemigo disfrazado, llevando dinero de Vicente para auxilio de los que se encontraban en zonas de guerra.

De 1643 a 1652 sirvió en el Consejo de Conciencia, cuerpo administrativo selecto que aconsejaba al rey en lo referente a la elección de obispos. Al mismo tiempo fue amigo y, a menudo, consejero de muchos de los grandes guías espirituales de su tiempo.

En 1652, cuando la pobreza rodeaba París, Vicente, a los 72 años, organizó ingentes programas de socorro que repartían sopa dos veces al día a miles de pobres en San Lázaro y alimentaban a miles más en las casas de las Hijas de la Caridad. Organizó colectas, llegando a recoger cada semana de 5 a 6 mil libras de carne, de 2 a 3 mil huevos y provisiones de ropa y utensilios.

Tan impresionantes fueron las actividades de Vicente que el predicador de su funeral, Henri de Maupas du Tour, declaró: “Poco le faltó para cambiar la faz de la Iglesia”.

B. Principios básicos de esas actividades

Muchos principios guiaron las actividades de Vicente, pero especialmente dos están en su base.

1.Escuchó la voz de Dios en los acontecimientos y en la gente.

Muchos han destacado la importancia de los acontecimientos para Vicente. De hecho, es un lugar común hablar de la “experiencia de Gannes-Folleville” y de la “experiencia de Châtillon”. Su conversión no se cuenta en términos de una dramática experiencia de gracia que sucediera durante la oración, sino como consecuencia de darse cuenta de que Dios le estaba hablando por medio de trágicas situaciones humanas: la triste suerte de los pobres campesinos, la pésima educación del clero, el abandono de los niños en las calles de París, las devastadoras guerras en las provincias.

Vicente oía también la voz de Dios en las personas. El campesino de Gannes, que hizo una alarmante confesión a Vicente en el lecho de muerte, fue para él la voz de Dios que lo llamaba a fundar la Congregación de la Misión. Las inquietudes expresadas por el Obispo de Beauvais en 1628 fueron una llamada de Dios para Vicente, embarcándole de por vida en una serie de proyectos prácticos para la reforma del clero.

2.Siguió paso a paso a la providencia.

“La gracia tiene sus momentos”, le gustaba decir a San Vicente. Estaba íntimamente convencido de que Dios nos ama, de que es padre y madre para nosotros y de que camina con nosotros paso a paso.

De pocos temas habla Vicente tan a menudo como de la providencia. En 1634, le dice a Luisa de Marillac: “Siga el orden de la providencia. ¡Oh, qué acierto es dejarnos guiar por ella!”. A veces, hablando de seguir la providencia de Dios, apremia a otros para que moderen su celo indiscreto. Dice a Felipe Le Vacher: “El bien que Dios quiere se realiza casi por sí mismo, sin que se piense en ello. Así es como nació nuestra Congregación, como empezaron las misiones y los ejercicios de los ordenandos, como se fundó la Compañía de las Hijas de la Caridad... ¡Dios mío! ¡Cuánto deseo, padre, que modere usted sus ardores y que pese maduramente las cosas en la balanza del santuario antes de decidirlas!”. Pero en otros momentos, en nombre de la misma providencia, urge a los cohermanos a la acción. En 1655, dice a Esteban Blatiron, superior de Roma: “No deje usted de urgir nuestro asunto, con la confianza de que ésa es la voluntad de Dios... El éxito de semejantes empresas se debe muchas veces a la paciencia y a la vigilancia que se practica en ellas... Las obras de Dios tienen su momento. Es entonces cuando su providencia las lleva a cabo, y no antes ni después... Aguardemos con paciencia, pero actuemos...”.

San Vicente resume su aprecio de la providencia de Dios en una hermosa declaración a Juan Barreau: “No podemos asegurar mejor nuestra felicidad eterna que viviendo y muriendo en el servicio de los pobres, en los brazos de la providencia y en una renuncia actual a nosotros mismos, para seguir a Jesucristo”.

Vicente como contemplativo

Con facilidad olvidamos que muchos de sus contemporáneos tuvieron a Vicente como un contemplativo. Abelly escribe que “su espíritu estaba continuamente atento a la presencia de Dios. Añade que un sacerdote que conocía bien a Vicente recordaba haberle visto contemplando un crucifijo durante horas enteras en sus manos. Si alguien siente la tentación de poner en duda el relato de Abelly, puede ser útil examinar las propias palabras de Vicente que, especialmente en momentos de descuido, nos ofrecen un reflejo de su corazón.

En una conferencia a las Hijas de la Caridad, dice a las hermanas que, al mismo tiempo que la contemplación es un don de Dios, es el resultado normal de la vida espiritual. Declara que nos damos a la oración mental y a la oración afectiva por propia elección, pero que nos entregamos a la contemplación únicamente cuando somos poseídos por Dios. De sus conferencias se deduce claramente que tenía a algunas Hijas de la Caridad por contemplativas. Las animaba a ser otras Santa Teresa. El 24 de julio de 1660, al hablar de las virtudes de Luisa de Marillac, sintió un regocijo especial por la descripción de Luisa hecha por una hermana: “Tan pronto como se encontraba sola, se ponía en estado de oración.

La naturalidad con que Vicente hablaba de la contemplación es una señal de que él mismo se encontraba a sus anchas en este mundo. A veces, los pensamientos que espontáneamente expresa son indicio de esto mismo. Una breve nota, hallada en sus escritos, afirma: “¿Hay acaso algo que pueda compararse con la belleza de Dios, que es el principio de toda la belleza y perfección de las criaturas? ¿No es acaso de él de donde sacan todo su brillo y su belleza las flores, las aves, los astros, la luna y el sol?. Una vez, habiéndose encontrado en una habitación forrada de espejos y viendo el movimiento de una mosca reflejado por todas partes, comentó: “Si los hombres han encontrado medios de ver todo cuanto ocurre, incluso hasta el menor movimiento de un pequeño insecto, cuánto más debemos creer que estamos siempre a la vista en el divino espejo de la visión omnipresente de Dios.

Vicente es muy expresivo cuando habla de cómo él ve a Dios. Al explicar el primer capítulo de las Reglas Comunes a los miembros de la Congregación de la Misión el 13 de octubre de 1658, reflexiona: “Oh, si tuviésemos una vista tan penetrante como para penetrar algo en lo infinito de su excelencia; oh, Dios mío, oh, hermanos míos, ¡qué altísimos sentimientos de Dios no sacaríamos de ello! Diríamos con san Pablo que los ojos no han visto, ni los oídos han oído, ni la mente del hombre ha concebido nada igual. Dios es un abismo de dulzura, un Ser soberano y eternamente glorioso, un Dios infinito que abarca todo lo que es bueno. Todo en él es incomprensible”.

Hablando a su comunidad de sacerdotes y hermanos un año y medio antes de su muerte, Vicente declara: “El recuerdo de la Presencia Divina va creciendo en la mente poco a poco y por su gracia se convierte en un hábito en nosotros. Nos vemos, por decirlo así, animados por la Divina Presencia. Hermanos míos, cuántas personas hay aún en este mundo que casi nunca pierden su sentido de la presencia de Dios”.

Un problema contemporáneo

En el período anterior al Vaticano II y a la consiguiente revisión de nuestras propias Constituciones, muchos estaban preocupados porque la Congregación fuera a convertirse en “religiosa” o “monástica.” Hoy, nuestras revisadas Constituciones dejan muy claro que, según la repetida enseñanza de san Vicente, somos “seculares”; nuestros votos son “no-religiosos”. La reciente Instrucción sobre la Estabilidad, Castidad, Pobreza y Obediencia en la Congregación de la Misión pone similar énfasis en la secularidad de la Congregación y en la naturaleza no-religiosa de sus votos.

En contraste con el pasado, el problema crucial de hoy es que apenas existe una tendencia hacia el monacato. Ahora, más de tres décadas después del Vaticano II y de la redacción inicial de nuestras nuevas Constituciones, una tentación mucho más frecuente es la superactividad y la sobrecarga de trabajo. Este problema no era desconocido en tiempos de san Vicente. Un jesuita, que estaba trabajando con los cohermanos, escribió a san Vicente a la muerte de Germain de Montevit: “Sus padres son muy dóciles y asequibles en todo, excepto cuando se les aconseja que se tomen un poco de descanso. Se imaginan que su cuerpo no es de carne o que su vida no tiene que durar más que un año”.

Dos factores actuales agravan la situación.

*En algunas partes del mundo, en particular en Europa Occidental y en los Estados Unidos, la escasez de vocaciones ha desembocado en un menor número de sacerdotes empeñados en sostener las obras existentes desde antiguo con las energías disminuidas de una edad cada vez más avanzada. La seriedad de esta situación llevó a un obispo norteamericano a decir: “No puedo pedir a nuestros sacerdotes, y no lo haré nunca, que hagan más de lo que están haciendo ahora en su ministerio. La mayor parte se encuentran sobrecargados y esforzándose con valentía por atender imposibles exigencias pastorales un día tras otro”.

*No sólo en Europa Occidental y en Norteamérica, sino en muchas otras partes del mundo, la sociedad pone gran énfasis en la gratificación inmediata. Con los rápidos medios de transporte y de comunicación, la promesa de resultados inmediatos nos seduce continuamente. De hecho, a menudo conseguimos tales resultados. La sociedad contemporánea se mueve con un paso frenético. Muchos asuntos, muchos movimientos, muchos grupos nos gritan: “¡No pierdas el tren, que está saliendo!” Así que volamos para tomarlo. Pero descubrimos, a menudo sólo mediante una dolorosa experiencia, que ni la mayor parte de las dificultades de la vida se resuelven velozmente ni los valores más íntimos se asimilan con rapidez.

La unión entre la acción y la contemplación, como vicencianos

A pesar del problema descrito anteriormente, todos hemos advertido, con cierta satisfacción, que hoy existe un renovado interés por la espiritualidad. Algunas de sus manifestaciones son verdaderamente sanas. Otras tienden hacia lo extraño. Pero una cosa es clara. Existe un hambre, “un profundo y auténtico deseo de la humanidad del siglo XX por la totalidad en medio de la fragmentación, por la comunidad frente al aislamiento y la soledad, por la trascendencia liberadora, por el sentido de la vida, por los valores permanentes”.

Nuestros cohermanos aspiran también a la totalidad, al sentido, a la transcendencia. La Congregación debe intentar satisfacer este anhelo. Sugiero que no hay nada más valioso que podamos hacer por nuestros candidatos y nuestros miembros que presentar ante sus ojos (¡y ante los nuestros!) una visión cautivadora, una última inquietud que los ayude a integrar la vida y a entregarla como un regalo, una espiritualidad profunda, vibrante, totalizante y apostólica.

Toda espiritualidad genuina, cristiana y no-cristiana, tiene un impulso de transcendencia. Un teólogo actual describe la espiritualidad como “la experiencia de esforzarse conscientemente por integrar la propia vida en términos no de aislamiento y ensimismamiento, sino de auto-transcendencia hacia el último valor que uno percibe”. Casi todos los teólogos están de acuerdo con las principales características incluidas en esta definición: integración personal, progresiva y buscada de manera consciente mediante la auto-transcendencia, dentro de y hacia un horizonte de última inquietud. En el contexto cristiano, desde luego, la fuerza conductora, el horizonte de última inquietud es el amor de Dios revelado en la persona de Jesús.

A continuación ofrezco cinco piedras fundamentales para una espiritualidad apostólica vicenciana que realice la unión entre la acción y contemplación.

1.Nuestra espiritualidad vicenciana es profundamente encarnacionista, enraizada en la humanidad encarnada de Jesús.

Esto parece obvio, pero no se puede decir nada más importante. Nos podríamos preguntar seguramente: ¿acaso no se concentra toda la espiritualidad cristiana en la persona de Jesús? Así debería ser. Pero es muy claro históricamente que las sociedades apostólicas han jugado un papel especial en exhortar una y otra vez a la Iglesia para que pusiera en lugar central la humanidad de Jesús, su encarnación.

El cristocentrismo estuvo en el núcleo de la renovación espiritual iniciada por los fundadores de las originales y revolucionarias sociedades de vida apostólica, especialmente en el siglo XVII. Bérulle es famoso por su cristología abstracta y mística, centrada en los estados de la encarnación de Jesús, su adoración del Padre, su auto-negación. Mucho más concretamente, Vicente reúne a sacerdotes, hermanas, hermanos, hombres y mujeres seglares para seguir a Cristo el misionero, el siervo, el evangelizador de los pobres. Juan Eudes se centra en el corazón de Jesús, rebosante de amor pastoral. Todos ellos se adueñaron del más profundo sentido de los evangelios, que sintoniza con este convencimiento: Jesús es el centro absoluto. “Yo soy el camino, la verdad y la vida,” dice Jesús. “Nadie llega al Padre, sino por mí”. “Yo soy la vid”. “Yo soy la puerta”. “Yo soy el pastor”. “Yo soy la luz”. “Yo soy el verdadero pan bajado del cielo. Quien come mi carne y bebe mi sangre vivirá para siempre” .

En una carta escrita el 1 de mayo de 1635 a su incondicional compañero Antonio Portail, Vicente expresa su idea central con claridad: “Acuérdese, padre, de que vivimos en Jesucristo por la muerte en Jesucristo, y que hemos de morir en Jesucristo por la vida de Jesucristo, y que nuestra vida tiene que estar oculta en Jesucristo y llena de Jesucristo, y que, para morir como Jesucristo, hay que vivir como Jesucristo”.

Las diferentes sociedades apostólicas pueden fijarse en varios aspectos de la humanidad de Jesús -Cristo maestro, Cristo predicador, Cristo médico- pero el mismo Jesús, plenamente encarnado, es siempre el centro absoluto.

En resumen, el centro de la espiritualidad apostólica vicenciana debe ser la humanidad de Jesús, el misionero del Padre, el Evangelizador de los Pobres: su unión con su Padre, su integridad personal, su celo por la misión que recibió, su profundo amor humano a los más abandonados, su deseo por formar otros evangelizadores, su pasión por la verdad, su habilidad por acercar los polos del odio y de la amabilidad, su hambre y sed de justicia. Jesús viene del Padre y va hacia el Padre. Está completamente inmerso en la misión recibida del Padre. Está unido con el Padre en la contemplación, pasando noches enteras en oración. Está unido con sus hermanos y hermanas, cuya carne humana él comparte, entregándose a ellos hasta la muerte.

2.Nuestra santidad, nuestro ser poseídos por Dios, esta intrínsecamente unida a nuestra misión apostólica.

Formulo a continuación algunas precisiones. En primer lugar, compartimos este rasgo con muchas sociedades apostólicas y también con un buen número de otros grupos. Todas las sociedades apostólicas tienen esta característica como un elemento clave de su espiritualidad. Es especialmente a través de la misión apostólica definida por nuestras Constituciones, a través de nuestro contacto con los más abandonados, como buscamos amar y servir al Señor. El capítulo 25 del evangelio de San Mateo es un pilar en nuestra espiritualidad: “Cuando tuve hambre me disteis de comer. Cuando tuve sed me disteis de beber.” Cuando era ignorante me llevasteis a vuestra escuela. Cuando estaba enfermo me curasteis en vuestro hospital. Cuando estaba encarcelado vinisteis a verme a la cárcel. Claro está que, siguiendo este texto, los apostolados de las diferentes sociedades apostólicas difieren notablemente uno de otro. Éstas hacen hincapié en la predicación, la enseñanza, la atención sanitaria, la educación en los seminarios, las misiones extranjeras, la obra de los ejercicios, la promoción humana, la defensa de la justicia y también en otros muchos objetivos. Pero, es precisamente viendo y amando a Cristo en la persona de aquellos a quienes sirven, como los miembros de las sociedades apostólicas buscan la auténtica unión con el Señor. Para nosotros, vicencianos, aquellos a quienes servimos están descritos principalmente en los artículos 1-8 de nuestras Constituciones y 1-12 de nuestros Estatutos.

En segundo lugar, hoy en una era en que la Iglesia proclama una y otra vez su opción preferencial por los pobres, los marginados de la sociedad están más y más en el centro de la misión de la Iglesia en su conjunto. La eclesiología y espiritualidad contemporáneas ponen el acento en ver a Cristo en los pobres y a los pobres en Cristo, como san Vicente. Así pues, nuestra espiritualidad vicenciana nos sumerge cada vez más profundamente en la misión de la Iglesia de hoy.

En tercer lugar, en un momento en que los derechos y la dignidad de la persona humana han llegado a ser puestos de relieve cada vez con mayor intensidad, somos conscientes de que al entregar nuestras vidas al servicio de los pobres, debemos tener en cuenta sus propios deseos, sus esperanzas, sus propios valores y sus propias necesidades reales. Ellos mismos deben convertirse en agentes de su propia promoción humana y espiritual. De suerte que una espiritualidad vicenciana contemporánea pide que en nuestro contacto con los pobres “cosechemos antes de sembrar”, que escuchemos más y hablemos menos, que acompañemos más y seamos menos los encargados, que nos dejemos evangelizar a nosotros mismos por aquellos a quienes servimos.

3.Nuestra oración vicenciana dispone de su propia dinámica particular, que dimana de y lleva a la acción.

Somos llamados a ser contemplativos en la acción y apóstoles en la oración. Como san Vicente, los fundadores de casi todas las sociedades apostólicas fueron hombres y mujeres increíblemente activos. Pero ¿hubo alguno de ellos que no fuera también conocido por sus contemporáneos como persona de profunda oración?

Oración y acción van de la mano en una sana espiritualidad vicenciana. Divorciada de la acción, la oración puede tornarse escapista. Puede diluirse en fantasía, crear ilusiones de santidad. A la inversa, el servicio privado de la oración puede resultar superficial. Puede tener un carácter “compulsivo”. Puede convertirse en una adicción, en un señuelo intoxicador. Puede llegar a dominar la psicología de una persona de tal modo que su sentido de valía dependa de estar ocupado.

Una espiritualidad apostólica está en su sazón cuando mantiene en tensión mutua la oración y la acción. La persona que ama a Dios “con el sudor de su frente y la fuerza de sus brazos” sabe distinguir entre las ideas teóricamente bellas sobre un Dios abstracto y el contacto personal y real con el Dios viviente contemplado y servido en su pueblo que sufre.

En nuestra propia tradición espiritual la oración mental juega un papel muy importante. Pocas cosas recibieron mayor énfasis en las conferencias y escritos de San Vicente. Hablando de la oración mental a los misioneros, dice: “Dadme un hombre de oración y será capaz de todo. Podrá decir con el apóstol, `todo lo puedo en Aquel que me conforta'. La Congregación permanecerá mientras conserve la práctica de la oración, que es como un fuerte inexpugnable que escuda a los misioneros frente a toda clase de ataques”.

Para animar a sus hijos e hijas a meditar, Vicente empleó muchos de los ejemplos comúnmente encontrados en los escritores espirituales de su época. Les dice que la oración es para el alma lo que el alimento para el cuerpo. Es una “fuente de juventud” por la que somos rejuvenecidos. Es un espejo en el que vemos todas nuestras manchas y empezamos a adornarnos para poder agradar a Dios. Es una recuperación en medio del difícil trabajo diario al servicio de los pobres. Dice a los misioneros que es un sermón que nos predicamos a nosotros mismos. Es un libro de recursos en el que el predicador puede hallar las verdades eternas que comparte con el pueblo de Dios. Es un suave rocío que refresca el alma cada mañana, dice a las Hijas de la Caridad.

Vicente sentía también un profundo aprecio por los símbolos. Animaba a los demás a que se fijaran en el crucifijo para meditar en la pasión. Recomendaba el uso de imágenes. Sugería libros para ayudar en la oración. Aunque recomendó un método, se mostró muy libre con respecto a su utilización.

Una cosa está muy clara. Vicente sintió que la vitalidad de la Congregación de la Misión dependía de nuestra fidelidad a la oración mental diaria. No se andaba por las ramas sobre este particular: si no somos fieles a ella, decía, la Compañía desaparecerá. Estoy convencido de que esto es tan verdad en nuestros días como lo fue en tiempos de San Vicente: la meditación, hecha fielmente cada día, es esencial para la renovación permanente de la Congregación.

4.Nuestro crecimiento en la vida de Dios emana también de los lazos de profunda caridad forjados con nuestros propios hermanos de comunidad.

Permitidme, también aquí, hacer algunas precisiones. Primera, somos miembros de una sociedad apostólica. Por lo tanto, alguna forma de vida en común es, por definición, un elemento esencial de nuestra identidad. Aunque la vida de comunidad pueda adoptar muy diferentes formas en las diversas culturas, una parte integral de nuestra espiritualidad básica es el compromiso de edificar una amistad de fe y de amor con aquellos que han prometido perseguir el mismo ideal apostólico. Pero si el compromiso con la comunidad es esencial, entonces esto debe implicar el uso de medios claros y concretos para fomentarlo y mantenerlo. Entre ellos son de especial importancia la sana formación inicial, la formación permanente bien estructurada, los actos simbólicos de iniciación y de incorporación, los tiempos claramente definidos en los que los miembros oran juntos, compartir la Eucaristía, comer juntos, descansar en mutua compañía y divertirse juntos. La vida comunitaria tiende a formar lazos profundos de caridad entre nosotros. Pocas cosas hay peores en la comunidad que uno que sea un ángel en la calle y un demonio en casa. Una genuina espiritualidad vicenciana implica que cada miembro da pasos concretos para construir una comunidad de apoyo que busca cómo llevar a todos hacia la santidad de la caridad.

Segunda, nuestra vida de comunidad es para la misión. De ninguna manera quiere esto decir que la vida en común carezca de importancia. No sólo es importante; es esencial. Es más, una de las quejas más fuertes que oigo hoy a los jóvenes sacerdotes, hermanos y hermanas es que no encuentran el apoyo comunitario que habían estado esperando. Sin embargo, aun cuando resalto la importancia de la vida comunitaria y la necesidad de crear estructuras para mantenerla, quiero añadir que, en las sociedades apostólicas, estas estructuras deberían siempre preservar su flexibilidad. No deberían ser tan flexibles que se vinieran abajo, pero sí lo suficientemente adaptadas para permitirnos responder a las necesidades perentorias de aquellos a quienes servimos. San Vicente solía explicárselo a las Hijas de la Caridad diciéndoles que debían estar libres para “dejar a Dios por Dios”. Si los pobres se presentan durante la oración, deberíamos sentirnos libres para dejar la conversación que estamos teniendo con el Señor en la oración a fin de conversar con el Señor en la persona de los pobres.

Tercera, hoy estamos implicados en la planificación comunitaria participativa a nivel local. Un elemento clave en la espiritualidad contemporánea es la fidelidad a esos planes. En el pasado, la fidelidad se medía a menudo por la observancia de una regla legislada para todos con un orden del día que era el mismo en todo el mundo. Hoy, la fidelidad puede medirse por el grado cumplimiento que la persona, él o ella, hace del pacto realizado con los demás miembros de la casa. Este convenio, por supuesto, comprende no sólo nuestro común compromiso en una misión apostólica, sino también nuestra promesa de apoyarnos mutuamente en la vida común y en la oración.

5.Nuestra libertad para ir a donde el Señor nos llame exige de los vicencianos sencillez de vida, humildad en la escucha y desprendimiento de cuanto pueda retenernos.

Trataré de explicarlo de diversos modos. Nuestra espiritualidad vicenciana debe implicar disponibilidad y movilidad. Casi todas las sociedades apostólicas tuvieron sus orígenes en una necesidad que clamaba a gritos y que sus fundadores oyeron. Las sociedades fueron las tropas de vanguardia que salieron a enfrentarse a esa necesidad. Con la obediencia característica de los tiempos, los miembros iban de un lugar a otro, rápida, voluntaria y gozosamente. A menudo, partían a países distantes con escasa esperanza de regresar algún día a su tierra natal. La llamada de Jesús resonó en sus oídos: “Id al mundo entero y predicad la buena nueva a toda criatura” (Mc 16, 15). Hoy cuando la Iglesia nos llama insistentemente a una nueva evangelización -nueva en su ardor, nueva en sus métodos, nueva en sus expresiones- la disponibilidad y la movilidad son tanto más importantes. Esto quiere decir que la Congregación debe tener el coraje de abandonar obras que otros pueden realizar, incluso las tradicionales, para tener la libertad de salir al encuentro de necesidades más urgentes. Los individuos también deben vivir con sencillez, sin multiplicar las “necesidades” personales. Sólo entonces tendrán la libertad de ir a donde el Señor llame. Cuanto uno más apegado esté a las cosas, a los lugares y a las personas particulares, más difícil le resultará la movilidad.

En segundo lugar, como muchas sociedades de la vida apostólica, la Congregación de la Misión está exenta de la jurisdicción de los ordinarios del lugar excepto en aquellos casos expresamente previstos en la ley. Esto deja lugar a una gran flexibilidad y creatividad, especialmente en lo que toca a la vida en común y al gobierno. Me parece de suma importancia que nos apropiemos de esta libertad y la usemos de manera creativa persiguiendo nuestros fines apostólicos y articulando caminos para ahondar la vida comunitaria y la oración. Especialmente, en las provincias que están en crisis o incluso parecen estar muriendo, esta libertad debería movernos a actuar con audacia, a experimentar y a ensayar nuevos medios para revitalizar las obras que parecen in extremis. Ahora bien, la creatividad proviene no sólo de dentro. Las “buenas ideas” que tenemos son dones del Señor, que nos han sido comunicadas habitualmente por aquellos a quienes servimos, por nuestros hermanos y hermanas de comunidad, por la comunidad de la Iglesia universal, por la sociedad actual, por lo que leemos o por el Señor en la oración. Es de capital importancia que escuchemos atentamente las muchas voces que nos rodean y que nos desprendamos de nuestras propias y favoritas ideas.

En tercer lugar, para ser verdaderamente libres como vicencianos, debemos abrazar formas concretas de ascetismo como un elemento importante de nuestra espiritualidad. Un ascetismo actual debe ser un “ascetismo funcional”, por usar la expresión de Karl Rahner. Vivimos el celibato para estar “libres para el Señor”, para ir a aquella parte del mundo a la que el Señor nos envíe como misioneros y para entregarnos resueltamente a la vida de unión con el Señor en la oración y en el servicio de los demás, especialmente de los pobres. Usamos los bienes materiales de una forma nueva, viéndolos como una prolongación de nuestras propias personas. Los compartimos con los pobres y nos solidarizamos con ellos al compartir su suerte. Somos verdaderamente libres si no tenemos que estar siempre trabajando, sino que podemos descansar pacíficamente en la presencia del Señor. Debemos estar dispuestos a renunciar a todo lo que nos aparte de estas metas.

En cuarto lugar, como sociedad apostólica, la Congregación participa de la libertad del elemento carismático de la Iglesia. Nosotros no pertenecemos a la estructura jerárquica de la Iglesia. De hecho, disfrutamos de considerable autonomía no sólo por ser exentos, sino porque un gran número de los cánones que regulan la vida de los institutos religiosos no se nos aplican. Mucho queda por determinar libremente al abrigo de nuestra propia ley. Las conocidas palabras de san Vicente, cuando envió a las primeras Hijas de la Caridad, suenan a cantos de libertad:

“Tendrán siempre como recuerdo que no están en una orden religiosa, ya que tal estado no es compatible con los deberes de su vocación. Ellas tienen:

-por monasterio sólo las casas de los enfermos y el lugar donde reside la Superiora,

-por celda una habitación alquilada,

-por capilla la iglesia parroquial,

-por claustro las calles de la ciudad,

-por clausura la obediencia, acudiendo solamente a los hogares de los enfermos o los lugares necesarios para su servicio,

-por reja el temor de Dios,

-por velo la santa modestia”.

En quinto lugar, nuestra oración también debería caracterizarse por la misma sencillez, humildad y desprendimiento. La escucha es el meollo de la oración, como la disponibilidad lo es también. El misionero ansía saber a dónde quiere enviarle el Señor y oír lo que el Señor quiere que diga. El evangelio de Mateo nos avisa que no multipliquemos las palabras cuando oremos. El reto en la oración del misionero es estar ante el Señor con gran desprendimiento, diciendo simplemente: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”.

Una última palabra. Estoy convencido de que nada es más importante para la Congregación de la Misión al enfrentarnos al futuro que una profunda espiritualidad que mantenga en unión la acción y la contemplación. Desde luego que el realce de tal espiritualidad depende de nosotros. La tarea a la que nos enfrentamos como misioneros es promover la vida, principalmente la vida del Espíritu. Nuestro mayor desafío en el Tercer Milenio será comunicar el Espíritu del Señor de manera que entusiasme a los demás, les vivifique y les ayude a ver el mundo con una mirada apremiante y a vivir en él con amor práctico. La gran tentación para los miembros de sociedades de vida apostólica como la nuestra es la de llegar a estar tan atrapados en nuestras obras que perdamos contacto con la visión estimulante, con la fuerza conductora que anima esas obras. Cierto que nuestras obras son sumamente importantes. Debemos amar a Dios “con el sudor de nuestra frente y la fuerza de nuestros brazos”. Pero nuestras obras deben surgir de nuestra “experiencia de Dios, de su Espíritu y su libertad, brotando del corazón mismo de la existencia humana y siendo experimentadas de verdad”. En otras palabras, nuestra espiritualidad debe ser algo verdaderamente vivo. Debe impulsarnos un amor profundamente encarnado a Cristo, como Pablo declara a los Corintios. Si vamos a vivir de verdad en el Tercer Milenio, entonces debe servirnos de raíz una profunda espiritualidad, de manera que todos aquellos a quienes servimos sientan que Dios entra en sus vidas a través de nuestro ministerio. ¿Hacemos presente a Dios? ¿Cuando estamos trabajando en medio de los pobres, sienten los necesitados que Dios les está tocando? ¿Nos reconocen como personas de Dios? Si la vida del Espíritu es una realidad de verdad viva en nosotros al comenzar el Tercer Milenio, entonces la Congregación de la Misión será, en el mundo, un signo sorprendente en el mundo de que el Reino de Dios está cerca.

(Traducción: MÁXIMO AGUSTÍN, C.M)

Para un resumen de los numerosos biógrafos de Vicente, cf. Luigi Mezzadri, La sete e la sorgente (Roma: CLV Edizioni Vincenziane, 1992) I, 103 ss.

Cf. Luis Abelly, Vie de Vincent de Paul, (Florentin Lambert, Paris: 1664) Libro I, 78. Más tarde, en una edición de 1667, Abelly propuso dos claves para comprender a Vicente: la imitación de Cristo y la conformidad con la voluntad de Dios.

Pierre Collet, La Vie de Saint Vincent de Paul, (Nancy: A. Leseure, 1748) 95, 138-139.

Cf. Joseph Leonard, St. Vincent de Paul, A Guide for Priests (London: Burns, Oates, and Washbourne, 1932); también, Jacques Delarue, L'Idéal Missionnaire du Prêtre d'après Saint Vincent de Paul (Paris: Librairie Vincentienne et Missionaire, 1946); Josef Parafiniuk, L'Insegnamento di S. Vincenzo De'Paoli sul Sacerdozio alla Luce del Vaticano II (Roma: Angelicum, 1990).

Cf. Abbé Arnaud d'Henel, Saint Vincent de Paul, “Directeur de Conscience” (Paris: Pierre Téqui, 1925).

Mezzadri, ibid., 35 ss.

Cf. André Dodin, St. Vincent de Paul et la charité (Paris. Éditions du Seuil, 1960) 64 ss.

Cf. Jósef Kapuściak, Il compimento della Volontá di Dio comme principio unificatore fra azione e preghiera in San Vincenzo de'Paoli (Roma: Pontificia Universitas Gregoriana, 1982).

Cf. Victoriano C. Torres, Devotion to Divine Providence and Sensitivity to the Spirit in Vincentian Apostolic Spirituality (Rome: Teresianum, 1987).

SV I, 68-69 = ES I, 131-132. (En todas las citas posteriores de las obras de San Vicente, la primera referencia corresponde a la edición francesa de P. Coste; la segunda, a la edición española de Sígueme).

Cf. José María Ibáñez, San Vicente de Paúl y los pobres de su tiempo (Salamanca, 1977) 271; John Prager, “The Poor as the Starting Point for Vincentian Studies: A Liberation Hermeneutic” en Vincentiana 2 (1991), 140-145.

Pero en oposición a este estudio, Henri Bremond, en su clásico trabajo Histoire Littéraire du sentiment religieux en France depuis la fin des guerres de religion jusqu'à nos jours (Paris, Bloud et Gay, 1921-1923, Vol. III, cap. 4) escribe: “Tengamos cuidado, sin embargo, en no tomar la causa por el efecto. No es el amor al prójimo lo que le llevó a la santidad; es más bien la santidad lo que le hizo real y eficazmente caritativo; no son los pobres los que lo entregaron a Dios, sino Dios, al contrario, quien lo entregó a los pobres”. El capítulo de Bremond puede encontrarse en Letters of St. Vincent de Paul, traducidas y editadas por Joseph Leonard (London: Burns Oates & Washbourned Ltd, 1937) 1-30; cf., para la cita hecha aquí, 20-21.

SV I, 284 = ES I, 310.

SV IX 606 = ES IX, 546.

Cf. José María López Maside, Unión con Dios y servicio de los dobres. Experiencia y doctrina en los escritos de San Vicente de Paúl (Roma, 1984); Carlo Braga, “La vita spirituale della `Missione'” en Vincentiana 4 (1981) 293-305; John Prager, “Reflections on the Renewal of Vincentian Spirituality” en Vincentiana 5/6 (1981) 366-383; Jóseph Kapuściak, “Unitá fra azione e preghiera e S. Vincenzo de' Paoli en Vincentiana 1 (1983) 68-73.

RC XI, 12.

SV V, 489 = ES V, 463; SV VII, 561 = ES VII, 476-477.

SV XIII, 801 = ES X, 943.

Dodin, op. cit., p. 45, declara que el hermano Mateo llevaba de ¡25 a 30 mil libras por viaje!

Para muchos detalles interesantes sobre el manejo del dinero según San Vicente y su administración de obras caritativas, cf. René Wulfman Charité Publique et Finances Privées: Monsieur Vincent, Gestionnaire et Saint (Villeneuve d'Ascq, France: Presses Universitaires du Septentrion, 1998).

Este texto lo cita André Dodin en St. Vincent de Paul et la charité, op. cit., 103: “Casi cambió la faz de la Iglesia.” El texto de la oración fúnebre de Maupas está a disposición en el CD-ROM, preparado por Claude Lautissier, que contiene varios escritos vicencianos.

Cf. Giuseppe L. Coluccia, Spiritualità Vincenziana Spiritualità dell'Azione (Roma: M. Spada, 1978) 231-243; cf. también Antonio Gomes Pereira, “Espiritualidade da Açâo” en Semana de Estudios Vicentinos, CLAPVI (Curitiba: Gráfica Vicentina Ltda., 1981) 215-233; John Ranasingh, Saint Vincent de Paul and the Spirituality of Work (Rome: Teresianum,1983); J.-B. Boudignon, Saint Vincent de Paul, Model des Hommes d'Action et d'Oeuvres (Paris, 1886); J. Herrera, Teología de la Acción y Mística de la Caridad (Madrid, 1960).

SV II, 453 = ES II, 381.

Cf., SV V, 534 = ES V, 510; SV VI, 444 = ES VI, 413; ES VIII, 55, 256 = ES VIII, 52, 244.

Cf., SV II, 226 = ES II, 190; SV VII, 216 = ES VII, 189.

SV I, 241 = ES I, 326.

SV IV, 122-123 = ES IV, 499.

SV V, 396 = ES V, 374.

SV III, 392 = ES III, 359.

Abelly, op. cit., Libro III, cap. VI, 49.

SV IX, 420-424 = ES IX, 384-388.

SV X, 728 = ES IX, 1234.

SV XIII, 143 = ES X, 183.

SV XI, 409 = ES XI, 287.

SV XII, 110 = ES XI, 412.

SV XII, 163-164 = ES XI, 456.

C 3 & 2.

C 55 & 1.

Cf., cap. I, III B.

Cf., cap. VII, I.

SV II, 24 = ES II, 24.

Cardenal Roger Mahony, “Ways of Responding to the Priesthood Shortage” en Origins 28 (October 29, 1998; # 20) 360. Mucho se ha escrito últimamente sobre la necesidad de proporcionar a los sacerdotes la oportunidad de “retirarse con dignidad.” Cf. America, May 16, 1998 and September 26, 1998.

Cf. Documento Final, Asamblea General de 1998, I, 2.

Cf. Meredith B. McGuire, “Mapping Contemporary American Spirituality: A Sociological Perspective” en Christian Spirituality Bulletin (Vol. 5, nº. 1; Spring 1997) 1-8; cf. también, John A. Coleman, S.J., “Exploding Spiritualities: Their Social Causes, Social Location and Social Divide” en ibid. 9-15.

Cf. Sandra Schneiders, “Spirituality in the Academy,” en Theological Studies 50 (1989) 696.

Sandra Schneiders, ibid., 684; cf. también 676-697; cf. también, de la misma autora, “Theology and Spirituality: Strangers, Rivals, or Partners?” en Horizons 13 (1986) 266; cf. también, Michael Downey, “Christian Spirituality: Changing Currents, Perspectives, Challenges” en America (Vol. 172; April 2, 1994) 8-12.

Raymond Deville, L'École Française de Spiritualité (Paris: Desclée, 1987) esp. 105 ss.; Bérulle and the French School, editado con una introducción por William M. Thomson (New York : Paulist Press, 1989) esp. 35 ss.; cf. también Michel Dupuis, “Le Christ de Bérulle” en Vincentiana XXX (1986, n. 3-4) 240-252; Benito Martínez, “El Cristo de Santa Luisa” en ibid., 280-309; Luiggi Mezzadri, “Jésus-Christ, figure du Prêtre-Missionnaire, dans l'oeuvre de Monsieur Vincent” en ibid., 323-356; Giuseppe Toscani, “Il Cristo di S. Vincenzo” en ibid., 357-405; Yves Krumenacker, L'École française de Spiritualité (Paris: Cerf, 1998).

Jn l4, 6.

Jn 15, 6.

Jn 10, 9.

Jn 10, 11.

Jn 8, 12.

Jn 6, 51.

Como oración que cristaliza este tipo de espiritualidad, siempre me han impresionado las palabras maravillosas atribuidas al misionero, san Patricio:

Cristo esté conmigo, Cristo esté dentro de mí,

Cristo detrás de mí, Cristo delante de mí,

Cristo a mi lado, Cristo para conquistarme,

Cristo para confortarme y para restaurarme.

Cristo debajo, Cristo encima,

Cristo en el silencio, Cristo en el peligro,

Cristo en los corazones de todos los que me aman,

Cristo en los labios del amigo y del desconocido.

SV I, 295 = ES I, 320.

Cf Canon 731 & 1.

C 12, 3º.

C 42.

SV XI, 40 = ES XI, 733.

La palabra de Vicente aquí es oraison; cf. mi artículo “Mental Prayer, Yesterday and Today: The Vincentian Tradition” en He Hears the Cry of the Poor (New York: New City Press, 1995) 78-79.

SV XI, 83 = ES XI, 778.

SV IX, 416 = ES IX, 381.

SV IX, 217 = ES IX, 210.

SV IX, 417 = ES IX, 382.

SV IX, 416 = ES IX, 381.

SV XI, 84 = ES XI, 779.

SV VII, 156 = ES VII, 140.

SV IX, 402 = ES IX, 369.

Vicente, por supuesto, se mostraba también muy interesado en la oración litúrgica. Advirtió que los sacerdotes celebraban a menudo la Misa mal y que con dificultad sabían oír confesiones. Como parte de los ejercicios para ordenandos, estableció que recibieran instrucción sobre cómo celebrar bien la liturgia. Pero, dentro de este contexto positivo, fue además un hombre muy de su tiempo. Su énfasis, como el de su época, recaía sobre la exacta observancia de las rúbricas. Se insistía poco en la liturgia como “celebración comunitaria,” con la participación activa de todos los fieles.

SV IX, 32, 217 = ES IX, 49, 209; SV X, 569 = ES X, 1103-1104; cf. también, SV IV, 139, 590 = ES IV 70, 549; SV I, 134 = ES I, 243; cf. SV X, 569 = ES IX, 1103-1104: “¿No es acaso una buena meditación tener el pensamiento de la pasión y muerte de Nuestro Señor siempre en el corazón?”

Entre los últimos, sentía especial devoción por la Imitación de Cristo, por la Introducción a la Vida Devota y el Tratado sobre el Amor de Dios de Francisco de Sales, por las meditaciones de Busée y la Guía de pecadores de Luis de Granada, Memorial de la Vida Cristiana, y su Catecismo, así como por el Año Cristiano de Juan Souffarand.

Constituciones 3 y 19-27; cf. también, Cánones 731 & 1 y 740.

C 27; E 16.

C 12, 5º.

Karl Rahner, Theological Investigations VIII, 208.

SV X, 661 = ES IX, 1178-1179.

Mt 6, 7.

1 Sam 3, 10.

SV XI, 40 = ES XI, 733.

Karl Rahner, “The Spirituality of the Church of the Future” en Theological Investigations XX, 149; cf. también Theodore Wiesner, “Experiencing God in the Poor” en Vincentiana 3 (1988) 328-336.

2 Cor 5, 14.

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