Hacia el Tercer Milenio. La historia de la Congregación de la Misión, ¿un acontecimiento por el que pedir perdón?

HACIA EL TERCER MILENIO

La historia de la Congregación de la Misión,

¿un acontecimiento por el que pedir perdón?

por Luigi Mezzadri C.M.

Provincia de Roma

La Congregación de la Misión al alba del 2000 tendrá 375 años. Casi cuatro siglos. A pesar de la edad, la Congregación está presente en todos los continentes, mantiene con honor muchas posiciones, continúa atrayendo jóvenes, no parece haber traicionado el pensamiento de los orígenes.

Creo, por lo tanto, que sea tiempo de hacer balance. Es claro que tales balances son subjetivos. Todo juicio puede ser partidario. Puede inclinarse a la autoglorificación o dar origen a críticas corrosivas. Puede ser patético, autoabsolutorio o autodenigrativo. Puede suscitar un Magnificat o un Miserere.

Evitamos todo esto en favor de una serena lectura “histórica” de nuestro pasado. En manera alguna pretendo ser exhaustivo. Me limitaré a considerar el primer siglo y medio de nuestra historia (1625-1789), que es el período que mejor conozco.

Adelanto que no deseo llegar a una petición de “perdón”. Es claro, como veremos, que históricamente hemos cometido muchos errores. La pregunta que me hago es, sin embargo, ésta: ¿nos es lícito pedir perdón por hechos pasados, de los que no hemos sido ni protagonistas, ni responsables, o por decisiones tomadas en un contexto diverso del nuestro? Está probado que los nuestros tuvieron “esclavos”. No ciertamente en París o en Roma, pero sí en las islas Mascareñas. ¿Deberíamos pedir al Padre General que haga una condena pública de cohermanos que evidentemente no están bajo su jurisdicción, sino bajo la del Omnipotente, por haber sido responsables de haber tenido esclavos, quienes, quizá, consideraban entonces una fortuna poder estar al servicio de los misioneros?

Tampoco intento llegar a una deliberada complacencia apologética, como si todo nuestro pasado hubiera sido una estela luminosa, una especie de edad de oro de los misioneros, considerados todos como modelos, todos observantes de las reglas, todos ejemplo de apostolado.

Mi cometido será el de tratar de “comprender”. Si examinamos este período podemos individuar las siguientes orientaciones:

1.fidelidad al carisma

2.perfecta integración en el Estado y en la Iglesia

3.progresiva apertura misionera.

1.Respecto a la fidelidad al carisma debemos considerar que esa fue la mayor preocupación de nuestros superiores generales. En 1668, la asamblea general aprobó diversos medios para conservar el espíritu primitivo, entendido en el sentido de “amar lo que (Vicente) amó y realizar las obras que nos enseñó (amare quod amavit et opere exercere quod docuit)”.

Para Renato Alméras la fidelidad quería decir espíritu de oración, observancia de las reglas, vigilancia de los superiores para evitar la relajación en las casas. Lo que Juan Bonnet admiraba más en San Vicente era la “perfecta separación del mundo”. Leyendo la circular de Jacquier, de 1771, sería interesante ver en qué difiere de las de Alméras o Bonnet. La fidelidad querida por estos superiores era, como se ve, algo estático. Según ellos, San Vicente habría fundado una comunidad perfecta, bien organizada, que no sería ya lícito cambiar. Aparte de las Constitutiones selectae, la Congregación no tocó nada de lo que había recibido en herencia del fundador.

Se produjo, en todo caso, un modelo de misionero muy característico: un hombre interior, silencioso, dotado de “buen espíritu”, humilde, no precisamente culturalmente brillante, sereno, cordial, amante de la “regularidad”. Gradualmente se fueron fijando los métodos de la predicación, las oraciones que recitar, las cosas permitidas o prohibidas. No se dejó nada a la improvisación o a la creatividad local. Los misioneros seguían el mismo horario tanto en París como en Roma o Varsovia, vestían de la misma manera, tenían los mismos usos. La virtud guía era la de la uniformidad.

Es a ella a la que apela el superior general Jacquier cuando los hermanos coadjutores italianos se quejaron del hábito que llevaban, que en Roma los exponía a la mofa de los golfillos de la calle. En la circular del 1 de septiembre de 1774 el superior general escribió: “La diversidad de nuestros vestidos es causa de muchos y diversos pensamientos en nosotros y en los otros y esta multiplicidad destruye poco a poco la unidad de los sentimientos”.

El tan deseado cambio llegó, sin embargo, al año siguiente, no por obra de los superiores, como debía ser, sino por la intervención del nuevo papa Pío VI. El superior general, Padre Jacquier escribió a continuación una circular: “El Sumo Pontífice nos ha dado a conocer por medio del Nuncio los motivos que le han hecho desear un cambio del hábito de nuestros hermanos; nosotros le hemos presentado nuestras humildes razones para impedir, si fuera posible, este cambio... Su Santidad, no habiendo juzgado que debía ceder a nuestras humildes razones, ha determinado con una carta este cambio de hábito, y nada nos queda sino demostrarle nuestra docilidad y nuestra respetuosa sumisión a su determinación ejecutando lo que se ha fijado. Esto es lo que acabamos de manifestarle mediante carta escrita al Sr. Nuncio... Proceded de manera que ello se realice con el menor ruido y publicidad posibles”.

Otro ejemplo puede ser ilustrativo. El 10 de junio de 1734, Bonnet envió una carta circular en la que se expresó contra el abuso de los baños. De suyo, eran considerados como “remedios inocentes, saludables y útiles” para “pequeños y grandes males”, aun cuando “se tomaran `ad delicias', por higiene y refrescadura natural del cuerpo”. No había en ello nada “de reprensible, con tal que se observaran las reglas del pudor, de la modestia y verecundia”, pero “sucede con harta frecuencia” había constatado Bonnet “que se dan excesos de muchas maneras”. Prohibió, por lo tanto, a los miembros de la Congregación “bañarse en lugares públicos `ad nitorem aut ad delicias'” exhortando a los superiores a que hicieran respetar esta prohibición. No se daban cuenta evidentemente de que había otros pueblos más limpios, que se lavaban más, experiencia esta hecha en Asia, por ejemplo, donde nuestros misioneros se presentaban con un olor corporal que no era “olor de santidad”.

Los ministerios característicos de la misión se conservaron. En primer lugar permanecieron las misiones. En los siglos XVII y XVIII, los hijos de San Vicente se hicieron estimar por el celo de sus misiones, que eran distintas de las de los jesuitas, misiones “centrales”; las de nuestros misioneros eran más largas. Se distinguían también de las “penitenciales” de la tradición napolitana o franciscana. Yendo los nuestros a los pequeños pueblos para un tiempo prolongado, es claro que podían trabajar de modo más eficaz. Los pueblos mejor evangelizados fueron los que mejor pudieron resistir a las oleadas secularizantes.

Vinieron después los seminarios. En Francia llegaron a ser el primer ministerio de la Congregación, por cuanto el episcopado de la nación confió a los hijos de San Vicente más de la mitad de los seminarios. Dígase lo mismo de Polonia. Nuestros seminarios se hicieron apreciar no tanto por la calidad de los estudios, generalmente más bien modestos, sino por la buena formación espiritual y pastoral que supieron impartir. Se decía a finales del setecientos que los sulpicianos formaban obispos y los misioneros párrocos.

Desde este punto de vista, los misioneros conservaron los ministerios queridos por el santo. El tiempo empleado en la atención de la Hijas de la Caridad era irrisorio. Los hospitales fueron abandonados. En la práctica el binomio misión y caridad, que para Vicente era inseparable y que hacía que su corazón estuviera siempre abierto sea a la pobreza espiritual como a la material, se redujo a la sola caridad espiritual. Pedro Francisco Giordanini, un gran misionero muerto en 1720, cita el mandato evangélico de cuidar de los enfermos y limpiar a los leprosos y concluye: “lo que hoy mayormente no se hace sino espiritualmente”.

2.Si consideramos las relaciones de la Congregación con el Estado y la Iglesia, se imponen dos consideraciones. Después de la muerte de San Vicente, la Congregación acentuó su carácter “francés”, este hecho creó una fuerte tensión con la Santa Sede. Se llegó a imponer a una asamblea general, la de 1697, por parte de Luis XIV, un Padre general “francés” (Pierron) y, como reacción, se rozó la división de la Congregación. Este estado de tensión con la Santa Sede continuó aún después.

Entretanto, mientras desaparecían los hospitales y se abandonaba Madagascar (también los colonos franceses hicieron lo mismo), la Congregación se hizo cargo de la dirección de las “parroquias reales”. Después de Fontainebleau, los misioneros asumieron también el ministerio en los otros símbolos de la monarquía, como los Inválidos, Versalles (las dos parroquias y la capilla de la corte), St. Cloud, el colegio real de St. Cyr y Londres.

Sabemos que en la época de la revolución la procesión inaugural de los Estados Generales se desarrolló entre nuestras parroquias de Notre Dame y de Saint-Louis. Además, los primeros ataques a los símbolos del poder fueron el saqueo de San Lázaro y el de los Inválidos (13 de julio de 1789), antes del de la Bastilla. En San Lázaro y en los Inválidos estábamos nosotros.

Esto llevó a la elección de una teología que en Francia era galicana y en Italia ultramontana, pero sobre todo a una obediencia al poder muy acentuada. En la época del juramento de la Constitución Civil del Clero muchos cohermanos nuestros prestaron el juramento. La Congregación ofreció al clero constitucional dos obispos, Juan Bautista Guillaume Gratien (o Graziani), superior del seminario de Chartres, creado obispo del Sena inferior, y Nicolás Philbert, párroco en Sedán, consagrado obispo de Las Ardenas. Este último motivó su adhesión al juramento diciendo que le habían enseñado a obedecer al poder constituido. Es significativo cómo después de la revolución estos episodios fueron silenciados. Se habló de los mártires y no se dijo una palabra de los “traidores”. Con esto no quiero juzgar a personas que en la tormenta hicieron una elección difícil y arriesgada. Piénsese en Adrián Lamourette. Había salido ya de la Congregación cuando fue hecho obispo de Lión. El obispo legítimo había huido ya al extranjero. Ahora bien, mientras el pastor auténtico desde el exilio invitaba a sus sacerdotes a no huir, como hace el “mal pastor”, el intruso Lamourette permaneció en su puesto hasta la muerte. Si no fue reconocido como mártir, su gesto, empero, fue heroico.

En todo caso, esta estrecha relación con el poder, sobre todo en las misiones, tuvo ventajas inmediatas, en cuanto que los nuestros fueron protegidos por Francia, pero ofrecieron a la lucha anticolonial el pretexto para considerar a los misioneros como informadores y sostenedores del poder colonial, cosa que sólo un espíritu mezquino y lleno de prevenciones puede echarles en cara.

3.Por lo que atañe a las misiones ad gentes, sabemos que desde la época de los descubrimientos en adelante (es decir, desde alrededor de 1492) el imperativo de las misiones era el de “salvar las almas”. Cuando los misioneros partían, sabían que difícilmente volverían. En un reglamento para los misioneros de las islas Mascareñas se lee: “Embarcándose para el viaje por mar, los misioneros deben estar prontos para el cielo”.

Si pensamos en los dos hermanos Perboyre vemos cómo esto era verdad. De todos modos, a los misioneros, cuando partían, se les decía que debían estar llenos de celo, ser valientes, alejarse de toda actividad comercial, apoyados sólo en la fe en Dios y no en las armas de los europeos. Propaganda Fide, en una célebre instrucción de 1659 había dado indicaciones muy oportunas. Evidentemente los misioneros de Madagascar no habían podido beneficiarse de ellas. Pero las sucesivas expediciones misioneras habrían podido sacar convenientes indicaciones.

En esa época se contrapusieron dos métodos: el que valoraba las culturas locales y el que, por el contrario, las descalificaba. La pregunta que nos hacemos es: ¿Cómo se comportaron los nuestros, tanto en China como en las islas Mascareñas?

En China, los nuestros, en la primera expedición misionera (1697-1767), se alinearon decididamente contra los jesuitas, que sostenían el carácter “civil” de algunos gestos, como el incienso y las postraciones ante los difuntos y altarcitos domésticos, llamados “ritos chinos”. Los primeros misioneros (Appiani, Pedrini y Mullener) habían aprendido la lengua, pero habían conservado una visión europea, que la Congregación no estaba en situación de cambiar, porque, aparte las exhortaciones al celo, no se procuraba una formación cultural de los nuestros para las misiones.

En las islas Mascareñas los nuestros tuvieron una perspectiva de cristiandad, en cuanto condividieron la política de una cristianización masiva de los esclavos deportados, promovida por la Compañía de Indias.

Fue en el ochocientos, cuando se dio una evolución significativa. En China, sobre todo, los misioneros se interesaron mayormente en la cultura local. Hubo ilustres sinólogos, expertos naturalistas. Pekín fue un centro cultural notable. También en las islas Mascareñas hubo figuras importantes, como Albert Caulier (1723-1795) que compuso un Catéchisme abregé en la langue de Madagascar.

Conclusión

Mientras los relojes en diversas partes del mundo cadenciosamente marcan el tiempo que nos separa del nuevo milenio, creemos útil proponer algunas pistas de reflexión.

1.Con frecuencia nos comparamos con la comunidad del pasado. ¿Pero la comparación se realiza con lealtad o, por el contrario, se comparan realidades distintas? ¿Es decir, se comparan las conquistas técnicas de nuestro tiempo, en las que no tenemos mérito alguno, con las limitaciones del pasado? Pienso, consiguientemente, que se han de evitar críticas inútiles sobre el modo de vida de los misioneros del pasado, extraño quizá para nosotros, pero adaptado a su tiempo.

2.Los misioneros del pasado quizá habían acentuado algunos valores como la interioridad, la uniformidad, la regularidad. Eran, empero, estimados y buscados. Nuestras casas tenían un prestigio muy grande. ¿Se puede decir hoy lo mismo?

3.En el pasado gozaban del ala protectora del poder estatal (en Europa estábamos tutelados por los gobiernos, mientras que en los países llamados entonces “de misión”, nos protegían las potencias coloniales). La pregunta a plantearse es si hoy somos capaces de correr riesgos, renunciando a tal “red” de protección. La libertad tiene un precio, pero también una dignidad. Escribía el irlandés Columbano: “Si tollis libertatem, tollis dignitatem”.

4.Se habla mucho de “inculturación”. Se trataría de ver si el llamamiento misionero, lanzado en 1992 e impulsado por el actual superior general, nos encuentra preparados para estar en sintonía con la misión de la Iglesia. Una comprobación podría consistir en ver cuántos de nosotros se han preparado específicamente para las misiones, con cursos apropiados, y si la pastoral que se desarrolla en tierra de misión, es de sello occidental o por el contrario trata de encarnarse en las culturas de los pueblos a evangelizar.

5.Una pregunta que refleja situaciones del pasado podría ser la siguiente: ¿Tenemos el “sensus Ecclesiae”? ¿Estamos habituados a “sentir con la Iglesia”? Probablemente es difícil desenvolverse en todos los documentos de estos últimos decenios. Pero hay algunos llenos de inspiración que es delito ignorar. Hay todo un recorrido de formación sobre el concepto de la Iglesia, la evangelización y promoción, la doctrina social, la misión que constituye una pista importante para disponerse a cruzar el umbral de la esperanza y para entrar en el nuevo milenio.

(Traducción: Rafael Sáinz, C.M.)

Para más detallada información remito a nuestros trabajos: L. Mezzadri - J.M. Román, Storia della Congregazione della Missione, l, Roma 1992 (traducciones en francés, español, polaco); L. Mezzadri - F. Onnis, La Congregazione della Missione nel Settecento. l. Francia e Italia, Roma 1999; Le Missioni popolari della Congregazione della Missione nei secoli XVII-XVII, obra dirigida por L. Mezzadri, 2 vol., Roma 1999.

Es distinta la petición de perdón hecha por las autoridades de la Iglesia del juicio del historiador.

Recueil des principales circulaires des supérieurs généraux de la Congrégation de la Mission, I, Paris 1877, 97 (en adelante citaremos = RC I, ...).

RC I, 389-400.

RC II , 74-79.

RC II , 101.

L. Mezzadri - F. Onnis, La Congregazione della Missione nel Settecento. I. Francia e Italia, Roma 1999, 236.

RC I , 427-432.

Le Missioni popolari della Congregazione della Missione nei secoli XVII-XVIII, obra dirigida por L. Mezzadri, 2 vol., Roma 1999.

Remito a mi trabajo: Gallicanesimo e vita religiosa, en Divus Thomas 76 (1973) 65-109; también: L. Mezzadri-F. Onnis, La Congregazione della Missione nel Settecento. I. Francia e Italia, Roma 1999.

Règles de conduite pour ceux qui vont aux Isles de France et de Bourbon, 3.

- 6 -