Relaciones con el Islam en Tiempos de San Vicente. Historia de los hechos - Actitud de San Vicente y de los misioneros hacia los Musulmanes

RELACIONES CON EL ISLAM EN TIEMPOS DE SAN VICENTE

Historia de los hechos - Actitud de San Vicente

y de los misioneros hacia los musulmanes

Antonio Mussali C.M

San Vicente se encontró muy pronto con el hecho del Islam. Nosotros no entraremos en la delicada cuestión de la historicidad integral de los hechos “relatados con un estilo fascinante” tales como son los referidos en las dos cartas del Padre Vicente al Sr. de Comet (1607 y 1608). El P. Dodin, después de Coste, da razón de eso. Sin embargo, una cosa es cierta. Esas cartas traducen una especie de obsesión por el Islam, que se le presenta bajo la cara de ciertas personas: los piratas, “su amo,” “turca de nacimiento”, tales como él se las representaba. Habitado por la pasión del Evangelio, antes de que lo fuera más tarde, bajo la presión del Acontecimiento, por el “Cristo evangelizador de los pobres", el joven sacerdote Vicente tenía que tropezarse con la increíble brecha del Islam. De tierras de presencia masiva cristiana, había hecho, en Oriente, tíerras de presencia masiva musulmana. ¿Cómo de unas regiones, como el Maghreb, habían podido extenderse, como impulsadas por un destino ineluctable y ciego? Sin embargo, aquellas tierras habían sido ilustradas por grandes campeones de la fe, tales como Tertuliano (+155), Cipriano (+260), Agustín (+430). En frase de Tertuliano, unos mártires habían derramado su sangre, que “había sido semilla de cristianos”, tales como el diácono Santiago, el lector Marciano, Nemesiano y Maximiliano, Crispina y Marciana, Priscila y Aquilea y sus compañeros y tantos otros innumerables. Un número considerable de obispados, que habían llegado, a la muerte de Cipriano a cerca de 700, habían florecido allí. El Maghreb había dado Papas a la Iglesia, tales como Víctor (189-199), Milcíades (311-314), Gelasio (492-496). Vicente no podía menos de quedar “trastornado” igual que la tierra lo es por el arado. Los cristianos, allí abajo, en los “baños”, en tierras del Islam (“dar el-Islam”) sufren y mueren. Pero vengamos a los hechos.

OJEADA HISTÓRICA

El año 633 el Islam parte a la conquista de lo que se llama “el creciente fértil”, y que en cuestión de 12 años, de 633 a 645, llega a ser tierra del “Creciente".

A partir de 647, los árabes, en oleadas sucesivas, penetran en África del Norte. Ayudados, desde el siglo VIII por los beréberes, van a conquistar, entre 695 y 708, todo el Maghreb, atraviesan el estrecho de Gibraltar (Jabal Táriq = la montaña de Táriq) bajo el mando precisamente del beréber Táriq ibn Ziyad (711), ocupan Córdoba, después Toledo y llegan hasta el mismo Poitiers (732).

En el siglo XVII son los otomanos, descendientes de una pequeña tribu turca (“bani Uthmàn”) los que extendían su supremacía sobre el Imperio musulmán, tanto en Oriente como en Occidente. Estos, después de haber derrotado, en el siglo XIV, a los Abasidas, habían repetido la epopeya musulmana y se habían hecho los campeones del Islam. Su hegemonía se extendía, en el Este, desde Arabia hasta China; en el Oeste, desde Egipto hasta el Océano; en el Norte, sobre los Balkanes, desde donde amenazan a Europa. El Mediterráneo se había hecho “lago del Islam”; aquí los corsarios surcaban las aguas arrebatando bienes y personas como para demostrar, orgullosamente, la superioridad de la civilización musulmana sobre la civilización cristiana y, en primer lugar, sobre el Imperio español entonces en su apogeo. El fenómeno de su ascenso alcanzará su apogeo entre 1577 (después de Lepanto) y 1713-1720 (después del tratado de Utrecht), asegurando a las chusmas musulmanas metales preciosos y hombres y proporcionar rescates.

Conviene notar que la expansión otomana revistió, desde sus comienzos, unos caracteres nuevos específicos. Ante todo, la conquista se realizó en nombre de la propagación del Islam en territorio infiel (dar el-darb). Para llevar a cabo esta conquista los otomanos dispusieron de un ejército que estaba animado del espíritu de ghazi (conquista religiosa). Y que fue, en consecuencia, constituída a base de la devchirmé (leva forzosa) de jóvenes cristianos arrancados a sus familias, y después islamizados y turquizados: éstos son los jenízaros (jéni tchéri: la nueva tropa), que aseguraron durante más de dos siglos la supremacía de los ejércitos otomanos.

En el siglo XVI, ocurren dos acontecimientos de la más alta categoría histórica. Uno se refiere al (sultan Selim (1512-1520), que conquista el título de Califa (palabra derivada del árabe khélifa = lugartenencia) sin titular desde la caída de Granada en 1492; y el otro, la toma de Argel por el pirata turco Arudj, llamado Barbarroja, que le abre las puertas de Argelia toda entera (1516). Su sucesor, Kheyredin Barbarroja, extenderá la conquista hasta el Mediterráneo Occidental y entregará este mar a las piraterías de los corsarios berberiscos.

A su llegada al poder, el sultán Solimán el Magnífico (1520-1566, hijo de Selim), se apodera de una parte de África del Norte, alcanza, en Europa, el Adriático, los arrabales de Viena y las fronteras de Polonia. Pero dos acontecimientos mayores, dos victorias, una marítima, Lepanto (1571), es conseguida por las armadas aliadas del Papa, del rey de España y de Venecia. Lo cual lleva a los turcos a vengarse tomando Túnez a los españoles (1574). Y el otro terrestre, que no ocurrirá hasta 1683. Gracias a la intervención de la caballería polaca mandada por Juan Sobieski, se obligará a los turcos a levantar el sitio de Viena. Dos victorias que van a obstaculizar la marcha, hasta entonces triunfante, del Islam, y a expulsar a los turcos de Hungría.

En el Maghreb, la presencia cristiana estaba reducida, desde el siglo XII, a los comerciantes, a los cautivos prisioneros del “corso”: genoveses, pisanos, florentinos, venecianos, franceses. Existían en las costas establecimientos permanentes que pertenecían a las naciones cristianas. En ellas residían representantes de comercio y cónsules para proteger los intereses de dichas naciones y para dirigir sus asuntos. Había capellanes afectos a esas bases, al servicio de los cónsules, de los comerciantes y también, eventualmente, cristianos cautivos en los “baños” de Túnez y de Argel.

En el siglo XIII habían llegado a Túnez los primeros franciscanos (1219), seguidos por los dominicos (1234), a quienes se unieron los trinitarios de san Juan de Mata y los mercedarios de san Pedro Nolasco, fundados unos y otros expresamente para la “redención de los cautivos”.

En el siglo XVI los españoles se instalan en el Oranesado con la toma de Orán (1509) y de Bugía (1510). Presencia que debía perdurar en África del Norte hasta fines del siglo XVIII.

Como fácilmente se puede pensar, las relaciones con el Islam variaban según las alternativas de los intereses económicos y de las versatilidades políticas. En cuanto a la población autóctona no tenía para los cristianos, a los que había clasificado en tres categorias: latinos, rumíes (bizantinos) y afariqa (autóctonos), más que un soberano desprecio. La memoria colectiva guardaba anclada dentro de sí el recuerdo de las exacciones “espantosas” cometidas por los “francos” contra los musulmanes en tiempo de las cruzadas (1096-1270). Y también el recuerdo de la represión ejercida por la Reconquista, que expulsó a los musulmanes fuera de España. A mediados del siglo XIII, los musulmanes no conservaban más que el reino de Granada que debía resistir hasta fines del siglo XV. Como también recordaba con viveza la memoria de las empresas guerreras de los reyes normandos de Italia del Sur y de Sicilia, que habían llevado la guerra al África, sin descontar los éxitos negociados, así como de las empresas guerreras llevadas a cabo por el rey de Francia, san Luis, en Egipto y en Túnez.

La imaginación cristiana, también ella, estaba marcada por las persecuciones a las que habían sido sometidas las poblaciones cristianas de Oriente. Selim I, en el siglo XVI, ¿no había ideado el plan de prohibir la religión cristiana y de condenar a muerte a los cristianos que se negaran a convertise? No llegó a eso. Pero decretó que todas las iglesias que estuvieran entonces abiertas en Constantinopla debían ser convertidas en mezquitas. Las iglesias nuevas que construyeran los cristianos debían ser de madera. Ya un predecesor, Mohamet II, había transformado en mezquitas las principales iglesias de la ciudad, entre ellas la de Santa Sofía. En 1562, la basílica de los Apóstoles, en donde reposaban los restos de Constantino, fue destruída. Si se mantuvieron algunas iglesias, fue gracias a las ingentes cantidades de dinero que pagaron los cristianos. En 1595, les tocó la vez a las iglesias de Quío; lo cual provocó la intervención de Francia.

No se podía tampoco ignorar la condición de los cristianos de Oriente sometidos a la condición de dhimmitud (“bajo tutela musulmana”). Los dhimmíes estaban sometidos a la ley coránica. Considerados como ciudadanos de segunda clase, debían pagar un impuesto especial, la jizya ; debían llevar un turbante y un cinturón distintivos, de color amarillo que los exponía a la irrisión de los transeúntes; sólo podian viajar montados en burro (el caballo era considerado como un animal noble reservado a los musulmanes); debían ceder la acera ante un musulmán; no podían atestiguar contra un musulmán ante un tribunal, ni podían ser reclutados para los ejércitos...

Añádanse a esto las posiciones dogmáticas bien tajantes de unos y otros. “Fuera de la Iglesia no hay salvación". A la cual respondía la afirmación contraria: "No hay salvación fuera de la Umma”.

Para juzgar acerca de las relaciones que existían entre las dos comunidades, es necesario tener en consideración las relaciones de interferencia y analizar los contenidos de la realidad humana. Es en el espesor de esos conflictos y de esas oposiciones históricas donde se enraizan, en el siglo XVII, las relaciones interreligiosas. Realidades que gravan las relaciones de serenidad e imponen estrategias que se alimentan en las competiciones ideológicas y religiosas, económicas y políticas. Era todavía muy largo el camino que conduciría hacia las nuevas orillas del Vaticano II.

ACTITUD DE SAN VICENTE Y DE LOS MISIONEROS PARA CON LOS MUSULMANES

Es pues en este contexto, bien delimitado, donde se le va a plantear a san Vicente el problema de la presencia misionera en tierras del Islam. Cierto, no, expresamente, para rescatar cautivos. Otros habían hecho de eso su carisma propio. Ni tampoco con la preocupación de convertir a los musulmanes. Otros, también, lo habían intentado en vano. San Vicente tenía en su mente el recuerdo de san Francisco de Asís (1182-1226) y su ida abortada donde el sultán de Egipto, Aladino (1199-1220). La ambición de san Vicente era llevar el apoyo material, moral y espiritual a los cautivos en los “baños” de las ciudades y del campo, asegurarles una presencia permanente de aliento en el corazón de la ciudadela del Islam.

En determinada ocasión, a petición de la Propaganda, había concebido el proyecto misionero de ayudar a los cristianos del Líbano. Ese proyecto no llegará a concretarse durante su vida. No debía llevarse a cabo sino después de la supresión de la Compañía de Jesús por Clemente XIV, en 1773.

Por el contrario, en la otra orilla del Mediterráneo, en el Maghreb, hay poblaciones cristianas amontonadas en los “baños” de las ciudades, y también condenadas a galeras. Otros cautivos estaban condenados al servicio de amos en las ciudades de Argel, Bona, Túnez...y en el campo. El servicio de esas poblaciones estaba asegurado, para el culto, por los sacerdotes esclavos y, en visitas esporádicas, por los religiosos...

La mirada de san Vicente descubre la gran miseria de esos cristianos y deplora "el gran libertinaje que reinaba entre las personas de Iglesia”...Se imponía una presencia permanente, que asegurara la ayuda material, moral y espiritual tan ansiada. Será sostenido en eso por el Papa Urbano VIII (1623-1644) y por la duquesa de Aiguillon.

El 25 de enero de 1643 se firma un contrato de fundación de una casa en Marsella. Desde ella partirán los sacerdotes y hermanos de la Misión "para consolar, instruir a los pobres cristianos cautivos por la fe, en el amor y en el temor de Dios, y para dar las misiones y los catecismos, las instrucciones y las exhortaciones, que acostumbran dar".

Pero los turcos no aceptan otros capellanes fuera de los sacerdotes esclavos. Sólo se atienen a eso. La duquesa de Aiguillon compra, en 1646, los consulados de Túnez y de Argel y los regala al Sr. Vicente. De este modo, gracias a este rodeo, podrá ser asegurada una permanente presencia misionera.

Así, el Sr. Vicente, en 1646, se decide a enviar a Túnez al Hermano Barreau, un antiguo abogado del Parlamento, acompañado del P. Nouëlly. Marchan provistos de una especie de carta, de las que tendremos el gusto de presentar un rápido análisis, pues revela de modo extraordinario una actitud sacada de la misma fuente del Evangelio. Un texto que lo podemos ver en Coste XIII.306/X.372.

Dice: “Tienen que tener una devoción especial al misterio de la Encarnación, por el que Nuestro Señor bajó a la tierra para asistirnos en nuestra esclavitud”. La Encarnación, punto nodal a partir del cual el pensamiento, la acción y la contemplación irán a sacar su motivación profunda, a encontrar su orientación específica, a asegurar su dotación al servicio de un amor creativo hasta el infinito, a la escuela de Quien se hizo esclavo con los esclavos para liberarlos de la esclavitud. De ahí la importancia decisiva de la contemplación que permite, como escribirá un día al P. Le Vacher, estar en simbiosis con Dios. Porque, “el bien que Dios quiere que se haga como por sí mismo sin pensar en ello...Así, cara a cara con Él, se podrá fácilmente pesar con ponderación las cosas en el peso del santuario antes de resolverlas. Ser más bien paciente que activo”(Coste IV.12)

Alrededor de ese núcleo van a dibujarse los contornos del primer círculo, el de la espiritualidad misionera impregnada del Espíritu del Evangelio: “Ser exactos en las Reglas de la Compañía...que son las del Evangelio” y cuyos criterios de autenticidad se han de buscar en lo que él llama, según la sensibilidad del siglo XVII, “las Virtudes que hacen al verdadero misionero: el celo, la humildad, la mortificación, y la santa obediencia”. Especie de resúmen de las Bienaventuranzas por las cuales se tratará de anunciar abiertamente a Jesucristo a los Cristianos y a los no cristianos, a los musulmanes puestos en el caso, de llevar su anuncio por el testimonio silencioso de una vida consumida en el ardor del “celo" que es la llama del fuego del amor. Espiritualidad que se ha de vivir no en plan solitario, sino en solidaridad con los hermanos, en comunidad, “cuyo director será el P. Nouëlly”.

Esta comunidad tendrá por misión asegurar la visibilidad de la Encarnación en una dimensión espacio-temporal. Se señalará entonces el círculo geográfico, lugar de inserción del Evangelio: Argel y, en el corazón de Argel, una casa de alquiler con la capilla, corazón de la comunidad, signo de la presencia sacramental, en el centro. Y en el interior del círculo geográfico, la lista de las relaciones. En primer lugar los responsables civiles: el virrey, el pachá, el diván (la administración), el pueblo. Relaciones que supondrán un infinito discernimiento que permitirá vivir con todas las precauciones imaginables. Sabía de qué hablaba san Vicente, él que había frecuentado “los grandes” para sensibilizarlos para la causa de los pequeños. Los grandes, ¡tan susceptibles! ¿Qué no se podría decir, cuando se tratara de personas de otra cultura, de otra religión y, además, extranjeras? Aceptar vivir esa “extranjeridad” con una actitud de profunda humildad, y de sufrir de buena gana las injurias que les hará el pueblo.

En el corazón del círculo de las relaciones hay un grupo privilegiado, el de los esclavos y, en cabeza, los “sacerdotes y religiosos esclavos: velar por el honor que les es debido; después, los comerciantes, ser en medio de ellos artesano de paz, esforzarse en mantenerlos en la mayor unión posible”.

Allí se detienen los circulos concéntricos. San Vicente va a comprometer al misionero a no olvidar los lazos que le atan a su familia más allá de los mares. “Procurará dar noticias, no del estado de los asuntos del país, sino de las de 1os pobres esclavos y de la obra que Nuestro Señor les confía”, con vistas a hacer una obra de edificación allí donde unos hermanos les acompañan con su constante e intensa oración.

Y para acabar, dos consignas. Una tocante al celo que no sabrían circunscribir a los límites de una ciudad: “Ir a visitar a los pobres esclavos que están en el campo para fortalecerlos, consolarlos, darles limosnas”. La otra que se refiere al discernimiento que quiere que se sometan a las leyes del país, y que se dé muestras de circunspección en la discusión con otro diferente: “No disputar nunca de religión, ni decir nada en plan de desprecio”. Y finalmente, tener la mente abierta con vistas a lograr adaptarse: “Aprender de los que viven mucho tiempo en aquella tierra”.

Celo ardiente, discreción prudente, paciencia longánima, disponibilidad alegre, interioridad activa, humildad confiada, respeto infinito al otro, tanto si es cristiano como musulmán, circunspección y anchura de miras, inteligencia del espíritu y del corazón...tantas cualidades que hacen del misionero el lugar por donde pasa el Espiritu para el Reino que viene. Tal es, resumiendo, la gestión misionera vicenciana al servicio del hombre y del Evangelio en tierras del Islam.

Faltaba a esas consignas sufrir la prueba del tiempo y de la vida. ¿Cómo se las arreglarán los misioneros en sus relaciones con los musulmanes?

Celo ardiente; ésta era la palabra clave.

Consta en las Mémoires de la Misión que “el ejemplo de los sacerdotes fervorosos y abnegados, la irradiación íntima de su caridad, podían dar a los musulmanes una idea más justa del cristianismo”. Y por otra parte: “Los turcos cambiaron su desprecio inicial en admiración” (II.144).

Un celo seguramente de alto riesgo.

La tarea asignada a los misioneros no era fácil. Un camino sembrado de emboscadas. “La función de los sacerdotes de san Vicente era peligrosa. Estaban allí para impedir que los cristianos abandonaran su fe. Porque la tentación era viva, pues los renegados tenían situaciones con frecuencia brillantes” (II.289). Estaban fatalmente expuestos a los sentimientos de animosidad de odio, que animaban a ciertos responsables musulmanes, como un tal Aga Mahomet que un día declaró sin rodeos: “Cortemos, hagamos pedazos a esos perros cristianos que viven entre nosotros. Empecemos por esos perros sacerdotes que obligan a los musulmanes a hacerse cristianos e impiden a los cristianos hacerse musulmanes” (II.283). Lo cual, a pesar de todo, no tenía la suerte de intimidar a los misioneros. Se habría podido aplicarles lo que san Vicente dijo de Felipe Le Vacher: “Es un hombre que es todo fuego; necesita brida más que espuela”.

“El P. Guérin trabajó en rescatar muchachos y muchachas en peligro de renegar de su fe o de servir a infames caprichos” (II.26). Felipe Le Vacher “rescata a un niño de 8 años al precio de 1000 libras y lo devuelve a sus padres en Marsella...Rescató a tres hermanas jóvenes, devolvió a la libertad a una madre, a una joven y a un adolescente de Córcega” (II,161,162). El P. Guérin se entera de que "un niño de 13 años había recibido 1000 bastonazos, porque no quería renunciar a Jesucristo, y que le habían despedazado un brazo. Inmediatamente, interviene, se pone de rodillas y termina por rescatar al niño al precio de 200 piastras” (II.26).

Un celo que llevará al exilio, a la cárcel, al martirio.

"En dos ocasiones, Juan Le Vacher es desterrado de Túnez a Bizerta por haber disuadido a unos cristianos, que querían hacerse turcos...Lo meten en la cárcel por haber animado al Sr. Husson, cónsul, a que impediera que ningún comerciante francés consintiera suministrar lona para las velas de los barcos de los corsarios del Islam” (II.20). Después del bombardeo de Argel por Duquesne, éste le dijo a Juan Le Vacher que le reprochaba el bombardeo: “Usted es más turco que cristiano”. “Yo soy sacerdote”, le replicó. Duquesne escribió el 15 de julio de 1691: “Le Vacher no se tenía de pie. Tenía que llevársele en camilla. Medio muerto, lo mandó poner a la boca del cañón, igual que a 22 cristianos franceses”.

Otros conocerán la cárcel y la tortura. Así el H. Barreau al que san Vicente le escribe: “He sentido un consuelo que sobrepasa todo consuelo de la dulzura del espíritu con el que usted ha recibido esa prueba y del santo uso que ha hecho de su encarcelamiento” (II.202). Y la nota continúa: “Es derribado a tierra por el pachá, quien manda a sus verdugos que descarguen sobre él centenares de bastonazos...Pierde el conocimiento...Le meten debajo de las uñas leznas puntiagudas (II.202). También el P. Montmasson es encarcelado: “Un moro le pincha varias veces con una larga aguja de la que se sirven los guarnicioneros...Le cortan la nariz y una oreja. Le revientan un ojo. Le dan una cuchillada en la garganta” (II.464). En cuanto al P. Piloni, “le llevan casi muerto a la calle después de los bastonazos”.

Un celo que acepta “sufrir con gusto las injurias que le hace el pueblo”.

Efectivamente, cuando el P. Poissant es encadenado junto con sus cohermanos, ocurre lo siguiente: “Fuimos conducidos con la cabeza descubierta y como criminales de lesa majestad por la calle principal de la ciudad. Servíamos de espectáculo y de diversión al populacho que nos abrumaba con injurias. Las cadenas eran tan pesadas y tan onerosas, que no podíamos ni avanzar ni recular sin sufrir mucho” (III.101).

Un celo, con todo, lleno de amenidad.

En dichas Mémoires se entera uno de que “el P. Guérin, por la dulzura de sus palabras, la afabilidad de sus maneras...se ganó a todos los corazones“. Con toda seguridad, los de los esclavos, pero también los de los musulmanes, porque logró conseguir del dey que la práctica del culto se pudiera hacer, no ya en secreto, sino abiertamente y “que da a la religión su aparato externo con sus cantos y sus ceremonias...Hasta el punto de que los “baños” se transformaron en otros tantos pequeños templos, donde los esclavos podían libre y públicamente oir la Santa Misa y participar en los divinos misterios” (II.18). Aún más, al cabo de dos años, agotado “pidió permiso al dey para pedir otro misionero en su ayuda. Y el dey le respondió: Dos o tres, si quieres. Yo los protegeré como a tí en todas las ocasiones y no os negaré nunca nada, porque sé que no haces daño a nadie y que, por el contrario, haces el bien a todo el mundo

Un celo que hacía poco caso de los peligros y causaba la admiración de los musulmanes

Los primeros misioneros fueron, casi todos, arrebatados por la peste. Es el caso del P. Noel (22 de julio de 1647), muerto a los 33 años; el P. Guérin (13 de mayo de 1648), quien “sólo se lamentaba de una cosa, la de morir en su cama, él que contaba con la dicha de ser empalado o quemado vivo por su Divino Maestro” (II.37); el P. Le Sage (12 de mayo de 1648); el P. Dieppe (2 de mayo de 1649) que muere con los ojos unidos al crucifijo que tenía entre las manos, repitiendo: “no hay amor más grande que el de dar la vida por los que se ama” el P. Huguier (abril 1663); el P. Laurence (1704); el P. Faroux (15 de julio 1740), “que se había presentado como voluntario, siendo superior, para ir a cuidar de los apestados, a pesar de las protestas de sus compañeros que se habían ofrecido voluntarios a porfía; el Hno. Guesdon (1740).

Un celo discreto hecho a base de un testimonio sin relieve y silencioso.

Pues, no se trataba de dar con la forma de convertir a los musulmanes. Felipe Le Vacher escribirá: “Es más fácil y más importante impedir que varios esclavos se perviertan que convertir un solo renegado” (II.163). San Vicente había sido claro a este propósito. “Ustedes no son los encargados de los turcos ni de los renegados”. Sin embargo, Felipe Le Vacher iría más allá. Escribirá: “Dios me ha hecho la gracia de encontrar dos piedras preciosas que estaban perdidas; son de mucho precio y emiten un reflejo celestial” (II.166). El P. Guérin también había ido más lejos: “Secretamente se veía con turcos, incluso frecuentaba al mayor de los hijos del dey Admed Khodja, Mohamed Chebli, quien, en 1646, huyó a Sicilia para convertirse”. El P. Duchesne “se dedicará a aprender el árabe con un morabito...Y llegará hasta a dialogar con él sobre Jesús”. (II.525).

Basta con este florilegio. Nos muestra qué formas de fidelidad inspiró el celo ardiente de los misioneros y el impacto que el celo produjo en las mentes y en los corazones tanto de los cristianos, como de los musulmanes. Resumiremos todo esto, para acabar, con estas palabras: Valor intrépido por la defensa y la salvación de los cristianos hundidos en la miseria; silencio respetuoso ante quien opina de otra forma; generosidad heróica frente a la peste, la tortura y el martirio.

Trad. M. Abaitua, C.M.

DODIN A.. “Depaul a saint Vincent de Paul”, O.E.I.L. Histoire. París pp. 144-145. .

PIRENNE H., “Mahomet et Charlomagne,, P.U.F. París, 1970, p.215.

VAUMAS G. “L'éveil de La France au 17ºs”