Carta con motivo del Jubileo (1 de enero de 2000)

1 de enero, 2000

A los miembros de la Congregación de la Misión en todo el mundo

Mis queridos cohermanos:

¡Que la gracia de nuestro Señor esté siempre con vosotros!

Dudo escribir sobre el Jubileo. Ya se han dicho muchas cosas. La “Tertio Millennio Adveniente” de Juan Pablo II habla elocuentemente de su significado y sugiere muchos medios prácticos para celebrarlo bien. Casi todas las Conferencias Episcopales han organizado un Comité para el Jubileo y han publicado un documento con un programa para el Jubileo. Muchos Visitadores me han dicho que están animando a los cohermanos a que integren sus propias actividades del Jubileo en las de la iglesia local para que, en este tiempo importante, puedan canalizarse y no se dispersen las energías de los grupos eclesiales.

Pero muchos me han pedido que escriba. Así lo hago hoy como respuesta a sus peticiones. Intentaré no repetir lo que otros ya han dicho, aunque sé que cierta repetición es inevitable. Mi perspectiva en estas reflexiones se centra en la celebración vicenciana del Jubileo.

AESPIRITUALIDAD DEL JUBILEO

Como saben, San Vicente eligió un texto jubilar como lema de la Congregación:

El Espíritu del Señor está sobre mí,

porque me ha ungido

para anunciar la buena noticia a los pobres;

me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos

y dar vista a los ciegos,

a libertar a los oprimidos y a proclamar el año de gracia del Señor”.

(Lc 4, 18-19)

Nuestra misión, como la de Jesús, es proclamar el Jubileo, “anunciar un año de gracia del Señor”. Permitidme proponer hoy, como base para esta misión, tres aspectos de la espiritualidad del Jubileo.

  1. Confianza en la Providencia

En el contexto israelita, el Jubileo surgió de la tradición sabática. Era el sábado de los sábados (siete veces siete años más uno), cuando los campos debían dejarse en barbecho, los esclavos tenían que ser liberados, las deudas, perdonadas y las propiedades perdidas tenían que volver a su propietario original. Aunque existe una limitada certeza de que estas normas jubilares se pusieran sistemáticamente en práctica, se escribieron en la Ley de Santidad que se encuentra en el Levítico, porque concretaban los elementos básicos en la relación de Israel con Dios: su confianza en que Dios daría provisiones en abundancia al pueblo elegido incluso mientras éste descansaba, su agradecimiento hacia el amor fiel de Dios, su reconocimiento de que somos administradores de los dones de la creación en vez de ser propietarios, y su respeto de los derechos personales y la dignidad humana de los elegidos de Dios. Las elocuentes palabras del Levítico (25, 18-21) pretenden despertar una profunda confianza en la providencia de Dios: “Obedeceréis mis leyes, observaréis mis preceptos, los pondréis en práctica y así viviréis seguros en la tierra. La tierra dará sus frutos, comeréis de ellos hasta saciaros y viviréis seguros en ella. Si os preguntáis: “¿Qué comeremos el séptimo año, si no hemos sembrado ni segado nuestras mieses?” Yo os digo que daré mi bendición al sexto año de suerte que produzca frutos para tres años”.

Ciertamente, pocos temas eran más queridos que éste a San Vicente. Él veía la providencia de Dios actuando en todo lugar. A veces sus palabras eran entusiastas: “No podemos asegurar mejor nuestra felicidad eterna que viviendo y muriendo en el servicio de los pobres, en los brazos de la Providencia y en una renuncia actual a nosotros mismos, para seguir a Jesucristo” (SV. III, 392 / ES. III, 359). Para San Vicente, la confianza en la providencia es la clave para encontrar sentido cuando nos enfrentamos a las, a veces, trágicas tensiones de la experiencia humana: abundancia y pobreza, salud y enfermedad, vida y muerte, gracia y pecado, paz y violencia, amor y odio, orden y caos, planificación y desorganización. El misionero, pensaba San Vicente, proclama la esperanza, la buena noticia, incluso en la oscuridad. Los hombres y las mujeres cuyas vidas son testimonio de sentido y pueden hablar con sentido son ministros de la providencia. La docilidad a la providencia, un virtud fundamental para el misionero de los pobres, significa confianza reverente ante el misterio de Dios, revelado en Cristo, en quien vida, muerte y resurrección van juntas.

  1. Reconciliación

Cuando hace poco estuve en Taiwán, percibí que los obispos habían elegido la reconciliación como el tema central para el año 2000. Percibían que en el mundo de hoy, a pesar de la alta tecnología y de una economía global en crecimiento, gran cantidad de personas experimentan la alienación en vez de la paz y la felicidad. Muchos sufren la tensión, la excesiva estimulación, el sufrimiento y violencia. Todo tipo de contradicciones invade sus vidas. Algunos se sienten alienados de sí mismos, de los otros, de la creación y de Dios. El documento de los obispos recuerda que el camino de la vida implica pasar

  • de la infravaloración de uno mismo a la autoestima,

  • de la indiferencia a la preocupación por los demás,

  • de la destrucción de la naturaleza al respeto hacia ella,

  • del encerramiento en uno mismo a la confianza en un Ser transcendente.

Estos cuatro movimientos internos llevan a cuatro imperativos:

  • amarse a sí mismo,

  • querer a los otros,

  • valorar la creación.

  • adorar a Dios.

El año jubilar nos desafía a experimentar el amor reconciliador de Dios y a proclamarlo a los demás. ¿Nos amamos a nosotros mismos con la solicitud y el amor misericordioso con el que Dios nos ama? ¿Queremos a los demás: a nuestros hermanos de comunidad, a los pobres a quienes servimos, a nuestros compañeros de apostolado? ¿Valoramos la creación: el aire que respiramos, el agua que limpia nuestros cuerpos y apaga nuestra sed, los bosques que juegan un papel regulador en el equilibrio del planeta? ¿Adoramos a Dios cuya divina presencia resplandece ante nosotros en la belleza de la creación, el amor de los demás y en la persona de Jesús que es fuente de nuestra vida?

Ciertamente, la reconciliación era el núcleo de las misiones que el mismo San Vicente predicaba y de la misión que él confió a la Compañía. El perdón de los pecados, el sacramento de la reconciliación, la confesión general, el arreglo de las disputas familiares eran los elementos claves en las primeras misiones populares realizadas por San Vicente y sus compañeros. Vicente animó a los mismos misioneros a tener una “exuberante confianza en su soberano Creador” (SV. III, 279 / ES. III, 256), de modo que pudiesen comunicar a los demás el amor curativo de Dios.

Todos nosotros llevamos al nuevo milenio cicatrices y pecados pasados. Necesitamos curación. ¿Existe una verdadera “alma amiga”, un confesor o un director espiritual a quien podamos descubrir nuestras heridas y con quien podamos hablar abiertamente y con frecuencia de nuestra necesidad de curación? ¿Sentimos en nosotros mismos, al iniciarse el tercer milenio, que estamos creciendo en mayor unidad personal, integridad y reconciliación con nosotros mismos, con los otros, con la creación y con Dios? ¿Como confesores y directores espirituales podemos nosotros mismos ser una presencia curativa para los demás en este tiempo de reconciliación?

  1. Agradecimiento

Si el sábado era para Israel una día especial para dar gracias a Dios, entonces el Jubileo, el sábado de los sábados, tendría que ser un gran tiempo de acción de gracias. En el centro de la espiritualidad de los pobres de Israel está el reconocimiento de que todas las cosas son un don. Únicamente los humildes son capaces de proclamar que “el Dios que es poderoso ha hecho grandes cosas por mí” (Lc 1, 49). Las canciones de los pobres de Israel están llenas de gratitud: “Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterno amor. Dad gracias al Dios de los dioses, porque es eterno su amor”. (Sal 136, 1-2).

Henri Nouwen, que tituló “Gracias” un libro donde narra su experiencia entre los pobres, escribe una reflexión que me impresionó fuertemente:

Muchas personas pobres viven en tan estrecha relación con los ritmos de la naturaleza que experimentan todos los bienes que les llegan como regalos gratuitos de Dios. Los niños y los amigos, el pan y el vino, la música y los cuadros, los árboles y las flores, el agua y la vida, una casa, una habitación con una cama, todo ellos son regalos para agradecer y celebrar. He llegado a descubrir este sentido básico. Siempre estoy rodeado de palabras de agradecimiento: “Gracias por su visita, por su bendición, su sermón, su oración, sus regalos, su presencia entre nosotros”. Aún los bienes más pequeños y los más necesarios son un motivo de agradecimiento. Este omnipresente agradecimiento es la base para la celebración. Los pobres no sólo son agradecidos por la vida, sino que constantemente también la celebran.

Después de curar a los diez leprosos, Jesús expresa su pena porque sólo uno regresa para dar gracias (Lc 17, 11-19). De manera semejante, San Vicente avisa a la Compañía de que la ingratitud es el “crimen de los crímenes” (SV. III, 37 / ES. III, 38). Él nos anima, como pregoneros del Jubileo, a reconocer que todas las cosas son don de Dios (SV. I, 182 / ES. I, 235). ¿Sabemos tener palabras de agradecimiento hacia los otros, hacia quienes nos aman, hacia nuestros amigos, hacia la Congregación, hacia los pobres? ¿Celebramos la Eucaristía gozosamente como personas cuya fundamental actitud de vida es la del agradecimiento?

  1. PONER EN PRÁCTICA EL JUBILEO

San Vicente nos ha dejado tres conferencias sobre los años jubilares (SV. IX, 45-ss / ES. IX, 60-ss; SV. IX, 609-ss / ES. IX, 549-ss; SV. X, 229-ss / ES. IX, 832-ss) y en sus cartas anima a los demás a participar en ellos (SV. III, 317 / ES. III, 294; SV. V, 574 / ES. V, 546). Hoy aliento a los miembros de la Congregación a poner en practica el Jubileo de un modo específicamente vicenciano. Os sugiero tres medios, esperando que las comunidades locales reflexionen sobre los modos de concretarles ulteriormente.

  1. Peregrinación hacia los pobres

Algunas fuentes estiman que entre 30 y 40 millones de personas llegarán a Roma en el año 2000. Indudablemente, también millones peregrinarán a Jerusalén. Pero, desde una perspectiva mundial, los que hacen tan largos viajes serán relativamente pocos en número y la mayoría de ellos tendrán notables recursos económicos. Hoy sugiero que para nosotros como vicencianos la peregrinación más apropiada es la de ir hacia los pobres. En ellos, más que en cualquier otro lugar, encontraremos a Dios. Esta peregrinación seguramente no es larga; los pobres nunca están muy lejos. Estoy seguro, ciertamente, de que la mayoría de los cohermanos han hecho con frecuencia este viaje. Pero pido que cada uno de nosotros, al alborear el tercer milenio, vayamos hacia los pobres de una nueva forma.

En primer lugar, ir para escuchar. ¿Qué tienen los pobres que decirnos actualmente, 2000 años después de la venida de Jesús “a predicar a los pobres la buena noticia”. Es esencial que escuchemos antes de hablar, que comprendamos su situación real antes de hacer programas. ¿Existen modos mediante los que podamos unirnos con los pobres de nuestro vecindario, de nuestras parroquias y nuestras escuelas para comprender sus más profundos deseos y para conocer cómo podemos servirles mejor? Los pobres nos hablarán elocuentemente si se lo permitimos. También nos enseñarán su voluntad de compartir lo poco que tienen, su agradecimiento a Dios por los sencillos dones que Él les da, su esperanza, contra toda esperanza, de que Dios proveerá.

En segundo lugar, al comienzo del tercer milenio, les animo a realizar con otros esta peregrinación hacia los pobres. Lleven especialmente a los jóvenes. Tal experiencia puede cambiar sus vidas. Como frecuentemente ha afirmado el Papa Juan Pablo II, los jóvenes tienen el futuro en sus manos. Éste les pertenece. El 64% de la población mundial tiene menos de 25 años. Es crucial implicarles en nuestra misión. Hoy día, nuestros grupos juveniles vicencianos están creciendo muy rápidamente. Mientras estuve en Taiwán el pasado abril, descubrí que allí han brotado espontáneamente, casi sin ninguna iniciativa por nuestra parte. Los jóvenes quieren hacer algo con sus vidas. No duden en recurrir a su generosidad poniéndoles delante las necesidades de la humanidad que sufre.

2.Oración

San Vicente era un hombre increíblemente activo, pero sus contemporáneos también lo consideraron como un contemplativo. Nuestras Constituciones (42) nos invitan, como él, a ser contemplativos en la acción y apóstoles en la oración.

En una sana espiritualidad vicenciana, la oración y la acción van de la mano. La oración, separada de la acción, se convierte en una escapatoria y puede perderse a sí misma en la fantasía. El servicio, separado de la oración, puede convertirse en algo superficial y puede tener un carácter ansioso y adictivo.

Hace poco, escuché una conferencia en la que el sacerdote preguntaba: ¿Cuál es la imagen mental que los otros tienen de nuestra comunidad? ¿Cuál es la `fotografía' que ellos se llevan después de habernos visitado? Este sacerdote, que atendía a la comunidad laical de San Egidio, la cual realiza notables trabajos entre los pobres de Roma, respondía: “Pienso que la fotografía mental que la mayoría de las personas tiene de nosotros es la de nuestra comunidad en oración”. Me parece que están en lo cierto. Es seguramente la imagen mental que yo tengo de esa comunidad, aún cuando es muy conocida por su servicio a los pobres y por su mediación en favor de la paz en diversos países.

¿Cuál es la `fotografía' que los jóvenes que nos visitan tienen de la Congregación de la Misión? ¿Vuelven a sus hogares impresionados porque rezamos fervientemente y llenos de fe? ¿Perciben que los dos pulmones por los que respira la Congregación son la oración y los pobres?

Permitidme ofrecer dos sugerencias a este respecto.

La primera: la oración, en nuestra propia tradición espiritual, juega un papel extremadamente importante. Pocas cosas recibieron mayor énfasis en las conferencias y los escritos de San Vicente. Hablando acerca de la oración mental a los misioneros, dice: “Dadme un hombre de oración y será capaz de todo; podrá decir con el santo apóstol: `Puedo todas las cosas en Aquél que me sostiene y me conforta'. La Congregación de la Misión durará mientras se practique en ella fielmente el ejercicio de la oración, porque la oración es como un reducto inexpugnable, que pondrá a todos los misioneros al abrigo de cualquier clase de ataques”. (SV. XI, 83 / ES. XI, 778)

Estoy convencido de que esto es tan verdad en nuestros días como lo era en tiempos de San Vicente: la oración meditativa, llena de fe, hecha cada día, es esencial para la renovación permanente de la Congregación. Nuestras Constituciones (47, 1), al presentar una formulación contemporánea de una de las intuiciones fundamentales de San Vicente, nos invitan a dedicar a la oración personal una hora cada día. Seguramente, la meditación tendrá que ocupar una parte sustancial de ese tiempo. Pocas cosas son más importantes que ésta para nuestra vitalidad en el tercer milenio. La contemplación silenciosa del Señor en presencia de los otros es la fórmula del genio de San Vicente para orar.

En segundo lugar, en los últimos años, como saben, he invitado frecuentemente a la Congregación a hacer de su oración comunitaria “una realidad bella ante Dios y atrayente para los jóvenes”. Esto se refiere especialmente a nuestra celebración diaria de Laudes y Vísperas, y también a la Eucaristía. Además de hacer nuestra oración diaria de forma bella, algunas veces, también podemos dar a tales celebraciones un especial matiz vicenciano.

Hace poco, consulté a los Visitadores sobre los resultados de nuestros esfuerzos hechos durante los últimos años para renovar nuestra oración común. Varios manifestaron que el resultado había sido positivo, pero muchos manifestaron que los resultados eran escasos. Sin embargo, rehuso desanimarme a la hora de invitar a la Congregación a caminar hacia delante sobre este particular. Estoy convencido de que esto es crucial para nuestro futuro. En este momento, al comienzo del tercer milenio, reitero esta llamada. Soy consciente de que pocos, si es que existe alguno, estarán en desacuerdo conmigo respecto a este principio. En tales asuntos, el letargo es a menudo el factor decisivo, aún cuando exista muy buena voluntad.

Nuestra oración no será bella -y de hecho, se convertirá en algo bastante rutinario y desagradable- a menos que exista alguna forma de preparación. Les incluyo un breve esquema para ayudarles a preparar Laudes y Vísperas. Les ruego que sea aplicado en todas nuestras casas, consciente de que algunos ya están haciendo esto e incluso más.

3.Predicar y enseñar la justicia

El profeta Miqueas dice (6, 8): “¿Qué pide el Señor de ti? Tan sólo respetar el derecho, amar la fidelidad y obedecer humildemente a tu Dios”.

Recientemente, publiqué en Vincentiana un artículo titulado “Diez principios fundamentales en la enseñanza social de la Iglesia”. Realmente, una buena parte del mismo la tomé prestada de un hombre mucho más sabio, ¡con su permiso!. Escribí este artículo porque estoy convencido de que, como ha escrito Juan Pablo II en la Centesimus Annus (CA. 5): “Predicar y extender la doctrina social pertenece a la misión evangelizadora de la Iglesia y es parte esencial del mensaje cristiano”. Y añade: “La nueva evangelización… debe incluir entre sus elementos la proclamación de la doctrina social de la Iglesia”.

Nosotros, como los profetas, somos llamados a predicar y a enseñar la justicia. Sé que no se puede hacer esto cada día, ni siquiera cada domingo. Las Escrituras contienen otros muchos temas, como la gozosa buena noticia de la presencia del Señor resucitado. Pero, ¿predicamos y enseñamos sobre la justicia de vez en cuando? He hecho esta pregunta recientemente en varios grupos y he visto que pocos responden afirmativamente.

Aunque la Iglesia ha estado proclamando su doctrina social de forma elocuente durante más de cien años, pocos católicos la conocen bien. De alguna manera, les hemos fallado. No la hemos presentado de manera atrayente, ni la hemos hecho apetecible para ser consumida. Es imperativo que nosotros mismos estudiemos esta enseñanza y que sepamos cómo presentarla claramente. Al alborear del tercer milenio, permitidme animaros a predicar y a enseñar sobre dos temas. Les utilizo solamente como ejemplos. Ciertamente, hay muchos más, pero elijo éstos porque el Papa Juan Pablo II y numerosas Conferencias Episcopales han dirigido su atención hacia ellos una y otra vez repetidamente.

1.La reducción o la remisión de la deuda internacional

2.La abolición de la pena de muerte

Es importante no mirar estos temas, y otros aspectos de la justicia, como temas meramente políticos, aunque ciertamente tienen dimensiones políticas. El peso de la deuda mantiene, en los países subdesarrollados, a innumerables pobres en un círculo de pobreza de la que no pueden desembarazarse por sí mismos. Puesto que el perdón de la deuda es precisamente un tema jubilar, el Papa Juan Pablo II expone el tema de manera explícita en la Tertio Millennio Adveniente, así como también lo hizo nuestra última Asamblea General (III, 2, d). De igual modo, la pena de muerte es un tema directamente relacionado con la llamada del Jubileo a la misericordia y con la llamada de la Iglesia a promover la vida.

Al abordar estos temas, es esencial presentar: 1) los hechos; 2) un análisis de los hechos; 3) la tradición cristiana (desde sus raíces bíblicas hasta las manifestaciones de los papas, los obispos y los teólogos contemporáneos); 4) las conclusiones prácticas (¿qué pueden hacer las personas?). Les adjunto un pequeño folleto sobre cada uno de estos dos temas del Jubileo. Se ofrece un breve esquema de lo que se puede predicar o enseñar. Una gran cantidad de información complementaria está disponible recurriendo a las numerosas conferencias episcopales y a internet.

Supongo que es mucho más difícil predicar sobre la justicia que enseñarla. En clase se tiene más tiempo para profundizar los temas, pues es posible presentar los hechos, examinarles con detención, plantear objeciones, responder preguntas y ofrecer y también provocar sugerencias concretas. Pero en las ocasiones en que las Escrituras lo justifican, una homilía bien tejida sobre un tema de justicia puede conseguir buenos resultados. Les adjunto dos ejemplos de homilías escritas por Walter Burghardt, que ha dedicado los últimos años de su rica vida a predicar sobre la justicia. Espero que muchos de nosotros podamos ser tan elocuentes como él.

Estos pensamientos sobre el Jubileo son más largos de lo que había pretendido. He elegido los temas que son específicamente vicencianos y que juzgo son muy importantes para nuestro crecimiento y renovación al comienzo del tercer milenio. El alba de un milenio desvela un nuevo horizonte. Hoy, con vosotros, pido al Señor que nos dé ojos que sean capaces de buscar ese horizonte, que puedan ver más allá de él con una visión de largo alcance, una visión que ame la plenitud de la vida y que sepa promoverla, una visión que suscite la unidad y paz entre los hombres y mujeres desesperados, una visión que quiebre las barreras de la división, una visión que ayude a erradicar las hirientes causas de la pobreza. Ciertamente, no podemos hacer nada de esto cosas solos. El Señor nos llama a hacerlo juntos, en comunidad y con los pobres a quienes servimos. Espero que nuestra Familia Vicenciana, en las décadas que vienen, sea un dócil instrumento en las manos del Señor para ayudar a crear un nuevo futuro donde reinen la justicia y la paz.

Su hermano en San Vicente.

Robert P. Maloney, C.M.

Superior General

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