Juana Antida nació en una familia cristiana el 27 de noviembre de 1765 en Sancey-Le Long. Bautizada el día de su nacimiento, recibió la fe cristiana que se nutrirá de las enseñanzas de su madre, del párroco y de su madrina. Su familia es una de aquellas que se reúne para orar por la noche y para la misa de los domingos.
Juana Antida, a lo largo de su vida, percibió paso a paso la vocación a la cual Dios la llamaba, una historia que comienza en su hogar familiar donde, desde la infancia, comenzó a sentir en su corazón el deseo de ayudar a los demás, de estar disponible tanto en casa trabajando en el campo o cuidando a los hermanos pequeños como en la parroquia enseñando a los niños la catequesis. También sentía compasión por los que sufren, en particular por su madre enferma a quien, tan pronto como las tareas del campo y del hogar le dejaban libre, Antida acompañaba para ayudarla y consolarla. También sentía esta compasión por los hambrientos y los pobres que iban a casa a pedir algo de comer, y por los cuales Juana Antida se privaba de comida para dársela. Así comienza a mirar al mundo y sus sufrimientos y se revelan en ella algunos rasgos de su carácter: su sensibilidad, la atención a los demás, el deseo de asumir sobre sí misma el dolor de los que sufren. Para hacer todo esto, Juana Antida también toma momentos de silencio y soledad para encontrarse con Dios en oración.
Después de 4 años de enfermedad murió su madre. Juana Antida tiene 16 años, sufre mucho, pero se arroja a los pies de María y le suplica que sea su madre para siempre. Por orden de su padre se convertirá en la mujer de la casa y madre para sus hermanos, tarea que vive con responsabilidad y amor.
Los años pasan entre el trabajo doméstico, la oración, la parroquia… Las propuestas deshonestas de una sirvienta llevan a la joven a elegir a Dios, una opción que expresa secretamente en un voto de castidad perpetua; esto es para Juana Antida un tomar conciencia de que ella no quiere “estar atada más que solo a Dios”. Es en esta respuesta donde lee la llamada de Dios. Este hecho marcará una etapa de la cual nunca volverá atrás. No se arrepentirá nunca de haberlo hecho. Es sobre este don inicial, respuesta a una llamada de Dios, donde descansa la consagración de toda una vida.
A partir de este momento, Juana Antida comienza a buscar concretamente lo que Dios quiere de ella. Lo que alimenta su deseo es la búsqueda de los signos de Dios, no se cierra en un proyecto de vida que ella misma habría construido. Su oración la pone en un estado de apertura, de disponibilidad, de libertad interior, pidiéndole a Dios un estado santo de vida. Continúa consultando al Señor con oración, ayuno y limosna; reza ardientemente a Dios para que le haga conocer su voluntad, ora con paciencia, con fe; refleja y se siente segura de sus profundas motivaciones. Pero no ve claramente entre las dos fuertes inclinaciones que dividen su corazón: un estado de vida más austero o ser útil a los pobres. Esta tensión, de larga duración, será un dinamismo que la llevará siempre más lejos. Parece que la inclinación natural de su corazón sea esta búsqueda de intimidad con el Señor. El deseo de Dios la pone en camino pero, cada vez, los acontecimientos, las situaciones, la llevarán a vivir la comunión con Cristo en el servicio. La respuesta del Señor a la oración de Juana Antida: “¿qué quieres que haga?” le será dada en el momento justo…
Mientras ora en la capilla del Carmelo, siente una cierta repugnancia por la vida del claustro y una atracción viva por la vida de servicio. Juana Antida habla de lo que ha sentido con un santo sacerdote en la confesión que le confirma su elección por la vida apostólica al servicio de los pobres. Desde ese momento, J.A. busca concretar lo que se le da a entender como la voluntad de Dios, se aconseja con el Vicario, el párroco… se muestra disponible, dice “lista para todo, incluso si fuera necesario ir al fin de la tierra…” Lista para abrirse a lo universal. Acompañada por su padre, quien después de varias contradicciones finalmente da su consentimiento y con la bendición del párroco, entra en la compañía de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl. A partir de ese momento, a pesar de las grandes dificultades y el sufrimiento que encontrará en su camino (la revolución francesa, el viaje a Suiza, los sacerdotes, la división del Instituto fundada por ella), nunca se echará atrás.
“Cuando Dios llama y se le escucha, Él da lo que es necesario”