Roma, 21 de noviembre de 2019

Mis queridos cohermanos,

¡La gracia y la paz de Jesús estén siempre con nosotros!

Para cada uno de nosotros, la vida es una peregrinación. Estamos constantemente en movimiento. Esta peregrinación no es tanto un desplazamiento físico de un lugar a otro, sino un desplazamiento interior de nuestros pensamientos, reflexiones, percepciones sensoriales y de nuestra oración.

La Iglesia nos ofrece momentos privilegiados en el año, pausas a lo largo de la ruta, para ayudarnos a profundizar en la comprensión de la peregrinación de nuestra vida y a encontrar un sentido a cada día, incluso a cada minuto, que constituye este camino. Aprendemos a estar cada vez más atentos a los acontecimientos cotidianos, a las personas con las que nos encontramos, a los pensamientos y a las emociones que surgen y a la naturaleza   – árboles, flores, ríos, montañas, animales, sol, luna, etc… – que nos rodea. A través de nuestra atención y cuidado, abrazamos progresivamente a toda la humanidad y al universo entero.

El Adviento es uno de estos tiempos fuertes. En este periodo privilegiado del año, proseguimos nuestra reflexión sobre los elementos que dieron forma a la espiritualidad vicenciana y llevaron a san Vicente de Paúl a convertirse en un místico de la Caridad. Además de aquellos sobre los que hemos reflexionado a lo largo de los tres últimos años, otro fundamento de la espiritualidad vicenciana es la Providencia.

Los términos siguientes podrían expresar la esencia de la Providencia:                     «la visión que tiene Jesús de mi vida», «el proyecto de Jesús para mi vida», «la fórmula de Jesús para una vida llena de sentido».

La Providencia se abre paso en nuestro ser, nuestra mente y nuestro corazón con una condición: la confianza. Tener confianza en «la visión que tiene Jesús de mi vida», «el proyecto de Jesús para mi vida», «la fórmula de Jesús para una vida llena de sentido». Nos ponemos en las manos de Jesús, confiando en que su visión de nuestra vida es la mejor visión posible, su proyecto para nuestra vida es el mejor proyecto posible y su fórmula es el mejor modelo posible para una vida llena de sentido.

La Providencia será efectiva en nuestra vida en función de la profundidad de nuestra confianza en Jesús. Cuanto más profunda sea nuestra confianza en Jesús, más permitiremos a la Providencia realizar milagros en nuestra vida. Cuanto más nos ponemos en las manos de Jesús, más podemos leer los acontecimientos cotidianos, los encuentros y los lugares como mediaciones a través de las cuales Jesús nos habla. Cuanto más llegamos a confiar en el proyecto de Jesús para nosotros, incluso cuando lo que sucede es bastante incomprensible o incluso muy doloroso, más contaremos con la Providencia. Ponernos en las manos de Jesús y confiar plenamente en Él nos ayuda a dejar que la Providencia actúe en nosotros en todas las circunstancias de la vida.

El hecho de «abandonarnos» entre las manos de Jesús en todas las situaciones cambia nuestra mirada. No evaluaremos los acontecimientos de la vida como buenos o malos momentos, sino que los consideraremos a través de la persona de Jesús, confiando totalmente en Él, y los reconoceremos como «el momento favorable». Esta opción hará desaparecer dos términos de nuestro vocabulario: «destino» y «casualidad». Nos daremos cuenta de que no son coherentes con nuestra manera de comprender el Evangelio y a Jesús.

El abandono total en las manos de Jesús, la confianza total en el proyecto de Jesús y la confianza total en la Providencia nos ayudan a descubrir o a redescubrir la belleza, lo positivo y el sentido de cada acontecimiento. Esto se opone a una mirada sobre los acontecimientos simplemente a través de nuestros ojos, nuestra mente y nuestros sentimientos humanos. En ese caso, la mentalidad del destino y de la casualidad subraya lo negativo y esconde la belleza, lo positivo y el sentido de todo lo que nos toca y nos moldea.

Una maravillosa expresión de esta confianza en la Providencia se encuentra en una bella oración escrita por el bienaventurado Carlos de Foucauld, después de su profunda conversión personal que lo condujo por caminos inesperados en los que sólo podía fiarse de Dios. A menudo llamada «oración de abandono», transmite su deseo total de ponerse en las manos del Padre, de acuerdo con el modelo del abandono de Jesús en las manos de su Padre, y de convertirse en un instrumento que permita al Padre hacer todo lo que quiera de él. Está dispuesto a todo, lo acepta todo y pone su alma en las manos del Padre, sin reservas y con una confianza ilimitada:

Padre mío,
me abandono a Ti,
haz de mí lo que quieras.
Lo que hagas de mí te lo agradezco.
Estoy dispuesto a todo, lo acepto todo.
Con tal que Tu voluntad se haga en mí
y en todas tus criaturas,
no deseo nada más, Dios mío.
Pongo mi vida en Tus manos.
Te la doy, Dios mío, con todo el amor de mi corazón,
porque te amo, y porque para mí amarte es darme,
entregarme en Tus manos sin medida,
con infinita confianza,
porque Tú eres mi Padre.

Trescientos años antes, la Providencia se había convertido en uno de los pilares de la espiritualidad de san Vicente de Paúl. Recorriendo sus cartas y sus conferencias, la frecuencia con la que san Vicente habla de la Providencia nos impacta. La Providencia fue uno de los factores clave que modelaron a Vicente para hacer de él la persona, el santo al que conocemos. Su camino de conversión, desde el Vicente de su infancia, de su juventud y de sus primeros años de sacerdocio, hasta el Vicente que abrazó la Providencia y a quien llamamos santo, no fue un camino fácil para él.

Él tenía sus propios proyectos y su propia idea de la función del sacerdote, sus propias ambiciones y sus objetivos egoístas. Sin embargo, llegó a renunciar a su propia voluntad, a poner a Jesús en primer plano, a depositar toda su confianza en los planes de Jesús y no en los suyos, y a «cantar» frecuentemente y de diferentes maneras lo que podríamos llamar una       «Oda a la Providencia». Este cambio radical fue, de hecho, un milagro. San Vicente, confiando totalmente en la Providencia, se convirtió él mismo en Providencia para los demás, para los pobres. Este era el punto culminante de una unión mística, no de una unión mística abstracta, sino de una unión mística que provocaba una respuesta afectiva y efectiva.

Quisiera ofrecerles para su meditación un extracto de la composición de Vicente de una «Oda a la Providencia», fruto de su reflexión sobre las experiencias de su vida.

«… Dios tiene grandes tesoros ocultos en su santa Providencia;¡y cómo honran maravillosamente a Nuestro Señor los que la siguen y no se adelantan a ella!»

«… abandonémonos en la divina Providencia; ella sabrá cuidar de lo que necesitamos».

«… al repasar por encima todas las cosas principales que han pasado en esta compañía, me parece, y esto es muy elocuente que, si se hubieran hecho antes de lo que se hicieron, no habrían estado tan bien hechas. Lo puedo decir esto de todas, sin exceptuar ninguna. Por eso siento una devoción especial en ir siguiendo paso a paso la adorable Providencia de Dios. Y el único consuelo que tengo es que me parece que ha sido solo nuestro Señor el que ha hecho y hace continuamente las cosas de esta pequeña compañía».

«Pongámonos en manos de la sabia Providencia de Dios. Siento una devoción especial en seguirla; y la experiencia me hace ver que es ella la que lo ha hecho todo en la compañía y que han sido nuestras disposiciones las que lo han estropeado todo».

«La gracia tiene sus ocasiones. Pongámonos en manos de la Providencia de Dios y no nos empeñemos en ir por delante de ella. Si Dios quiere darme algún consuelo en nuestra vocación, es éste precisamente: que creo que al parecer hemos procurado seguir en todas las cosas a la Providencia y que no hemos querido poner el pie más que donde ella nos lo ha señalado».

« El consuelo que me da nuestro Señor es pensar que, por la gracia de Dios siempre hemos procurado ir detrás, y no delante, de la Providencia, que tan sabiamente sabe llevar las cosas hacia el fin para el que nuestro Señor las ha destinado ».

«No podemos asegurar mejor nuestra felicidad eterna que viviendo y muriendo en el servicio de los pobres, en los brazos de la Providencia y en una renuncia actual a nosotros mismos, para seguir a Jesucristo».

«Sometámonos a la Providencia, que llevará nuestros asuntos a su tiempo y a su manera».

«Pidámosle todos a Dios este espíritu para toda la compañía, que nos lleve a todas partes, de forma que cuando se vea a uno o dos misioneros se pueda decir: «He aquí unos hombres apostólicos dispuestos a ir por los cuatro rincones del mundo a llevar la palabra de Dios». Pidámosle a Dios que nos conceda este corazón; ya hay algunos, gracias a Dios, que lo tienen y todos son siervos de Dios. ¡Pero marcharse allá oh Salvador, sin que haya nada que los detenga, qué gran cosa es! Es menester que todos tengamos ese corazón, todos con un mismo corazón, desprendido de todo, con una perfecta confianza en la misericordia de Dios, sin preocuparnos ni inquietarnos ni perder los ánimos. «¿Seguiré con este espíritu en aquel país? ¿Qué medios tendré para ello?». ¡Oh Salvador, Dios no nos fallará jamás! Padres, cuando oigamos hablar de la muerte gloriosa de los que están allí, ¿quién no deseará estar en su lugar? ¿Quién no tendrá ganas de morir como ellos, con la seguridad de la recompensa eterna? ¡Oh Salvador! ¡No hay nada tan apetecible! Así pues, no os atéis a cosa alguna; ánimo, vayamos donde Dios nos llama; él mirará por nosotros y nada tendremos que temer. ¡Bendito sea Dios!»

Al comenzar este tiempo de Adviento, inspirémonos en la oración de abandono del bienaventurado Carlos de Foucauld. Nuestro santo Fundador, san Vicente de Paúl, y todos los otros beatos y santos de la Familia vicenciana han encarnado una confianza absoluta en Jesús en su propia vida y, en su época y en su medio, han compuesto una «Oda a la Providencia».  Compongamos cada uno de nosotros nuestra propia «Oda a la Providencia».

Su hermano en San Vicente,

Tomaž Mavrič, CM
Superior general