Roma, 19 de febrero de 2020
Queridos cohermanos,
¡La gracia y la paz de Jesús estén siempre con nosotros!
En este tiempo de Cuaresma, continuamos reflexionando sobre los fundamentos de la espiritualidad de san Vicente de Paúl. Lo que hizo de san Vicente un místico de la Caridad, fue el hecho de que la oración estaba en el centro de su vida. ¿Cómo comprendo la oración? ¿Qué significa para mí la oración?
Según la respuesta, por un lado, la oración puede convertirse en una carga que hay que llevar a cabo día tras día. Puede tratarse de un conjunto de textos, de fórmulas, de posiciones corporales y de reglas que debo seguir. En este caso, la oración finalmente se vuelve inútil, algo que no me habla a mí personalmente ni a la realidad de mi vida. Sin embargo, San Vicente dijo « que no había mucho que esperar de un hombre que no gustaba de hablar con Dios, y que si no se salía tan airosamente de las actividades en el servicio de Nuestro Señor, era por no estar íntimamente unido a él y por no pedirle la ayuda de su gracia con perfecta confianza»[1].
Por otro lado, si la oración se hace indispensable en mi vida, algo que es inseparable de mi persona, de lo que yo pienso, digo y hago, entonces se convierte en una fuerza transformadora. La oración es un estado de espíritu, una relación continua con Jesús que da sentido a mi existencia. Yo encuentro en ella la orientación de mi vida, mi vocación, mi misión y las respuestas a las preguntas que se plantean en mi vida. La oración tiene su origen en Dios, por eso su fuerza transformadora en mí, hace continuamente «nuevas todas las cosas». La comunicación transformadora es la naturaleza de Dios.
«Dios, cuando quiere comunicarse a alguien, lo hace sin esfuerzos, de una manera sensible, muy suave, dulce y amorosa; así pues, pidámosle muchas veces este don de la oración, y con mucha confianza. Dios, por su parte, no busca nada mejor ; pidámoselo, pero con toda confianza, y estemos seguros de que acabará concediéndonoslo, por su propia misericordia»[2].
La oración es el lugar donde me encuentro con Jesús, donde hablo con Jesús, donde escucho a Jesús y comparto con Jesús. Es ahí donde le hago preguntas a Jesús, donde me pongo entre sus manos con toda confianza. Cuando yo concibo todo lo que pienso, digo y hago en el marco de una relación personal con Jesús, todos mis pensamientos, mis palabras y mis acciones se hacen oración. Estoy con Alguien. Hablo, escucho y comparto con Alguien que es «el Amor» de mi vida y a quien deseo ardientemente parecerme. Tal relación requiere humildad para abrirme a Él y darle el derecho a guiar mi vida.
«Pues creedme, padres y hermanos míos, es una máxima infalible de Jesucristo, que muchas veces os he recordado de parte suya, que cuando un corazón se vacía de sí mismo, Dios lo llena ; Dios es el que entonces mora y actúa en él; y el deseo de la confusión es el que nos vacía de nosotros mismos; es la humildad, la santa humildad ; entonces no seremos nosotros los que obraremos, sino Dios en nosotros, y todo irá bien»[3].
Así pues, de día como de noche, ya esté despierto o dormido, yo permanezco en contacto permanente con Jesús, en oración constante. Tal es el sentido de la exhortación de san Pablo a los Tesalonicenses : «sed constantes en orar»[4] o la llamada de san Vicente a las Hijas de la Caridad: « … hacedla, si podéis, a cualquier hora, e incluso no salgáis nunca de ella, porque la oración es tan excelente que nunca la haréis demasiado»[5]. Todo se hace oración y todo se hace Amor cuando mi principal preocupación es esta relación con Dios.
«Habiendo dicho Jesucristo : Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todas las demás cosas que necesitéis se os darán por añadidura ; cada uno procurará preferir las cosas espirituales a las temporales, la salvación del alma a la salud del cuerpo y la gloria de Dios a la vanidad del mundo»[6].
En efecto, la oración transforma mi jerarquía de valores y mi relación con las personas, con los objetos, con los lugares y con el tiempo. Mis prioridades se vuelven diferentes de las del mundo, aunque yo vivo en él. La llamada carta a Diogneto propone una descripción de los primeros cristianos que debería también aplicarse a mí:
«Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al talento y especulación de hombres estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza basada en autoridad de hombres.
Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho. Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes.
Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo. Sufren la deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si se les diera la vida»[7].
Los cristianos así descritos no habrían podido sobrevivir jamás, permanecer fieles, superar increíbles sufrimientos y persecuciones y ser testigos hasta la muerte en todo tiempo si su vida de oración no hubiera sido una relación profunda con el Amor de su vida. Jesús era su todo y, así pues, ha guiado todas sus elecciones. Esto implica conocerlo y «entrar en su espíritu», según los consejos que san Vicente dio a sus cohermanos :
«Preguntándonos cuando se presente la ocasión: «¿Cómo juzgaba de esto nuestro Señor? ¿Cómo se comportaba en un caso semejante? ¿Qué es lo que dijo?» Es preciso que yo ajuste mi conducta a sus máximas y a su ejemplo. Sigamos esta norma, hermanos míos, caminemos con toda seguridad por este camino, en el que Jesucristo será nuestro guía y nuestro conductor; y recordemos lo que él ha dicho, que «el cielo y la tierra pasarán, pero sus palabras no pasarán» (cf. Mateo 24,35). Bendigamos a nuestro Señor y tratemos de juzgar como él y hacer lo que él nos recomendó con su palabra y con su ejemplo. Y no sólo esto; entremos en su espíritu para entrar en sus acciones. No basta con hacer el bien, hay que hacerlo bien, a ejemplo de nuestro Señor, de quien se dice en el evangelio que lo hizo todo bien: Bene omnia fecit (cf. Marc 7, 37). No basta con ayunar, con cumplir las reglas, con trabajar para Dios; hay que hacer todo eso con su espíritu, esto es, con perfección, con los fines y las circunstancias con que él mismo lo hizo»[8].
Un ejemplo de Jesús que yo debería adoptar concierne a su oración. Jesús oraba a menudo retirándose a un lugar de soledad donde podía estar a solas con Dios Padre. A lo largo de la historia y todavía hoy, numerosos santos y otros cristianos han dedicado y dedican tiempo de sus compromisos y sus servicios cotidianos para partir al «desierto» con el fin de estar solos con Jesús.
Además de la oración, comunitaria o individual, que practico ya de manera cotidiana, semanal, mensual o anual, ¿puedo encontrar otros medios de ir al «desierto» para profundizar mi relación íntima con Jesús? El desierto puede ser un lugar al que yo voy físicamente o un estado de espíritu que no sea un lugar concreto. ¿Dónde puedo encontrar este desierto? ¿Cuántas veces puedo ir? ¿Cuánto tiempo puedo quedarme?
Que nuestra oración se convierta en un regalo que nos ofrecemos los unos a los otros. Seamos testigos de la «fuerza transformadora de la oración».
Su hermano en san Vicente,
Tomaž Mavrič, CM
Superior general
[1] Luis Abelly, «Vida del venerable siervo de Dios Vicente de Paúl», libro III, capítulo VI, página 583
[2] SVP XI/3, 136; conferencia 52, Repetición de la oración del 4 de agosto de 1655
[3] SVP XI/3, 207; conferencia 64, “Sobre los sacerdotes” [septiembre de 1655]
[4] 1 Tesalonicenses 5,17
[5] SVP IX/1, 379; conferencia 37, “Sobre la oración”, 31 de mayo de 1648
[6] Reglas comunes de la Congregación de la Misión, Capítulo II, 2 (17 de mayo de 1658)
[7] Oficio de lecturas, miércoles de la V semana del Tiempo pascual, capítulo 5, «Los cristianos en el mundo»
[8] SVP XI/3, 468 ; conferencia 124, « Sobre la sencillez y la prudencia »