San Vicente de Paúl, el 2 de noviembre de 1656 invitaba a sus misioneros a ejercitar la misericordia siempre: en casa, en el campo, en las misiones, corriendo siempre en ayuda del prójimo.

Ser misericordiosos significa tener un corazón para los desdichados; el término hebreo rachamim indica las entrañas, el útero materno. Esto nos dice que la misericordia  es una actitud visceral, que implica a toda la persona humana. Ser misericordioso significa tener compasión, abrir el corazón y las manos, mover los pies para andar a encontrar a los hermanos.    

El tiempo de pandemia COVID-19 ha transformado el placer de estar en casa en un deber de estar en casa: el compartir los espacios, la interrupción de los hábitos cotidianos, la reducción de contactos sociales, la incertidumbre laboral, el cuidado de los ancianos, lleva a establecer nuevas reglas de convivencia, para afrontar los conflictos… Por un lado están los que han descubierto al compañero, los que han redescubierto la familia, y por otro lado están los que viven en silencio cargado de rencor. En efecto, en ambientes demasiado pequeños donde la casa parece más una prisión que un refugio, donde hay una violación de la privacidad y la invasión del campo, es fácil “perder la paz”. En estas dificultades es necesario recuperar una mirada de misericordia, una mirada pascual capaz de llenar lo negativo con la luz de la esperanza que viene del amor de Dio por nosotros.

El tiempo de pandemia en mi opinión debe aumentar el deseo de familia, el deseo de comunidad. Las casas, las familias son cada vez más lugares donde el conflicto es acogido, reconocido  y transformado en oportunidad para el bien, la ternura, la flexibilidad, en una sola palabra la misericordia.

                                                                                  P. Salvatore Farì CM
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