Hace una semana e me ocurrió salir de buena mañana para controlar el trabajo de los albañiles contratados para la construcción de las aulas del colegio. El número de alumnos de la Escuela Sainte Marie ha aumentado y necesitan nuevas aulas.

Volví a casa sobre las 10 y, mientras abría la puerta del patio, he visto que dos desconocidos sentados a la sombra de un árbol se levantaban y venían hacia mí. Su apariencia y modo de moverse, al principio, me hicieron agitarme un poco. Si alguien me hubiera dicho que eran criminales, no me habría costado creerlo, porque tenían todo el aspecto de ello.

Me puse serio y les pregunté: “¿buscáis a alguien?”

“Te buscamos a ti”, me respondieron, lo cual no me gustó demasiado.

Les miré con atención y les dije: “Creo que no os he visto nunca”.

“No pero nosotros sí te hemos visto por el puente del río grande”, fue su respuesta. El lugar en el que estaba aquel puente era el lugar donde viven los maleantes, y es fácil atravesarlo  con un botín robado. Estos señores, por lo tanto, debían venir de aquella aldea de maleantes. Darme cuenta de esto, definitivamente, no me dio ninguna tranquilidad.

“¿Hay algún problema?”, les pregunté.

“No, no hay ningún problema, solo queremos hacerte una pregunta”, me respondieron- entendí que no tenían prisa  y eso me tranquilizó un poco: empecé a pensar que, quizá, no tenían malas intenciones.

Les invité a sentarse y nos sentamos simplemente en unas piedras grandes debajo de un árbol que hay en el patio. 

Mientras nos sentábamos, me imaginaba que querrían pedirme que me interesara por algún socio suyo arrestado por los gendarmes y llevado a la cárcel de Ihosy por haberse visto implicado en un caso de robo. Las peticiones de la gente de ese pueblo siempre solían ser de ese estilo, mientras que yo siempre solía repetir que esperábamos de su parte alguna petición que tuviera que ver con sus hijos: por ejemplo, que quisieran apuntarles a la escuela.

Una vez nos hubimos sentado, me dijeron: “hemos venido al mercado para vender arroz. Hemos oído decir que estás buscando ayudar a los niños. Antes de vendérselo a otros, veníamos a preguntarte si querías comprarlo tú. Preferimos vendértelo a ti, que eres mpanao soa (un benefactor) de nuestros niños”. 

Nunca me podría haber imaginado que esta gente podía tener pensamientos elevados como estos. Me quedé sin palabras y sonreí ampliamente. También ellos me sonrieron enseguida. 

“Llevamos mucho tiempo buscando arroz”, les expliqué, “porque tenemos más de 500 niños que están en riesgo de morir de hambre y enfermedad”.

“Nos lo han dicho algunos amigos del mercado y hemos decidido venir a buscarte”, fue su respuesta. 

Les di las gracias en nombre de todos los niños que se salvarían gracias a su arroz.  Nos pusimos de acuerdo enseguida para la compra de los 11 sacos de arroz que llevaban en la carreta. Tras haber saldado las cuentas, les despedí con gran simpatía y les di las gracias de nuevo.

Me dio tanta alegría oír sus palabras de felicitación: “los niños a los que ayudas son nuestros niños, Mompera: somos nosotros los que debemos agradecértelo. ¡Veloma!” Y así, se marcharon.

Sin embargo, el intercambio no terminó allí. Lo que sucedió entonces se ha mantenido impreso en mi mente y no deja de sorprenderme cuando pienso en ello. Incluso hoy, una semana después, sigo preguntándome: ¿cómo ha conseguido esta gente de la selva, procedente de pueblos de maleantes, a más de 20 km de distancia,  que salió de su casa a las 3 de la mañana con una carreta, tener aún el deseo de ir a buscar al Mompera para saber si tenía necesidad de arroz para los niños?

¿Quién ha puesto en el corazón de estos rudos caballeros una atención tan delicada por el sufrimiento de los pequeños” 

¡Que me vengan a decir que la Providencia no existe! 

Padre Tonino Jangany, Madagascar Sur.