En la biblia el libro de las Lamentaciones, atribuidas al profeta Jeremías, escritas hacia el año 587 aC, expresan el sufrimiento de todo un pueblo a causa de la destrucción del templo que sin embargo no manifiestan solo el sentimiento religioso por dicha destrucción sino sobre todo por consecuencias como la soledad, el hambre, el sufrimiento de mujeres, niños y ancianos, y también, repetidamente, por la caída de la capital, de la ciudad grande: “¡Qué solitaria se encuentra la otrora Ciudad populosa!” (1,1).
Viendo las fotos estos días de pandemia global de las grandes ciudades solitarias, llenas de calles vacías, sin el acostumbrado y perjudicial tráfico de automóviles, sin el ruido de la gente y de los mercados, sin la música y los espectáculos callejeros, sin el frenesí propio del tumulto, he pensado repetidas veces en estos lamentos del Antiguo Testamento, escritos hace más de 25 siglos, que nos pueden decir algo hoy porque la Palabra está precisamente para hablarnos y para suscitar respuestas…
Para el profeta esta desolación y lamento, este sufrimiento y dolor, tienen su origen en el pecado colectivo del pueblo, “pues son muchos sus delitos” (1, 5; 1,8), “su inmundicia se pega a su ropa” (1,9); recibe ahora el castigo de Dios (1, 12), pues ha sido “indócil a sus órdenes (1, 18), ya que ha sido “muy rebelde” (1, 20). Es natural que un hombre religioso como Jeremías haga una lectura teológica y espiritual de lo que está viviendo su pueblo desterrado y exprese a través de este lamento el dolor por lo que está pasando.
No sería quizás apropiado decir que todo lo que le está sucediendo hoy al mundo sea fruto de su pecado, pero la crisis que estamos viviendo sí puede ayudar a detenernos un poco y reflexionar qué le está pasado a nuestro planeta, a nuestra humanidad, a nuestro sistema económico y de salud, entre otros. Lo ha expresado mucho mejor el Papa Francisco el 27 de marzo durante el momento extraordinario de oración en tiempos de epidemia:
La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad. La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad.
Las lamentaciones del profeta son cinco, las cuales invito a leer despacio para que esa Palabra nos diga algo hoy y suscite en nosotros respuestas, porque toda palabra que se nos dirige espera respuesta (el silencio es una de ellas). Quisiera en estas cinco breves reflexiones decir algo sobre cosas que allí se expresan: 1) desolación, 2) hambre, 3) esperanza, 4) caída de la capital, 5) sufrimiento de ancianos. Deseo que la lectura y reflexión sobre estos lamentos suscite en nosotros como en el profeta que las escribe la oración (el lamento, las lágrimas y el sufrimiento son auténticas formas de oración) y, por supuesto, esperanza y confianza. Quizá esto último sea nuestra mejor respuesta a esta Palabra, a estos lamentos, a esta difícil hora de la humanidad en la que se hace muy necesaria esta esperanza que nos ayude a permanecer activos en casa, orando, luchando y aguardando…
Primera lamentación (Lam. Cap. 1): desolación
La primera lamentación del profeta es la desolación: “¡Qué solitaria se encuentra la otrora Ciudad populosa! Como una viuda ha quedado la grande entre las naciones. La Princesa de las provincias sometida está a tributo. Llora que llora de noche, surca el llanto sus mejillas” (Lam 1, 1-2). La Capital pasa por aprietos (1, 3); se enlutan sus calzadas, desolando sus puertas (1, 4); dominada está por el enemigo (1, 5); se ve privada de su esplendor (1, 6); le han visto su desnudez y ella misma gime vuelta de espaldas (1, 8); está todo el día dolorida (1, 13); lleva sobre su cuello un yugo que doblega su vigor, quedando a merced de sus enemigos, “¡ya no me puedo tener!” (1, 14); no hay quien la consuele ni le devuelva el ánimo (1, 16).
La pandemia ha dejado solos nuestros pueblos y ciudades. Incluso del bosque han venido animales que hace tiempo no veíamos… En pocos días se cambiaron los planes de la humanidad, cerrándose fronteras, países y continentes enteros. Confieso que la primera vez que supe que el norte de Italia se aislaría del sur para evitar la propagación de la pandemia pensé que esto era no solo innecesario y exagerado sino imposible, pero con los días fuimos aprendiendo que no había otra manera. Después Estados Unidos cerró sus fronteras a la mayoría de los vuelos transatlánticos, y también muchos países cerraron no solo sus fronteras externas sino también las internas, prohibiendo el movimiento de una ciudad a otra, lo cual perdura el día de hoy, y no sabemos hasta cuándo…
El mundo no está acostumbrado a estas drásticas limitaciones de movimiento en tiempos de globalización, viajes, negocios y turismo. Pero en el transcurso de pocas horas, sin preparación, nos hemos visto obligados a enfocarnos en un solo tema: como controlar la enfermedad, el contagio y la mortandad. Hace pocos meses yo me preparaba para predicar unos ejercicios, otros la semana santa, alguien planeaba cómo conseguir su primer trabajo después de graduarse, y así cada uno, cada familia, cada alcalde, cada gobierno, cada institución preparaban la realización de su proyecto para los próximos meses, sin embargo, nada de eso ha podido ser…
Estamos haciendo nuevos aprendizajes y reaprendizajes como estar de nuevo más tiempo juntos, valorar pequeñas cosas que antes pasaban desapercibidas, comprender una vez más que los planes cambian de un día para otro, e incluso, mucha gente ni siquiera ha podido enterrar a sus seres queridos, la mayoría católica no ha podido celebrar los sacramentos, si bien entre esos mencionados aprendizajes está el de usar nuestra creatividad para hacer llegar la Palabra a muchas personas, como de hecho está sucediendo. Pero, como en otras batallas que ha librado la humanidad en el pasado, esta prueba también la superaremos, como nos lo recuerda Manuel Castells (Ministro de Universidades de España), en su reciente artículo “Tiempo de virus”:
Saldremos, sí, pero no saldremos igual que entramos en este tiempo de virus. Puede ser que tengamos que atravesar un largo periodo de cambio de modelo de consumo. Pero también podría ser que salgamos regenerados, recuperando el simple placer de vivir, anclados en nuestras familias, nuestras amistades y nuestros amores. Porque más allá de la irritación normal de un largo periodo de encierro, son estos sentimientos y nuestro apoyo mutuo lo que nos habrá sostenido. Tal vez reaprendamos el valor de la vida y ello nos permita prevenir las otras catástrofes que nos esperan si seguimos en nuestra carrera destructiva y pretenciosa no se sabe dónde ni por qué.
Segunda lamentación (Lam. Cap. 2): hambre
“El llanto consume mis ojos, me hierven las entrañas, mi hiel por tierra se derrama, por la ruina de la capital de mi pueblo, mientras niños y lactantes desfallecen en las plazas de la ciudad. Preguntan a sus madres: ¿Dónde hay pan? Mientras caen desfallecidos, como heridos, en las plazas de la ciudad, mientras exhalan el espíritu en el regazo de sus madres” “¡En pie, lanza un grito en la noche, cuando comienza la ronda; derrama como agua tu corazón ante el rostro del Señor, alza tus manos hacia él por la vida de los pequeños que de hambre desfallecen por las esquinas de las calles (Lam 2, 12-13. 19).
La desolación de la ciudad da paso a algo más terrible e insoportable como el hambre de los niños que claman por el necesario alimento para seguir con vida. La preocupación de muchos ahora no es la enfermedad sino la comida para sobrevivir porque las cuarentenas a las que se han visto obligadas la mayoría de las naciones para preservar la salud pública han dejado mucha gente sin empleo, han forzado el encierro que hace imposible salir de la casa a conseguir lo indispensable. El drama de la pandemia ha evidenciado el del trabajo informal de millones de hombres y mujeres que dependen de lo que hacen cada día para llevar a casa el pan cotidiano…
Todos los gobiernos del mundo donde la pandemia ha llegado están luchando angustiados por retornar cuanto antes a la normalidad de la actividad económica para recuperar no solamente la productividad sino el bienestar social y la confianza, la estabilidad política, la ansiada normalidad que permita la manufactura de bienes para el consumo interno, la exportación y el cumplimiento de los compromisos comerciales. Ya hemos visto cómo la acumulación del petróleo que no se ha consumido ha hecho que sus precios desciendan a niveles históricos y pongan en jaque las economías que dependen de él.
Mientras varias naciones han cancelado la exportación de ventiladores, respiradores y materiales para las pruebas de laboratorio, en otras la creatividad está llevando a desarrollar soluciones autóctonas a mucho menor precio para satisfacer la necesidad interna y prepararse así para evitar un posible colapso por la demanda de unidades de cuidados intensivos en los hospitales y clínicas, obligando a adelantar las pruebas de estos equipos y a acelerar los procesos que en circunstancias normales pueden tomar incluso años. La pandemia ha dado lugar también a la creatividad pero también a la solidaridad, el cambio de objetivos de empresas dedicadas hasta el momento a industrias diferentes que se han volcado hacia soluciones prácticas a corto plazo.
Nuestra mayor preocupación es ciertamente la vida, proteger la salud, que nuestra población se guarde de la mortandad, pero el hambre puede comenzar a hacer estragos, porque es casi imposible para cualquier economía, incluso para las más desarrolladas, esperar mucho tiempo improductivas para subsistir. Nos encontramos ante un dilema hasta el punto que, en un momento dado, será necesario salir a trabajar para vivir, aunque nos expongamos a una recaída. De lo contrario estaremos ad portas de un estallido social, como lo ha dicho en su entrevista el profesor y psiquiatra León Cohen:
¿Cuál es su mayor temor? ¿La pobreza pospandemia? Va a haber mucha gente que no va a tener plata para poder comer. Por lo mismo es que aquí tiene que haber una convocatoria, que sea creíble, que sea concreta y que represente a todos quienes logremos –o logren– sobrevivir a todo esto. Si no lo hacemos, estamos a un paso de lo que está ocurriendo en el sur de Italia, que es el caos social, que va a ser mucho peor que el estallido social, porque va a estar motivado por hambre pura.
Tercera lamentación (Lam. cap. 3): esperanza
La esperanza no es propiamente una lamentación, pero en el capítulo central de este pequeño libro del Antiguo Testamento, se habla de la oración, la confianza y la esperanza. No todo es lamento en los profetas, como no todos son regaños para el pueblo. Los profetas de Israel tuvieron un papel preponderante en tiempos de prueba, sobre todo porque infundieron en el pueblo una necesaria esperanza para mantener vivo el sueño del retorno, porque no hay mal que dure cien años…
El profeta pide a Dios que recuerde su miseria y vida errante porque su espíritu se hunde dentro de él (Lam. 3, 20), sin embargo Jeremías trae a la memoria algo que lo hace esperar: “Que el amor de Yahvé no se ha acabado, que no se ha agotado su ternura; mañana tras mañana se renuevan: ¡grande es tu fidelidad! ¡Mi porción es Yahvé, me digo, por eso en él he de esperar” (3, 22-24). Aunque hondo ha sido el lamento, del abismo de la desolación se yergue la esperanza como un escudo y fortaleza parecida al resurgir de las cenizas…
Durante toda esta pandemia también hemos oído por todas partes voces de esperanza, comenzando por la que, en medio de la tristeza, nos ha transmitido el Papa. También la Primera Ministra Alemana, al parecer alguien que tenido un buen manejo de la situación, ha dicho en un discurso a la nación con motivo de la pandemia:
Creo firmemente que superaremos esta prueba si realmente todas las ciudadanas y ciudadanos comprendemos que es una tarea de todos. Por ello permítanme decirles: esto es serio. Tomen también ustedes esto en serio… Debemos demostrar, aunque nunca hayamos experimentado algo así, que actuamos de forma afectuosa y sensata y así salvamos vidas. Esto depende de cada individuo, sin excepción, y por lo tanto de todos nosotros.
Necesitamos de esta esperanza (responsable) para estos tiempos difíciles, y ella está puesta en la humanidad que podría ser mejor después de lo que le está pasando al mundo, aunque algunos dicen que pronto nos olvidaremos de la pandemia y regresaremos a lo mismo… Pero nuestra esperanza en un mejor ser humano radica no solo en su propia capacidad sino sobre todo en la confianza que ponemos en el Dios que en su providencia guía el mundo. “Porque no desecha para siempre a los humanos el Señor: después de afligir se apiada según su inmenso amor; pues no se complace en humillar, en afligir a los seres humanos” (Lam 3, 31). No es la primera vez que el mundo vive una pandemia. Dios NO nos la ha enviado, pero confiamos en la fuerza que nos dará para que también de ésta pronto salgamos…
También podemos aprovechar esta situación para convertirnos. No es mera coincidencia que la pandemia se dio a la par con la cuaresma y nos privó de celebrar más comunitariamente la semana santa, pero ello no ha sido necesariamente un obstáculo para orar, ni lo es para cambiar y hacernos nuevos propósitos. De hecho, en medio de su lamento por la desolación, el hambre y los otros males, el Profeta tiene tiempo y fe para exclamar: “Examinemos atentos nuestra conducta, y convirtámonos a Yahvé. Alcemos nuestro corazón y nuestras manos al Dios que está en los cielos” (Lam 3, 40-41).
Estos son tiempos de crisis, pero también de esperanza, de reflexión y de oración. Saldremos mejores de ella si junto al lamento entramos en nuestro propio interior, nos abrimos mejor a los otros, elevamos a Dios nuestras plegarias y confiamos firmemente en su Providencia, su misericordia y su gran amor por sus creaturas, los cuales “mañana tras mañana se renuevan” (Lam 3, 23).
Cuarta lamentación (Lam. cap. 4): caída de la Capital
Los profetas de Israel no fueron políticos pero tuvieron acciones políticas porque vivían en una especie de teocracia donde las funciones sacerdotales y proféticas estaban ligadas a los reyes de turno que acudían a ellos no solo para ser ungidos como tales sino también para consultar sus oráculos, solicitar su intercesión ante Dios, pero muchas veces también fueron víctimas de la maldad de los gobernantes, siendo perseguidos, encarcelados, e incluso asesinados.
Las Lamentaciones de Jeremías no fueron la excepción. El destierro a Babilonia en el año 587 aC tuvo ante todo una grande repercusión política porque junto con la destrucción del templo quiso ser arrasada su identidad religiosa y moral que permaneció sin embargo íntegra para un pequeño resto que se mantuvo fiel a las promesas divinas, a las prácticas religiosas habituales y sobre todo a los principios morales resumidos en el decálogo. Para este pueblo la identidad nacional y política coincidía con su identidad religiosa. Las repercusiones del destierro son necesariamente políticas, por eso el papel de los profetas es de un gran protagonismo y significado.
“La culpa de la capital supera el pecado mismo de Sodoma, que fue aniquilada en un instante sin que mano humana interviniera…sucumbe la capital. Nunca creyeron los reyes de la tierra ni cuantos habitan en el mundo, que el adversario y el enemigo entrarían por las puertas de Jerusalén. Nuestros pasos eran vigilados, nos prohibían andar por las plazas” (Lam 4, 6. 10. 12. 18). El Profeta juzga la situación desoladora como consecuencia del pecado, procede de Dios el castigo que vino por sorpresa, obligando a una mayor vigilancia y restricción de la movilidad. Son tiempos de crisis. Los profetas hablan claro:
Nos creíamos invencibles. Íbamos a cuadruplicar la producción mundial en las tres décadas siguientes. En 2021 tendríamos el mayor crecimiento en lo que va del siglo. Matábamos 2.000 especies por año haciendo alarde de brutalidad. Habíamos establecido como moral que bueno es todo lo que aumenta el capital y malo lo que lo disminuye, y gobiernos y ejércitos cuidaban la plata pero no la felicidad. Se nos hizo normal que el diez por ciento más rico del mundo, Colombia incluida, se quedara cada año con el 90 por ciento del crecimiento del ingreso. Habíamos excluido a los pueblos indígenas y a los negros como inferiores. Los jóvenes se habían ido del campo porque era vergüenza ser campesinos. Estábamos pagando investigaciones para arrinconar la muerte más allá del cumpleaños 150.
Había preguntas incómodas. Para acallarlas inventamos que podíamos prescindir de la realidad. Con Baudrillard y otros filósofos nos alienamos en un mundo “des-realizado” y escogimos líderes poderosos que dejaron de lado la verdad; y nos dimos a consumir cachivaches y fantasías y emociones que encontrábamos en Netflix, YouTube, Facebook, las celebridades y hasta pornografía de redes, donde metimos la cabeza como avestruces. Quedaban los pueblos indígenas y los jóvenes y grupos de mujeres y de hombres que nos decían que habíamos perdido la ruta de la realidad y del misterio. Que las condiciones estaban dadas para una fraternidad planetaria. Les decíamos atrasados y enemigos del progreso. El declararse ateo, que puede ser una decisión intelectual honesta, se convirtió en no pocos muestra de suficiencia. El Homo Deus, Hombre Dios, fue el título del libro de Noah Harari que devoramos. Pero de pronto la realidad llegó. El coronavirus nos sacó de la ilusión de ser dioses. Quedamos confundidos y humillados mirando subir las cifras reales de infestados y muertos. Y no sabemos qué hacer. Ante la realidad Harari llamó estos días al espíritu de solidaridad que antes no vio. (Francisco de Roux, S.J., articulo “Nos creíamos invencibles”)
Ante esta caída, no necesariamente de una antigua capital como Sodoma ni tampoco de modernas capitales como Wuhan, Madrid o Nueva York, tampoco quizá del capitalismo, ¿qué cosa aprenderemos para el inmediato futuro de la humanidad mientras cesa esta horrible noche?
Quinta y última lamentación (Lam. cap. 5): sufrimiento de ancianos
El sufrimiento de lactantes y niños, mujeres y viudas, jóvenes y ancianos, sacerdotes y profetas, e incluso de los ricos, ha encontrado eco en las lamentaciones del profeta. “Yacen por tierra en la calle juntos niños y ancianos, mis doncellas y mis jóvenes cayeron a cuchillo” (Lam 2, 21). “En tierra se sientan, en silencio, los ancianos de Sión, la capital; se han echado polvo en la cabeza y se han ceñido el sayal” (2, 10). Hasta los ricos la pasan mal, “Los que comían manjares deliciosos desfallecen en medio de las calles; los que se criaron entre púrpura revuelven los estercoleros” (4, 5). Ni siquiera los ancianos han sido respetados, “ya no acuden a la puerta, los muchachos han parado sus cantares” (5, 12. 14).
Mucho se ha dicho que el virus no ha respetado clase social, países pobres o ricos, pero tampoco las canas, llevándose por miles, particularmente ancianos, pero también gente de todas las edades. Los hogares de personas mayores han estado entre las víctimas más numerosas. Aún no sabemos cómo será del todo el comportamiento de la pandemia en el tercer mundo. En muchas partes las personas mayores de 70 años deben observar un confinamiento más estricto ya que sabemos que son los más proclives a contraer la enfermedad. Realmente ha sido para nuestros mayores una verdadera tragedia. A propósito de este sufrimiento de toda la humanidad, la teóloga Consuelo Vélez nos dice:
En realidad, Dios está acompañando este momento y acompañándonos a cada uno/a para que asumamos esta realidad y salgamos adelante. Él muere con cada víctima del contagio, se cura con todos los que se han podido recuperar, tiene miedo con todos los que están llenos de temor a contagiarse, sufre con las consecuencias que trae esta situación, especialmente, a nivel económico, para los más pobres. Pero ¿acaso Dios no tiene poder para librarnos de este mal definitivamente? Una vez más podemos constatar cómo es el Dios del reino, anunciado por Jesús: no es un Dios de poder que cambia por arte de magia las cosas, sino que es el Dios encarnado en esta humanidad que cuenta con cada uno/a de sus hijos e hijas para llevar adelante la historia humana. Para salir de la pandemia necesitamos del esfuerzo humano a nivel de la ciencia para detener el virus y producir una vacuna y necesitamos de la generosidad de todas las personas para sobrellevar esta dificultad y vencerla. Así lo ha dispuesto Dios en su manera de crear este mundo y confía que sepamos hacerlo (del artículo “Esta situación nos confronta con la limitación humana, con nuestra vulnerabilidad”).
Las lamentaciones del profeta que hemos tratado en estas breves páginas y que hemos buscado aplicar a nuestra realidad actual dieron paso a la alegría del retorno. Mientras eso se hizo realidad, cuando estuvo mejor el ánimo de Jeremías, después de haber reflexionado mucho, escribió una carta a los desterrados comunicándoles de nuevo palabras de esperanza para el futuro que comenzará después de estas horas de incertidumbre y de dolor:
Edifiquen casas y habítenlas; planten huertos y coman su fruto; tomen mujeres y engendren hijos e hijas; casen a sus hijos y den sus hijas a maridos para que den luz hijos e hijas, y crezcan allí y no disminuyan; procuren el bien de la ciudad a donde los he deportado y oren por ella a Yahvé, porque su bien será el de ustedes…Yo los visitaré y confirmaré sobre ustedes mi favorable promesa de traerlos de nuevo; que bien me sé los pensamientos que pienso de ustedes…pensamientos de paz, y no de desgracia, de darles un porvenir de esperanza. Me invocarán y vendrán a rogarme, y yo los escucharé. Me buscarán y me encontrarán cuando me soliciten de todo corazón (Jer 29, 5-7. 10-13).
¿No es maravilloso que estos lamentos escritos hace más de dos mil años nos digan algo hoy? La Palabra de Dios prueba que está para instruirnos, exhortarnos, pero también para alentarnos en toda circunstancia. Basta tener fe. Dios guía la historia. Su providencia no nos abandona. El Señor, que libró su pueblo del cautiverio, sabe lo que nos está pasando y sabrá llevarnos de su mano a puerto seguro.
P. Orlando Escobar, CM
CUBA