La proximidad de la solemnidad de Pentecostés nos invita a volver a la fuente de nuestra espiritualidad y de nuestra misión. Es decididamente trinitaria en San Vicente. Con él tomémonos el tiempo para contemplar este misterio fundamental más allá de nuestro olvido y nuestras negligencias. Para él y para nosotros, la Trinidad es nuestro modelo, el ejemplo de nuestro ser y de nuestra vida interior. Ella nos invita a vivir en justa armonía con el parecido de las tres personas; más allá de sus diferencias, ellas se aman: “Lo que el Padre quiere, el Hijo lo quiere; lo que hace el Espíritu Santo, el Padre y el Hijo lo hacen: solo tienen un mismo poder y una misma operación (23 mayo 1659 – XII, 206). Consigna interesante para nosotros: estamos invitados a comunicarnos en la diferencia. Esto es muy concreto: nadie debe reconocer desde el principio quién es la cabeza, la persona encargada, ser un solo corazón y una sola mente y formarse a imagen del fruto más evidente de la Trinidad, la caridad (20 junio 1647 – XIII, 281). Otros puntos de aplicación pueden ser: amarse, intercambiar, vivir la reciprocidad y, en nombre mismo del acto divino, respetarse mutuamente, establecer ya “el paraíso” (X, 308-309).
La Trinidad nos habita. Permanece en nosotros: “El Padre engendra a su Hijo y ambos respiran el Espíritu Santo. Este movimiento casi físico es vida; acompaña nuestra acción” (Pentecostés XI,36). Motor de nuestra vida personal, interior y activa, la Trinidad nos insta a emprender una misión. En ella todo es movimiento: El Padre envía a su Hijo y el Hijo es el que realiza lo que quiere el Padre proponiéndole la Encarnación (23 mayo 1655 – X,69; 7 noviembre 1659 – XII,297). Esto es lo que nos impulsa como Misioneros. Queremos «imitar las prácticas» de Cristo Salvador que se ha convertido así en el perfume del Padre, (“vuestra ambrosía y vuestro néctar” – 7 marzo 1659 –XII, 137) y el mismo papel del Espíritu Santo inspira a nuestro Fundador este bello orden de misión: “Sí, el Espíritu Santo, en cuanto a su persona, se extiende en los justos y habita personalmente en ellos. Cuando se dice que el Espíritu Santo actúa en alguno se entiende que este Espíritu, que habita en esa persona, le da las mismas inclinaciones y disposiciones que Jesucristo tenía en la tierra, y le hacen actuar de la misma manera, no digo de igual perfección, sino según la medida de los dones de este Espíritu divino” (3 de diciembre 1658 – XII,93).
A Pesar de todo, vamos Adelante!
La Trinidad es la fuente y el fin de toda dinámica espiritual de San Vicente. “Y la Congregación de la Misión está comprometida a honrar de una manera del todo particular, los inefables misterios de la Santísima Trinidad y de la Encarnación” (R.C. X, 2).
Para San Vicente, Jesús recibe todo del Padre; es totalmente dependiente de Él. Reconoce que el Padre es el autor y el principio de todo bien que hay en Él (12 de diciembre 1658 – XII,94). Es enviado por Él a costa de un amor honroso (23 mayo 1655 – X,69). Estamos casi en la teología contemporánea del “sufrimiento de Dios”. Jesús da gracias a su Padre a través de su obediencia. Porque el Hijo está unido al Padre, en una intimidad perfecta, no solamente en tanto que Verbo sino como hombre (21 febrero 1659 – XII,124). Aquí llegamos a la relación de amor de Jesús con su Padre: el hace su voluntad (12 diciembre 1559 – XII,94). Jesús es el garante del amor del Padre en la realización de su trabajo. Vicente, pragmatista, siempre intenta ser más concreto: trabajando por la venida del Reino en el corazón de los hombres y de los pobres, preocupado por la justicia es su principal preocupación. Se trata de dar gloria a Dios: “Yo pido a Dios todos los días, dos o tres veces, que nos destruya si no somos útiles para su gloria” (17 mayo 1658 – XI,2). El punto de referencia último de la vocación misionera reside siempre en una pregunta que hay que saber hacerse antes de emprenderla: Si esto se hace, ¿será Dios glorificado? (XIII, 271). Porque él tiene por garantía: Busquemos la gloria de Dios; Él hará nuestros asuntos” (21 febrero 1658 – XI,117). A menudo hablará del “buen placer” de Dios, otra manera de hablar de la voluntad de Dios. Para él, esta voluntad divina se realiza de manera eminente por la evangelización de los pobres. En esto, es muy personal, se adhiere al Evangelio y renueva la espiritualidad. Y si dudamos, he aquí una prueba evangélica:
“Oh ¡Qué felicidad, qué felicidad, Señores, hacer siempre y en todas las cosas la voluntad de Dios! ¿No es hacer lo que el Hijo de Dios vino a hacer en la tierra, como ya hemos dicho? El Hijo de Dios ha venido para evangelizar a los pobres; y nosotros, Señores ¿no estamos siendo enviados a la misma tarea? Si, los misioneros somos enviados para evangelizar a los pobres. Oh ¡que felicidad de hacer en la tierra la misma cosa que ha hecho Nuestro Señor, que es enseñar el camino del cielo a los pobres!” (Septiembre 1655 – XI, 283-284).
El Misionero, según San Vicente, ama continuar la obra de Cristo. Es su relevo, su extensión. Trabajar, trabajar; actuar, actuar, tal es su consigna. Toma voluntariamente su sentencia lapidaria: “Totum opus nostrum in actione consistit”, “Toda nuestra compañía está en acción” (XI, 33); Quiere una piedad laboriosa, “con las mangas arremangadas”. Por nuestras obras, mostramos a Dios que lo amamos. Hoy, más que nunca, para salir de la crisis actual, solo hay que entregarse y actuar.
Jean-Pierre Renouard cm
Provincia de Francia
Traductor: Felix Alvárez, CM
Provincia San Vicente – España