El tiempo de pandemia ha sido un tiempo de prueba y desolación, un tiempo de sufrimiento y de la presencia del dolor en las vidas de muchas personas, para muchas familias en el mundo entero, debido a la gran cantidad de contagiados y fallecidos en tantos lugares. Al comienzo de la pandemia, se nos decía que el Coronavirus era un virus altamente contagioso y de rápida propagación, que no discrimina a nadie, y que se puede contagiar en el lugar que menos uno piensa. Esto ha sido un momento histórico que nos ha marcado a todos, especialmente en este año 2020 y la Congregación no ha estado excenta de ella, al modificar nuestras actividades que han derribado nuestras seguridades: nuestras agendas, proyectos, calendarios y formas de misión, han quedado suspendidas o modificadas, como postergadas para un tiempo más adelante.

Esto ha hecho necesario replantearnos nuestros ministerios y servicios, como también nuestra vida misionera como la dinámica comunitaria y ha hecho posible que ahora, lo nuevo, lo distinto y diferente sea el pan del hoy,  que nos puede sorprender y la incertidumbre nos puede amenazar, pero bendito sea Dios, que se haga presente y venga a liberarnos de nuestras perezas y cobardías, y ha brotado en nuestro interior, una pregunta de nuestro Fundador, San Vicente de Paúl: “ ¿ Qué haría el Hijo de Dios, en esta ocasión?[1] y brotaba una respuesta casi inmediata de las mismas palabras de San Vicente: ¡ Ser cristiano y ver afligido a un hermano sin llorar con él, ni sentirse enfermo con él! Eso es no tener caridad; es ser cristiano en pintura, es carecer de humanidad; es ser peor que las bestias”.[2]

Pero era muy bonito decirlo, cuando estábamos en nuestra casa, sanos, con actividades suspendidas, con comida y abrigo, cómodos y relajados, no nos hacía falta nada y decidimos no ser meros espectadores, sino actuar, aquí y ahora, aún con el miedo de poder contagiarnos gravemente incluso con la posibilidad de morir en el intento, pero nuestra vocación vicentina, nos movía a algo más, a darlo todo.  Así que mientras veíamos todo el sufrimiento de las personas, familias y el personal sanitario, por televisión y por las noticias, en discernimiento comunitario, dijimos algo tenemos que hacer ahora por ellos. Sabiendo que no podíamos ir todos, nos fuimos al Hospital público, Luis Tisné, de la Comuna de Peñalolén en la ciudad de Santiago en Chile, un hospital que queda relativamente cerca de nuestro Seminario San Vicente de Paúl y por detrás de una de nuestras comunidades de nuestra parroquia, dos misioneros jóvenes de la Comunidad, el Padre Cristopher Groff, C.M. y el Padre Álvaro Tamblay, C.M. de la Provincia de Chile. Una vez llegando al hospital, fuimos acompañados por un equipo social del Hospital, donde ellos nos expresaron las dificultades e incluso los riesgos que implicaba el poder asistir a los enfermos contagiados de COVID-19, debido a las probabilidades de poder contagiarnos, nosotros mismos y a la comunidad, pero también ellos nos relataban acerca de la necesidad de la contención del personal sanitario como también de la visita, contención, acceso a los sacramentos de la Reconciliación y la Unción de los enfermos, como ayudar a morir en paz, porque estaban solos, con prohibición de visitas de familiares además de estar preocupados por ellos, cansados y muchos, de los más pobres entre los pobres, muriendo en completa soledad. Ahí pensábamos que era el momento histórico en el cual teníamos que estar presente y no renunciar a nuestra labor misionera frente a esta calamidad que estábamos presenciando y siendo testigos en primera línea. Además de los cuidados y resguardos necesarios como el uso de los elementos de protección personal como el lavado de manos en cada momento, nos fuimos preparando para esta misión de la mejor manera, y confiados en el Señor, que nos iba a cuidar.

Una vez empezando a desarrollar el servicio, nos empezamos a dar cuenta que el Hospital cada vez se iba llenando de contagiados y que la necesidad era mucha. Nos tocó comenzar a ver funcionarios de la salud llorando en los pasillos y algunos mientras les visitábamos, nos pedían poder conversar o reconciliarse por medio del sacramento. Los médicos y el personal sanitario, se empezó a cansar y las fuerzas comenzaban a decaer, ellos estaban haciendo dobles turnos, y muchos se sentían cansados, además de estar muy tristes porque muchos enfermos que llegaban a la urgencia venían en estado grave, algunos directos para conectar a ventilación mecánica y algunos iban muriendo en grandes cantidades, sin la presencia de sus familiares. Así empezamos las primeras semanas, ambos padres, a visitar a cada paciente contagiado, a aquellos que estaban más graves concediéndoles el sacramento de la Reconciliación, en la presencia de Jesús en la oración, solo los podíamos confiar a su Misericordia, y a cada enfermo se le imponía la Medalla Milagrosa de nuestra Madre Santísima, para que nadie muriera sin el consuelo de ella. Muchos de ellos, iban muriendo en las horas siguientes y otros, morían mientras estábamos concediendo el sacramento, y algunos cuando volvíamos a los días después, ya no estaban y su puesto estaba ocupado por otros enfermos que iban llegando en la semana.  La situación de ver a tantos enfermos solos nos impulsó a entregarnos por completo hasta el día de hoy, y ha sido un alivio para muchas familias, sabiendo que sacerdotes, desconocidos para ellos, han estado acompañándolos, no sólo en la enfermedad sino también en la muerte de los suyos, un pequeño consuelo en medio de tanto dolor y tristeza para las familias. Esos sacerdotes a quienes agradecen son Vicentinos, éramos los hijos de San Vicente de Paúl, presentes en sus vidas hasta hoy por medio de la Misión; muchos enfermos están orando por nosotros, y nos han dicho que no olvidarán el gesto de la visita, cuando ellos más nos estaban necesitando y nos han asegurado que ofrecerán su recuperación, por el aumento de nuevas vocaciones para nuestra Congregación.

Uno de los momentos más emocionantes, profundos y espirituales, fue la posibilidad celebrar la Procesión del Corpus Christi, en las dependencias de todo el hospital, pasillo por pasillo, sala por sala, llevar la presencia del Señor Jesús Sacramentado a tantos médicos y al personal sanitario, como enfermos, ver la esperanza, que pudo traer ese momento, una renovación de nuestro servicio humanitario, frente a tantos hermanos que necesitan de nosotros y nos convencimos de que era el momento de estar frente a una pandemia que vino a movilizar. Muchos de los enfermos que han empezado a mejorarse nos han agradecido porque la fe y la escucha, fueron para ellos, elementos que les ayudaron a mejorarse, mientras estaban solos. Los médicos han quedado muy contentos por el servicio que realizamos todos los viernes, porque también a ellos hemos podido ayudarles a manejar el estrés, el cansacio interior, la frustración y muchas veces, el cansancio de atender a muchos enfermos. Aunque van bajando ya la cantidad de contagios, sin duda ha sido lejos una de las mejores experiencias en la misión, porque sentimos que pudimos dar vida para que otros tengan vida, dejando que Dios pasara por sus vidas y que se cumpliera el mandato misionero de nuestra vocación: “He sido enviado a evangelizar a los más pobres”. Si pudiéramos dimensionar lo que va a significar la misión después de la pandemia, sería menester, obligarnos a renovar con mayor fuerza, nuestra identidad y entrega para los tiempos de hoy.

Álvaro Tamblay, C.M.
Provincia de Chile

[1] SVP XI, 348; XI, 240.

[2] SVP XIII, 271; XI, 561.