Queremos vivir la celebración de los 400 años de la fundación de la Congregación de la Misión (2025) como una ocasión privilegiada de revitalización de nuestra identidad misionera, sinodal y profética, siguiendo el camino trazado por la Iglesia y asumido por nuestra 43 Asamblea General (2022). Para ello, nada mejor que empezar reflexionando sobre la espiritualidad que nos vertebra e identifica como herederos del carisma vicenciano.
VER – Una mirada contemplativa
No hace falta volver a una definición rigurosa de lo que sea la espiritualidad vicenciana. Sabemos que se trata de un estilo de vida cristiano que se inspira en el itinerario espiritual de San Vicente de Paúl. Un modo propio de seguir a Jesucristo, revistiéndose de su espíritu de caridad para acompañarlo en su misión de evangelizar a los pobres y de formar evangelizadores clérigos y laicos. Así lo sintetiza, con meridiana claridad, el artículo 1 de nuestras Constituciones. Este es, en efecto, nuestro camino de santificación, la finalidad de nuestra presencia y actuación en la Iglesia y en el mundo, nuestro carnet de identidad.
Hay, por cierto, distintas formas de interpretar la espiritualidad vicenciana, enfatizando esta o aquella dimensión que la caracteriza. Sin embargo, ninguna interpretación puede dar por descontado el fundamento que le otorga solidez evangélica, hondura mística, relevancia eclesial y vitalidad apostólica. Nos referimos a la identificación dinámica con la persona de Jesucristo, contemplado en el misterio de su encarnación, considerado en su entrega incondicional al Padre, seguido en su dedicación generosa a los pobres y servido en los más pequeños de sus hermanos. A propósito, preguntaba San Vicente, ¿qué amor podemos nosotros tenerle a Nuestro Señor si no amamos lo que él amó? (SV X, 954-955).
Según nuestro fundador, sin referencia a Jesucristo, sin una relación permanente con él, sin la disposición continua y renovada de amar lo que él amó, no puede haber caridad ni misión que sean dignas de esos nombres. Y el corazón de Jesús desbordaba de amor al Padre, cuya voluntad era el alimento de su vida y el espejo de sus acciones (cf. Jn 4,34; 5,19), y de amor a los pobres, a los cuales se reconocía enviado y con los cuales quiso identificarse de modo radical (cf. Lc 4,18; Mt 25,40). Precisamente así, lleno de pasión por el Padre y de compasión por los pobres, Jesús de Nazaret confió a sus discípulos la continuación de su obra salvadora (cf. Lc 10,1s; Mc 16,15). La espiritualidad vicenciana nos implica directamente en la misión del Hijo de Dios: “Sí, nuestro Señor pide de nosotros que evangelicemos a los pobres: es lo que él hizo y lo que quiere seguir haciendo por medio de nosotros” (SV XI-1, 386). Desde este núcleo irrenunciable que es la persona misma de Jesucristo – a quien encontramos en el Evangelio, en la Eucaristía y en los Pobres – se perfilan los elementos constitutivos de la espiritualidad vicenciana: la confianza en la Providencia, la búsqueda y el cumplimiento de la voluntad de Dios, la integración entre evangelización y servicio, la vida fraterna en comunidad, las virtudes que nos definen, la vivencia de los consejos evangélicos, etc.
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