Introducción

“Convéncete de que no entrarás en sabor y dulzura de espíritu si no te entregas a la mortificación de todo lo que deseas”, decía el místico San Juan de la Cruz. El sabor y la dulzura del espíritu, por tanto, nunca se disfrutarán sin mortificarse uno mismo. Pero, en palabras de Karl Rahner, ésta es “una virtud hoy olvidada”.

Desde hace décadas, estamos bajo la dictadura y la esclavitud del consumismo y de la mentalidad que ha extendido a todas las dimensiones de la vida. Hoy existe una mentalidad de “usar y tirar”; justamente denunciada en su tiempo por Juan Pablo II. De hecho, él sentía que su nación natal, Polonia, al igual que el resto de las naciones que salían de la esclavitud del comunismo, se dirigían rápidamente hacia otra esclavitud: el consumismo. De hecho, Juan Pablo II advirtió: no paséis de la esclavitud del comunismo a la esclavitud del consumismo. El consumismo ha vencido donde ninguna ideología, fe o credo podía prevalecer. Esta mentalidad está erradicando la virtud de la mortificación haciéndola innecesaria y poniéndola al margen de nuestras vidas. Hoy lo queremos todo y ya, a nadie le gusta esperar, hacer un poco de sacrificio y mortificación para esperar algo. Sin embargo, “Dios no salva del sufrimiento, sino en el sufrimiento; no protege de la muerte, sino en la muerte. No libera de la cruz, sino en la cruz”, como decía Dietrich Bonhoeffer. Queriendo o sin querer, en la vida siempre y en todo caso tendremos que afrontar el sufrimiento, la muerte y la cruz, precisamente la mortificación. Así pues, en el lenguaje ascético cristiano, mortificación significa la lucha que el cristiano debe soportar para observar la ley divina y alcanzar la perfección. Puede distinguirse en mortificación de la voluntad, de la inteligencia, de los sentidos, etc.

Algunas referencias bíblicas a la virtud de la mortificación:

La Biblia habla a menudo de la virtud de la mortificación como renuncia a los vicios e insiste en el cultivo de las virtudes. Todo ello exige luchar contra las tentaciones, controlar los instintos y, en el lenguaje de Pablo, revestirse del hombre nuevo y evitar el viejo. Todo esto exige pasar de las tinieblas a la luz, de la noche al día de la gracia.

Si el misterio pascual, es decir, el sufrimiento, la muerte y la resurrección de Jesús es fuente y manantial de todas las virtudes, el Triduo Pascual está bajo el signo del sacrificio y la mortificación. La mortificación, pues, es para la supremacía de la gracia, es para hacer vivir en nosotros al hombre nuevo; es para vivir en el señorío del espíritu sobre la carne: porque la carne tiene deseos contrarios al Espíritu y el Espíritu tiene deseos contrarios a la carne; estas cosas se oponen entre sí (Ga 5,17). El Evangelio nos pide “negarnos a nosotros mismos y seguir a Jesús llevando nuestra cruz” (Mc 8,34); Pablo nos pide abandonar al hombre viejo que se corrompe siguiendo las concupiscencias engañosas y revestirnos del hombre nuevo (Ef 4,23-24); San Pedro, retomando la idea del profeta Isaías 53 nos invita a sufrir gozosamente por Cristo: Cristo sufrió por vosotros (1 Pe 2,21). “Llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero de la cruz, para que, no viviendo ya para el pecado, vivamos para la justicia; por sus heridas fuisteis sanados” (V.24). Esta mortificación y sacrificio nos hace, en definitiva, bienaventurados: bienaventurados seréis cuando os insulten y os persigan (Mt 5,11).

¿Qué enseña San Vicente sobre esta virtud?

En conjunto, SV es hijo de su tiempo: utiliza la mentalidad y el lenguaje de su época. Como Jesús, SV habla de la mortificación como renuncia a algo, a alguien e incluso a uno mismo: si alguien viene a mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío (Lc 14, 26). El odio del que habla Jesús no debe entenderse literalmente. De hecho, Jesús amonesta a sus discípulos para que jerarquicen debidamente sus afectos; nada ni nadie debe ponerse por encima o igual a Él, a Jesús y a su Reino. Los que han dejado todo y a todos para seguir a Jesús conocen bien el precio de esta renuncia; es una renuncia que hace derramar lágrimas y exige muchos sacrificios y mortificaciones. San Vicente sabe algo de esto. SV nos recuerda entonces muy a menudo en sus conferencias que tengamos el valor de renunciar incluso a nuestros seres queridos, no por renunciar, sino para ser libres en nuestra vida y en nuestro ministerio para servir a su Reino, a sus pobres y a sus hermanos más pequeños. Así, la renuncia cristiana es efectivamente un desprendimiento, pero para acceder a algo más grande, el amor y el servicio a Dios y al prójimo.

Explicando con detalle esta virtud y su necesidad para nuestra vida comunitaria y apostólica, San Vicente insiste en la renuncia a los sentidos internos y externos y a la santa indiferencia que nos lleva a buscar y hacer sólo la “voluntad de Dios”. La mortificación exige la renuncia a las pasiones carnales para vivir las mociones del Espíritu Santo.

San Vicente nos anima a mirar a Jesús y a seguir sus huellas. SV, como el autor de la primera carta de Pedro, dice que los sufrimientos son inevitables, así que hagamos buen uso de ellos, es decir, suframos digna y noblemente: “más vale sufrir haciendo el bien que haciendo el mal” (1 Pedro 3, 17). Al decir esto, SV trataba de mostrarnos los beneficios de la virtud de la mortificación. En efecto, sin mortificación no podemos orar como es debido, porque la mortificación nos ayuda a controlar nuestros sentidos humanos, repara los pecados, guarda nuestra vocación y, sobre todo, hace progresar nuestra vida espiritual. La mortificación fue aceptada por el Hijo de Dios, ¿por qué no habríamos de aceptarla también nosotros, se pregunta SV. Puede ser contraria a la lógica y a las expectativas humanas, lo que dificulta su práctica. Algunos consejos prácticos e indispensables de SV para adquirir y practicar esta virtud:

  • La mortificación, como las demás virtudes, se adquiere repitiéndola sin cansarse con dulzura y paciencia. Recuerda que para SV “es un medio y no un fin”;
  • Exige prudencia y control, pero rechaza con decisión y dedicación toda forma de mundanidad espiritual y corporal, las comodidades personales para despojarse completamente del hombre viejo y revestirse del hombre nuevo, del Señor Jesús y del Reino;
  • Esta virtud, según SV, nos ayuda a actuar con criterio, juicio y sabiduría, bajo el señorío del Espíritu Santo;
  • Por último, recordemos que SV nunca alentó grandes mortificaciones y austeridades corporales, flagelaciones y renuncias ostentosas; para él, “la fidelidad y la perseverancia en la propia vocación, cumpliendo bien la propia misión (predicación), el propio deber, de manera noble y digna, ya es mortificación”.

¿Qué significado damos hoy a la virtud de la mortificación?

a) ESTADO DE PECADO: el pecado no es sólo de ayer. También nuestra humanidad está herida, es frágil, débil y lleva las cicatrices del pecado. También nosotros sentimos el peso del hombre viejo y de su mentalidad. “El hombre viejo que había en nosotros fue crucificado con él, para que este cuerpo de pecado quedara sin efecto y dejáramos de ser esclavos del pecado” (Rm 6,6) nos dice San Pablo. No estamos completamente libres de la influencia y la seducción del hombre viejo, del “Adán” caído de su trono real. Durante siglos, la mortificación se interpretó como una muerte literal del cuerpo, considerado la fuente de los pecados. El cuerpo era visto como la sede de las pasiones, la parte inferior del hombre y en constante oposición a la parte superior, el alma. De ahí la necesidad de reducir el cuerpo y sus deseos mediante la penitencia, el sacrificio y la mortificación. ¿Cuál es el fin último de la mortificación? Poner orden y disciplina en el cuerpo y, sobre todo, ¡hacer que acepte el señorío de Cristo Jesús en el Espíritu! En efecto, la noche de Pascua, antes de renovar nuestras promesas bautismales, declaramos: Renuncio a Satanás, a sus obras y a sus seducciones.

b) ¡MORTIFICACIÓN! El término “mortificación” tiene su origen en el texto bíblico de la Epístola a los Colosenses 3,5. Pablo une “mortificar”, que significa literalmente “dar muerte o hacer morir”. De este modo, el término mortificación significa muerte al pecado, al hombre viejo (Rom 6,1-11). Con el bautismo, uno se reviste del hombre nuevo, Cristo Jesús.

c) ACTUALIDAD: Para nosotros los cristianos, la mortificación continua no sólo es actual, sino necesaria. La muerte del hombre viejo en nosotros es indispensable y siempre actual. Para que el hombre nuevo, Jesús, viva, el hombre viejo debe necesariamente morir. En el bautismo se nos concede la semilla de una vida nueva. Ésta debe actualizarse y concretarse en las actitudes y acciones de la vida cotidiana. Para tener una vida disciplinada y regulada, incluso en lo que se refiere a las dietas, se hace mucho ejercicio físico, incluso ayuno. Todo esto requiere mucho sudor, sacrificio, penitencia y mortificación. Para dar el señorío absoluto a Jesús en nuestras vidas, ¿cómo no vamos a tener que soportar tantos sacrificios y hacer tantas mortificaciones?

d) ES IMPORTANTE DISCIPLINARSE: Al igual que los atletas se someten a exigentes programas de entrenamiento físico para ser competitivos, también en la vida espiritual es necesario un entrenamiento espiritual. La carta a los Hebreos nos aconseja: “Corramos con perseverancia en la carrera que tenemos por delante, fijos los ojos en Jesús, el que hace nacer la fe y la lleva a cumplimiento” (Hb 12, 1-2). A nosotros, que hemos creído, esperado y padecido por Jesús (Hb 12, 1), se nos pide que volvamos los ojos fijos en Jesús, corriendo hacia Él, abandonando todo lo que nos estorba en la carrera. En esta carrera, la mente debe volverse con aplicaciones a Jesús y a sus opciones, porque tenemos una dignidad y una libertad perdidas por el pecado. Para recuperar esta dignidad y libertad perdidas, además de la gracia que se nos da desde lo alto, cooperar con la gracia recibida exige una disciplina nada despreciable, renuncias y llevar la propia cruz de manera loable. Todo esto tiene un nombre: mortificación, sacrificio, cruz. Al igual que los atletas, también nosotros debemos correr respetando las reglas de la vida espiritual, evitando toda corrupción espiritual: “no os conforméis a este mundo” (Rm 12,2). Y esto no podemos conseguirlo a bajo precio, sin una vida espiritualmente disciplinada, sin mortificar algo de nosotros mismos, de alguna manera sin renuncia ni derramamiento de sudor y sangre. La mortificación es una virtud que se expresa necesariamente en la resistencia, en aguantar, en no dejarse abatir por las dificultades. La vida cristiana no es fácil, ni es espontánea, es una lucha, una carrera de obstáculos. Es verdad que el Espíritu en nosotros nos da nuevos sentidos y puede hacer gozoso el don de sí, pero eso no quita el sufrimiento que conlleva, ni la experiencia de la esterilidad. A menudo no son las grandes cosas las que nos impiden correr, sino los pequeños guijarros pegados a nuestros pies. Basta un hilo de seda para impedir que un pájaro vuele alto. A veces es el pasado lo que nos lastra: oportunidades perdidas o que nos han hecho perder, errores personales… a veces corremos, pero nuestra mirada ha perdido la meta por la que corremos, Cristo Jesús.

Concluyo diciendo:

  • Hoy hacemos hincapié en la espontaneidad, en la vida según el sentimiento: ¡ve donde te lleve el corazón! Por este camino no vamos lejos en la vida cristiana y en la vida consagrada. Corramos, en cambio, con perseverancia, con la mirada fija en Jesucristo.
  • La mortificación, en sentido amplio, es una lucha a muerte contra todo lo que impide alcanzar un ideal, la meta del camino de la vida. Por eso, la mortificación entendida como valor positivo de la disciplina espiritual personal es también educativa.
  • Por último, recordemos que para San Vicente, la virtud de la mortificación es necesaria para nuestra convivencia. SV se preguntaba: “si no estamos animados por el espíritu de mortificación, ¿cómo viviremos juntos? No podremos vivir, repito, no podremos vivir unos junto a otros, si nuestros sentidos internos y externos no están mortificados, y no sólo es necesario entre nosotros, sino también en medio del pueblo, donde hay tanto que sufrir’, nos decía SV. Habiendo situado bien esta virtud, para él la mortificación es “hacer bien la propia misión de manera digna y loable” y nada más. La finalidad de la penitencia y de la mortificación no es otra que ésta: ¡hacer bien nuestra misión! Creo que la enseñanza de nuestro fundador es una visión que aún hoy puede compartirse y aplicarse fácilmente.

P. Zeracristos Yosief, C.M.

Este artículo forma parte de una reflexión sobre las virtudes vicencianas:
Humildad
La sencillez
Mansedumbre
Celo

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