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VER – Una mirada contemplativa
Estamos viviendo un tiempo particularmente intenso y fecundo en la Iglesia desde que el Papa Francisco nos convocó a recorrer el camino de la Sinodalidad. Un tiempo de revisión de vida, de discernimiento orante y de revitalización profunda, que nos sitúa en el marco del Concilio Vaticano II. Y eso con miras a estimular y sedimentar la comunión, la participación y la misión entre todos los que formamos el pueblo de Dios, llamado a vivir y a dar testimonio de la fe recibida en el Bautismo para colaborar en la construcción de un mundo que refleje los valores del Reino. Como recuerda el Papa, “estamos llamados a la unidad, a la comunión, a la fraternidad que nace de sentirnos abrazados por el amor divino (…). Caminamos juntos en el único pueblo de Dios, para hacer experiencia de una Iglesia que recibe y vive el don de la unidad, y que se abre a la voz del Espíritu” (Momento de reflexión para el inicio del proceso sinodal. 9 de octubre de 2021).
El método propuesto por el Pontífice no podría ser otro sino el de la escucha atenta y respetuosa de todos los miembros de la Iglesia y de la atención a los anhelos e inquietudes de nuestros contemporáneos para avanzar juntos en la dirección indicada por el Espíritu del Señor, el verdadero protagonista de este proceso: “Reitero que el Sínodo no es un parlamento, que el Sínodo no es un sondeo de opiniones; el Sínodo es un momento eclesial, y el protagonista del Sínodo es el Espíritu Santo. Si no está el Espíritu, no habrá Sínodo” (ibid.).
Siempre en búsqueda de la unidad en la pluralidad, todos nos sentimos implicados en este camino sinodal, dispuestos a colaborar para que la Iglesia manifieste su identidad de ícono de la comunión trinitaria, sacramento del Reino de Dios y servidora solícita de la humanidad en este mundo marcado por tantos desafíos y contradicciones, avanzos y retrocesos. Nadie, pues, puede quedarse al margen de esta tarea común. “Si no se cultiva una praxis eclesial que exprese la sinodalidad de manera concreta a cada paso del camino y del
obrar, promoviendo la implicación real de todos y cada uno, la comunión y la misión corren el peligro de quedarse como términos un poco abstractos” (ibid.).
Como miembros de la Congregación de la Misión, ¿cómo nos ubicamos en este itinerario sinodal? ¿Cuál es la contribución que podemos ofrecer a la Iglesia desde la peculiaridad de nuestro carisma misionero? ¿Y cómo el espíritu de la sinodalidad incide en nuestra vida personal, comunitaria, provincial y congregacional? Dejemos que la Palabra de Dios y la experiencia de San Vicente nos ayuden a caminar con paso firme en esa dirección.
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