Durante los ejercicios espirituales, deberíamos intentar valientemente hacer balance de nuestra vida, para ver si nuestra casa está construida sobre arena, a pesar de nuestra fama adquirida, o sobre la roca que es Cristo.

 

Los ejercicios espirituales, un medio para mantener viva la vocación

 

Cuando tengo que elegir dónde ir a vivir el tiempo de los ejercicios espirituales anuales, preferiblemente seguidos dentro de la Congregación, elijo primero el predicador y después el lugar.

El predicador es fundamental porque, además de la preparación teológico-espiritual, debe transmitirme su experiencia del encuentro con el Señor Resucitado, de lo contrario no es más que un repetidor de conceptos o experiencias espirituales de otros.

Es fundamental recordar que los ejercicios espirituales son un medio para consolidar el encuentro con el Resucitado. No hay que pensar que van a realizar el milagro de transformar la propia vida. Si acaso, pueden ser un inicio de esa transformación, o un medio para afianzar aún más la propia vocación, ¡pero ésta debe estar ahí!

Por eso, un sacerdote de la Misión y una Hija de la Caridad deben tener claro que su vida sólo puede vivirse en esta vocación: ninguno de nosotros puede pensar en su vida si no es como sacerdote de la Misión o como Hija de la Caridad. Sólo así podremos cumplir las promesas expresadas el día de nuestro bautismo y confirmadas después con el sacramento relativo y el día de la emisión de los votos, que para nuestras hermanas se renueva cada año.

¡Sólo así los ejercicios espirituales darán fruto y no se reducirán a una de tantas cosas que hay que hacer…..!

Es muy peligroso reducir los ejercicios espirituales a cosas por hacer, esto indica que, como sacerdotes de la Misión e Hijas de la Caridad, nos engañamos a nosotros mismos pensando que hemos sido llamados por el Señor, en realidad, somos nosotros los que hemos decidido vivir en un estado de vida al que no hemos sido llamados por el Espíritu, y los resultados son visibles: nos compensamos con el trabajo, lo que nos lleva a alejarnos de la comunidad; o nos afanamos, tanto en la comunidad como en otros ámbitos, por ocupar los primeros puestos, para engañarnos a nosotros mismos -incluso con Dios- de que somos personas de valía, cuando en realidad la realidad es bien distinta y, quienes hemos comprendido quiénes somos en realidad, somos estimados como personas con pocos recursos, alimentando con ellos más que un prejuicio.

Por eso, durante los ejercicios espirituales, debemos intentar valientemente hacer un balance de nuestra vida, para ver si nuestra casa está construida sobre arena, a pesar de la fama que hemos adquirido, o sobre la roca que es Cristo, que nos dio el ejemplo, con su vida, y que no supo qué hacer con la fama, ¡y la vida de Cristo es un modelo para todo cristiano!

Cuidar cada día la llamada que el Espíritu Santo nos ha hecho, como Sacerdotes de la Misión e Hijas de la Caridad, significa, en mi opinión -pienso en mi mundo occidental, porque no conozco las otras realidades y pido disculpas-, cuidar la vida comunitaria: la liturgia de las Horas; la celebración de la Eucaristía; la pastoral y el servicio a los pobres deben ser siempre expresión de una comunidad que evangeliza y sirve, y no expresar nunca el compromiso de la persona individual: no estamos llamados al trabajo personal. Incluso cuando un hermano o una hermana se vean obligados a servir individualmente, sus colaboradores y quienes se encuentren con ellos deben respirar siempre su pertenencia a la congregación de la Misión y a la compañía de las Hijas de la Caridad, y también, y esto es fundamental, su unidad en el trabajo conjunto al servicio de la Iglesia, porque así lo quisieron San Vicente y Santa Luisa.

Será la calidad de la vida común dentro de nuestras Casas lo que hará que los jóvenes, hombres y mujeres, a quienes el Espíritu Santo llama a ser Misioneros e Hijas de la Caridad, puedan responder a la llamada que han recibido. La comunidad puede ser el medio que el Espíritu Santo utiliza y también el obstáculo para el Espíritu Santo. Por eso nunca hay que convertirse en amo inamovible de una Casa, sino ser pobres de Espíritu y siervos inútiles, dispuestos a la obediencia, que es lo que hace pertinente el voto de pobreza.

Los ejercicios espirituales, cuando sirven para hacer un balance de nuestra vida y no una cosa entre tantas por hacer, son verdaderamente un don del amor del Padre, que nos ayuda a ser vicentinos felices, incluso en los momentos duros de la vida, por estar llamados a vivir en Comunidad.

Por el P. Giorgio Bontempi c.m.