Amplia y apacible escena de un cementerio en un soleado día de otoño. Las tumbas están adornadas con flores frescas y velas, y algunas personas aparecen rezando o reflexionando cerca de ellas. Los árboles de colores otoñales enmarcan la escena, y la suave luz crea una atmósfera cálida, símbolo de esperanza y recuerdo. El ambiente es sereno y respetuoso, y capta la esencia de honrar a los seres queridos con toques religiosos, como pequeñas cruces en algunas lápidas, que reflejan la tradición católica del Día de los Difuntos.
Después de celebrar la solemnidad de Todos los Santos, nuestra Iglesia Católica invita encarecidamente a sus hijos a conmemorar a todos los fieles difuntos. Es decir, a dirigir nuestra mirada a los numerosos rostros que nos han precedido y que han finalizado el camino terrenal[1]. Como lo requiere la tradición, muchos católicos en estos días van a visitar los cementerios para rezar por sus seres queridos que los han dejado. Estas visitas a los cementerios expresan, entre otras cosas, afecto, respeto y homenaje. Es un gesto muy sencillo pero que expresa el amor y la esperanza en la resurrección de los muertos. Al visitar las tumbas de sus seres queridos y observar los diferentes recuerdos que se amontonan ante ellas, se descubre cómo vivieron, qué amaron, qué temieron, qué esperaron y qué detestaron. Las tumbas son casi un espejo de su mundo[2].
Así pues, como vicentinos, en este día tan especial honremos a nuestros difuntos visitando sus tumbas, orando por ellos y reflexionando sobre la muerte, un tema que nos preocupa a todos. La razón es porque ella es una realidad extraña a nuestra naturaleza, fruto de la envidia del diablo (Sab 2, 23-24). El temor de la muerte está clavado en lo más profundo de todo ser humano y comienza a manifestarse confusamente apenas el niño se asoma a la edad de razón y del conocimiento. En realidad, la muerte nos concierne a cada uno de nosotros, concierne al hombre de toda época y de todo lugar. Ante el misterio de la muerte, todos, incluso inconscientemente, buscamos algo que nos invite a esperar, un signo que nos proporcione consolación, que abra algún horizonte, que ofrezca también un futuro[3]. Justamente, recorrer nuestros cementerios para visitar a nuestros seres queridos, “es realizar un camino marcado por la esperanza de eternidad”.
Aunque por nuestra condición humana experimentamos el miedo ante la muerte, no podemos aceptar que todo lo bello y grande realizado durante toda una vida se borre improvisamente, que caiga en el abismo de la nada. Pero Jesús es nuestra garantía. Venció la muerte por su muerte y prometió la vida eterna a todos aquellos que comieron su carne y bebieron su sangre (cf. Jn 6, 51). El anuncio de la resurrección y de la vida eterna es, a mi modo de entender, un anuncio gozoso y esperanzador. El Dios de Jesucristo en quien creemos es un Dios de vivos y no de muertos. Nuestra vida está en sus manos. De él salimos y a él regresaremos. Y habrá de ser bueno nuestro encuentro definitivo con alguien que se nos ha revelado como “todo amor”.
Un paciente terminal preguntó a su médico cristiano: “Doctor, dígame, ¿qué hay al otro lado de la muerte?” El doctor le dijo: “yo apenas sé nada de lo que hay al otro lado de la muerte. Solo sé una cosa: mi Señor está allí, y eso me basta”. Qué alivio saber que nuestro Señor espera por nosotros.
Honrar a nuestros difuntos significa igualmente orar con afecto y amor por ellos. Es, además, una invitación a renovar con valentía y fuerza nuestra fe en la vida eterna; más aún, a vivir con esta gran esperanza y testimoniarla al mundo. En efecto, no dejes de orar y de ofrecer misas por tus difuntos. Orar por ellos es una obra de misericordia. Aprendamos del Maestro de los maestros que visitó la tumba, lloró y rezó al Padre por su amigo Lázaro (cf. Jn 11, 28-37). Con este gesto, Jesucristo evangelizador de los pobres se convierte en el modelo por excelencia de esta obra de misericordia.
Los difuntos no tienen a nadie sino a nosotros para orar por ellos. Dependen de nuestra oración y la de la Iglesia. Por consiguiente, no olvides a tus difuntos bajo ningún pretexto. La oración, nos recuerda Santo Tomás de Aquino, “es infalible si se pide algo necesario para la salvación eterna”. Pues, pidan por sus difuntos.
Honrar a nuestros difuntos implica también realizar algunas obras de caridad propias de un vicentino. Las obras vicentinas son aquellas obras inspiradas por San Vicente de Paúl, conocido por su dedicación a los pobres y marginados. Obras que tienen la finalidad no solo de honrar la memoria de los difuntos, sino también de reflejar el espíritu de compasión y de servicio que caracteriza a los vicentinos. Servicio que se fundamenta en la fe, la oración, la humildad y el respeto. ¿Qué obras vicentinas podríamos realizar después de visitar los cementerios?
A continuación, sugiero algunas obras sencillas:
Recolección de alimentos: Los vicentinos, en el Día de los Difuntos, pueden realizar una campaña de recolección de alimentos y de artículos básicos de higiene para distribuir a las personas necesitadas en honor a los difuntos.
Apoyo a los enfermos: Este día podría ser un espacio para visitar hospitales y hogares de ancianos, ofreciendo compañía y apoyo a los enfermos y ancianos, recordando aquellos que han fallecido.
Cuidar “la casa común”, el medio ambiente: En honor a los difuntos, los vicentinos podrían dedicar este día a sembrar árboles y cuidar la vegetación. Los árboles ayudan a purificar el aire y a mantener un equilibrio ecológico.
Son obras sencillas, pero que pueden marcar la diferencia.
Por Jean Rolex, CM
[1] Benedicto XVI (2011). Audiencia General del 2 de noviembre. Recuperada de https://www.vatican.va/.
[2] Ibid.,
[3] Cantalamessa, R. (2001). Echad las redes. Reflexiones sobre los Evangelios, Ciclo B. Edicep, Valencia.