El Domingo de Ramos, comenzamos la Semana Santa, que nos lleva a la Pascua y a la celebración del Misterio Pascual. Jesús, muriendo como lo hizo, transformó la finalidad de la muerte, convirtiéndola en la puerta de entrada de la vida eterna. Pero no es fácil recordar esto cuando estamos separados de nuestros seres queridos o muriendo solos con un respirador. Mi madre siempre tuvo miedo de morir sola. Gracias a Dios, no tuvo que hacerlo. Murió en la casa de mi hermano Frank, rodeada por su familia. Debo admitir que yo también comparto ese miedo primordial de mi madre a morir solo. Es entendible. Supone mirar a la cara de la muerte de forma terminal.

Desde el punto de vista de la fe, quien ríe el último no es la muerte, pero lo cierto es que nadie se está riendo ahora. En este tiempo de COVID19, todo es serio y trágico. Estamos aprendiendo con toda la amplitud y profundidad lo que significa la palabra “pandemia”, una palabra que antes era solamente una palabra. Ahora, es algo que no olvidaremos, o eso espero.

Jesús murió por nosotros para que viviéramos una nueva vida, tanto en este mundo como en el siguiente: “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, allí queda, él solo; pero si muere, da mucho fruto”. En el Credo Apostólico profesamos nuestra fe en la comunión de los santos. No hay una vida nueva solo después de la muerte, sino que esa nueva vida significa que nos mantenemos en la comunión con aquellos que se han ido antes de nosotros y en la promesa de que estaremos en comunión con ellos para siempre.

Nuestra fe nos enseña no solo que la muerte lleva a la  vida y a la comunión con nuestros seres queridos (y con toda la raza humana), sino que, muriendo, nos unimos al Señor Jesús en su acto salvador por el mundo. Nuestras muertes tienen significado para la vida de los otros. Así como su muerte tuvo significado para otros, también la nuestra lo es, a través de su muerte y resurrección. Ninguna muerte carece de sentido. Y esto, no solo para los seguidores de Jesús. Creemos que Jesús murió para todos, para que todos tuvieran una nueva vida. Creemos que ninguna muerte es ignorada por el Misericordioso Señor Jesús en su camino hacia la vida eterna. Os aseguro que diciendo esto respeto también, profundamente, las creencias y convicciones de quienes creen otra cosa. Solo quiero expresar nuestra fe en que lo que Jesús hizo, lo hizo como beneficio para todos, ahora y para la eternidad.

He estado pensando en Takashi Nagai y su bellísimo libro Réquiem por Nagasaki. Fue un pionero en la radiología y un converso al catolicismo, y estaba cerca de la zona cero el 9 de agosto de 1945, cuando la segunda bomba atómica fue lanzada sobre Nagasaki. Sirvió a muchos supervivientes y años después la radiación se llevó su vida. Ayudó a mucha gente a entender que sus sacrificios podían dar la vida a la raza humana. Que nunca más se debe usar un arma nuclear sobre las personas. En el diseño de Dios, al final, todo puede dar vida.

Ya vivamos o muramos durante esta pandemia, recordemos que siempre estamos en la presencia de Dios, que convierte la muerte en vida y comunión. En el Domingo de Resurrección, diremos las hermosísimas palabras: “¡Dios ha resucitado!” y responderemos “¡Verdaderamente ha resucitado!”

Hugh O’Donnell CM

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