Por una Iglesia con rostro amazónico, pobre y servidora, profética y samaritana
Nosotros, los participantes del Sínodo Pan-Amazónico, compartimos la alegría de vivir en medio de numerosos pueblos indígenas, quilombolas, habitantes de las riberas de los ríos, migrantes y comunidades en las periferias de las ciudades de este inmenso territorio del planeta. Con ellos hemos experimentado la fuerza del Evangelio que actúa en los pequeños. El encuentro con estos pueblos nos interpela y nos invita a una vida más sencilla de compartir y de gratuidad. Marcados por la escucha de sus clamores y lágrimas, acogemos de corazón las palabras del Papa Francisco:
“Muchos hermanos y hermanas de la Amazonía cargan cruces pesadas y esperan el consuelo liberador del Evangelio, por la caricia del amor de la Iglesia.
Por ellos, con ellos, caminemos juntos”.
Evocamos con gratitud a aquellos obispos que, en las Catacumbas de Santa Domitila, al final del Concilio Vaticano II, firmaron el Pacto por una Iglesia que sirve y es pobre. Recordamos con veneración a todos los mártires miembros de las comunidades eclesiales de base, de las pastorales y los movimientos populares; a los líderes indígenas, misioneras y misioneros, laicas y laicos, sacerdotes y obispos, que derramaron su sangre por esta opción por los pobres, por defender la vida y luchar por la protección de nuestra Casa Común. Nos unimos a la gratitud por su heroísmo con nuestra decisión de continuar su lucha con firmeza y coraje. Es un sentimiento de urgencia que se impone ante las agresiones que hoy devastan el territorio amazónico, amenazado por la violencia de un sistema económico depredador y consumista.
Ante la Trinidad Santa, de nuestras Iglesias particulares, de las Iglesias de América Latina y el Caribe y de aquellas que son solidarias con nosotros en África, Asia, Oceanía, Europa y en el norte del continente americano, a los pies de los apóstoles Pedro y Pablo y de la multitud de mártires de Roma, de América Latina y en especial de nuestra Amazonía, en profunda comunión con el sucesor de Pedro, invocamos al Espíritu Santo, y nos comprometemos personal y comunitariamente con lo siguiente:
- Asumir, ante la amenaza extrema del calentamiento global y del agotamiento de los recursos naturales, el compromiso de defender en nuestros territorios y con nuestras actitudes la selva amazónica en pie. De ella vienen los dones del agua para gran parte del territorio suramericano, la contribución para el ciclo de Carbono y la regulación del clima global, una incalculable biodiversidad y una rica socio-diversidad para la humanidad y para toda la Tierra.
- Reconocer que no somos los dueños de la madre tierra, sino sus hijos e hijas, formados del polvo de la tierra (Gn 2, 7-8), huéspedes y peregrinos (1 Pe 1, 17b y 1 Pe 2,11), llamados a ser sus celosos cuidadores y cuidadoraxs (Gn 1, 26). Para ello, nos comprometemos con una ecología integral en la que todo está interconectado, el género humano y toda la creación, porque todos los seres son hijas e hijos de la tierra y sobre ellos aletea el Espíritu de Dios (Gn 1,2).
- Acoger y renovar cada día la alianza de Dios con todo lo creado: “Por mi parte, voy a establecer mi alianza con ustedes y con su descendencia, con todos los seres vivos que están con ustedes, aves, animales domésticos y salvajes, en fin, con todos los animales de la tierra que con ustedes saldrán del arca” (Gn 9,9-10 y Gn 9,12-17).
- Renovar en nuestras iglesias la opción preferencial por los pobres, especialmente por los pueblos originarios, y junto con ellos garantizar el derecho a ser protagonistas en la sociedad y en la Iglesia. Ayudarlos a preservar sus tierras, culturas, lenguas, historias, identidades y espiritualidades. Crecer en la conciencia de que estos deben ser respetados local y globalmente y, en consecuencia, fomentar, por todos los medios a nuestro alcance, que sean acogidos en pie de igualdad en el concierto mundial de los demás pueblos y culturas.
- Abandonar, en consecuencia, en nuestras parroquias, diócesis y grupos todo tipo de mentalidad y postura colonialista, acogiendo y valorando la diversidad cultural, étnica y lingüística en un diálogo respetuoso con todas las tradiciones espirituales.
- Denunciar todas las formas de violencia y agresión a la autonomía y a los derechos de los pueblos originarios, a su identidad, a sus territorios y a sus formas de vida.
- Anunciar la novedad liberadora del Evangelio de Jesucristo, en la acogida al otro y a lo diferente, como sucedió con Pedro en la casa de Cornelio: “Bien sabes que a un judío le está prohibido relacionarse con un extranjero o entrar en su casa. Y Dios me ha mostrado que no se puede decir que algún hombre es profano o inmundo” (Hch 10, 28).
- Caminar ecuménicamente con otras comunidades cristianas en el anuncio inculturado y liberador del Evangelio, y con otras religiones y personas de buena voluntad, en solidaridad con los pueblos originarios, con los pobres y los pequeños, en la defensa de sus derechos y en la preservación de la Casa Común.
- Instaurar en nuestras Iglesias particulares un estilo de vida sinodal, donde representantes de los pueblos originarios, misioneros y misioneras, laicos y laicas, en razón de su bautismo y en comunión con sus pastores, tengan voz y voto en las asambleas diocesanas, en los consejos pastorales y parroquiales, y en últimas, todo lo que concierne al gobierno de las comunidades.
- Empeñarnos en el urgente reconocimiento de los ministerios eclesiales ya existentes en las comunidades, ejercidos por agentes pastorales, catequistas indígenas, ministras y ministros de la Palabra, valorando en particular su cuidado frente a los más vulnerables y excluidos.
- Hacer efectiva en las comunidades que nos han sido confiadas el paso de una pastoral de visita a una pastoral de presencia, asegurando que el derecho a la Mesa de la Palabra y a la Mesa de la Eucaristía sea efectivo en todas las comunidades.
- Reconocer los servicios y la real diaconía de gran cantidad de mujeres que hoy dirigen comunidades en la Amazonía y buscar consolidarlas con un ministerio adecuado de mujeres animadoras de comunidad.
- Buscar nuevos caminos de acción pastoral en las ciudades donde actuamos, con el protagonismo de los laicos y los jóvenes, con atención a sus periferias y a los migrantes, a los trabajadores y los desempleados, a los estudiantes, educadores, investigadores y al mundo de la cultura y de la comunicación.
- Asumir ante la avalancha del consumismo un estilo de vida alegremente sobrio, sencillo y solidario con los que poco o nada tienen; reducir la producción de basura y el uso de plásticos, favorecer la producción y comercialización de productos agroecológicos, utilizar el transporte público siempre que sea posible.
- Ponernos al lado de los que son perseguidos por su servicio profético de denuncia y reparación de injusticias, de defensa de la tierra y de los derechos de los pequeños, de acogida y apoyo a los migrantes y refugiados. Cultivar verdaderas amistades con los pobres, visitar a las personas más sencillas y a los enfermos, ejerciendo el ministerio de la escucha, del consuelo y del apoyo que traen aliento y renuevan la esperanza.
Conscientes de nuestra fragilidad, de nuestra pobreza y pequeñez ante tan grandes y graves desafíos, nos encomendamos a la oración de la Iglesia. Que sobre todo nuestras comunidades eclesiales nos ayuden con su intercesión, su afecto en el Señor y, cuando que sea necesario, con la caridad de la corrección fraterna.
Acogemos con el corazón abierto la invitación del cardenal Hummes a dejarnos guiar por el Espíritu Santo en estos días del Sínodo y en el regreso a nuestras iglesias:
“Déjense cubrir por el manto de la Madre de Dios y Reina de la Amazonía. No dejemos que nos venza la autorreferencialidad, sino la misericordia ante el grito de los pobres y de la tierra. Será necesaria mucha oración, meditación y discernimiento, así como una práctica concreta de comunión eclesial y espíritu sinodal. Este Sínodo es como una mesa que Dios ha preparado para sus pobres y nos pide que seamos los que sirven a la mesa”.
Celebramos esta Eucaristía del Pacto como “un acto de amor cósmico”. “¡Sí, cósmico! Porque incluso cuando tiene lugar en el pequeño altar de una iglesia de aldea, la Eucaristía se celebra siempre, de cierto modo, sobre en el altar del mundo”. La Eucaristía une el cielo y la tierra, abraza y penetra toda la creación. El mundo surgido de las manos de Dios, vuelve a él en feliz y plena adoración: en el Pan Eucarístico “la creación tiende hacia la divinización, hacia las santas nupcias, hacia la unificación con su propio Creador”. “Por eso, la Eucaristía es también una fuente de luz y motivación para nuestras preocupaciones por el medio ambiente, y nos lleva a ser guardianes de la creación entera”.
Catacumbas de Santa Domitila
Roma, 20 de octubre de 2019