Muchas veces y de diversos modos, ya se habló de santidad. Aunque exista una amplia literatura sobre el tema, dando la impresión de ser un asunto tranquilo y bien establecido, conviene volver a esta temática compleja, urgente y esencial, una vez que su pertinencia no desapareció y su comprensión se va ensanchando.

La llamada a la santidad (cf. Lv 19,2) acompaña toda la historia del cristianismo y llega hasta nuestros días. Lejos de confundirse y convertirse en emocionalismo barato, fanatismo fundamentalista, fetichismo ritualista, evasión esteticista y neoconservadurismo, la santidad es el destino de todo bautizado (Lumen Gentium, capítulo V). Reflexionar sobre ella implica comprender su significado en este período en que nos situamos, discernir sus peculiaridades, identificar sus retos y señalar pistas para nuestra caminada en fidelidad a nuestro carisma en las huellas de San Vicente de Paúl.

Conviene decir que la cultura en que vivimos va en contramano del Evangelio y de la propuesta cristiana. Para describir esta realidad, recorrimos a un pasaje de la Exhortación Apostólica Gaudete et Exultate, del Papa Francisco (n. 111), en el que se traduce, con bastante claridad, lo que pasa en nuestros días: “En esta cultura, se manifiestan la ansiedad nerviosa y violenta que nos dispersa y nos debilita; la negatividad y la tristeza; la acedia cómoda, consumista y egoísta; el individualismo y tantas formas de falsa espiritualidad sin encuentro con Dios que reinan en el mercado religioso actual”. Para la Congregación de la Misión, este escenario representa, sin duda, un serio desafío, una vez que no estamos aislados de los dolores y sufrimientos de nuestros contemporáneos, sino en profunda solidaridad y comunión con ellos, como afirma el Documento Final de la 42 Asamblea General: “Los gritos de los pobres, de los refugiados, de los migrantes, de cuantos han sido excluidos y confinados a las periferias, cada día en mayor número, alcanzan nuestros corazones y nos mueven a contribuir con todas nuestras fuerzas para que nuestra Iglesia llegue a ser como el hospital de campaña donde todos pueden ser acogidos, escuchados y sanados, actualizando el Evangelio de la misericordia(1.1.c).

Sin embargo, no podemos quedarnos solamente en los grandes principios y en meras generalizaciones. Esas preocupaciones y prioridades deben concretarse en la vida de la Congregación de la Misión y en cada uno de sus miembros. Solidaridad, conforme nos dice el Papa Francisco, en Evangelii Gaudium (EG), significa “mucho más que algunos actos esporádicos de generosidad. Supone crear una nueva mentalidad que piense en términos de comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos” (EG 188). Una solidaridad que enfrente y supere la “cultura del descarte” (EG 53), el “ideal egoísta” y la “globalización de la indiferencia” que se desarrollaron y se impusieron en nuestro mundo, haciéndonos “incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros” y quitándonos la responsabilidad ante sus necesidades y sufrimientos (EG 54, 67). Aún más, “la solidaridad es una reacción espontánea de quien reconoce la función social de la propiedad y el destino universal de los bienes” (EG 189). Tiene que ver con convicciones y prácticas, y es fundamental para la realización y la viabilidad de “otras transformaciones estructurales y las vuelven posibles, pues un cambio en las estructuras sin generar nuevas convicciones y actitudes dará lugar a que esas mismas estructuras tarde o temprano se vuelvan corruptas, pesadas e ineficaces” (EG 189).

Todo eso exige mucha lucidez, creatividad y osadía. Sin el compromiso creativo con la causa de los pobres, “fácilmente terminaremos sumidos en la mundanidad espiritual, disimulada con prácticas religiosas, con reuniones infecundas o con discursos vacíos” (EG 207). En eso, podemos encontrar en el Papa Francisco algunas pistas para dinamizar pastoralmente la opción por los pobres en la vida de la Congregación de la Misión. Conscientes de que la desigualdad es la raíz de todos los males sociales (cf. EG 202), la opción por los pobres, como tarea de todos, “implica tanto la cooperación para resolver las causas estructurales de la pobreza y para promover el desarrollo integral de los pobres, como los gestos más simples y cotidianos de solidaridad ante las miserias muy concretas que encontramos” (EG 188). Pedagógicamente, ese compromiso exigirá la cercanía física hacia los pobres y el esfuerzo para socorrerlos en sus necesidades inmediatas (cf. EG 187). También el cuidado espiritual de los pobres: “La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe” (EG 200). Teniendo en cuenta que “la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual” (EG 200), eso no significa que los pobres son meros objetos de asistencia religiosa. A lo mejor, ellos tienen potencial evangelizador, siendo necesario que “todos nos dejemos evangelizar por ellos” (EG 198).

Por lo tanto, santidad no es apenas crecer en perfección particular y personal, sino el deseo de transformar el mundo según el corazón de Dios. Y transformar el mundo implica no solo atender a las necesidades materiales y espirituales de cada uno, sino igualmente transformar las causas y las circunstancias que generan esas necesidades y sufrimientos. El criterio para verificar la verdad del encuentro y de la unión con Dios se mide por la capacidad de integrar y asumir el dolor de este mundo, el dolor de aquellos que el Evangelio llama los “últimos”: los hambrientos, sedientos, desnudos, extranjeros y prisioneros (cf. Mt 25). Hoy, ante tantas espiritualidades alienantes, se nos desafía a un cristianismo encarnado: “Más que el ateísmo, hoy se nos plantea el desafío de responder adecuadamente a la sed de Dios de mucha gente, para que no busquen apagarla en propuestas alienantes o en un Jesucristo sin carne y sin compromiso con el otro. Si no encuentran en la Iglesia una espiritualidad que los sane, los libere, los llene de vida y de paz al mismo tiempo que los convoque a la comunión solidaria y a la fecundidad misionera, terminarán engañados por propuestas que no humanizan ni dan gloria a Dios” (EG 89). En fin, Dios no es apático, ni insensible al sufrimiento. Dios sufre donde sufre el amor…

P. Eliseu Wisniewski, CM
Provincia de Curitiba (Brasil)