Wuhan, esta ciudad de china que ahora es bien conocida en el mundo.

SU CELEBRIDAD lamentablemente no es la más gloriosa. Se sabe que fue el punto de partida de la pandemia del coronavirus que ha venido arrasado con nuestro planeta desde diciembre de 2019. Desastre que ha causado mucha miseria y que ha desestabilizado nuestra sociedad.

Sin embargo, Wuhan no es desconocida para el cristianismo. De hecho, veneramos la memoria de dos vicentinos que fueron martirizados en esa ciudad en el siglo XIX. Hablamos de San Francisco Regis Clet en 1820 y de San Juan Gabriel Perboyre en 1840.

Como estamos en el año 2020, año en el que celebramos el segundo centenario de la muerte de San Francisco Regis Clet, así como el vigésimo año de su canonización. De hecho, Juan Pablo II, para recordar que la fe católica ha permanecido viva durante mucho tiempo en China, quiso canonizar a 120 mártires de China el 1 de octubre del 2000 en la fiesta de Santa Teresa de Lisieux, patrona de las misiones.

Francisco Regis Clet nació en Grenobles el 19 de agosto de 1748. Fue el décimo de una familia de quince hijos. Recibió el nombre de Francisco Regis en honor de San Francisco Regis (1597-1640), apóstol jesuita de Velay y Vivarais. A los veinte años ingresó al seminario de los lazaristas en Lyon. Ordenado sacerdote el 27 de marzo de 1773, tuvo a bien celebrar una de sus primeras misas en Nuestra Señora de Valfleury, no lejos de Saint Etienne. Este centro de peregrinación confiado a los lazaristas en 1687 nos es bien conocido porque allí el padre Nicolle fundó la Cofradía de la Santa Agonía en 1862.

Después, Francisco Regis fue enviado como profesor de teología moral al seminario mayor de Annecy, cuya fundación se remonta a la época de San Vicente de Paúl. Durante los quince años que pasó allí se destacó por su gran virtud, su trabajo y la profundidad de su enseñanza, lo que le valió el cariñoso apodo de “biblioteca viviente”.

En ese momento, Francia estaba experimentando un período de paz interna. La ascensión de Luis XVI al trono de Francia en 1774 despertó mucho interés y esperanza. Sin embargo, no tuvo la valentía de emprender las reformas esperadas.

Los disturbios que tuvieron lugar a un lado y otro fueron el preludio de los acontecimientos que provocaran la Revolución Francesa. La Iglesia tampoco escapó a este movimiento de protesta que sacudió todos los estratos sociales. Así fue como el papa Clemente XIV suprimió la Compañía de Jesús en 1773. Después de lo cual los lazaristas, después de muchas dudas, fueron llamados a reemplazar a los jesuitas en el Cercano Oriente y en China.

Francisco Regis, a pesar de este ambiente pre-revolucionario, aceptó ser nombrado, en 1788, como director del seminario interno o noviciado de los Sacerdotes de la Misión. Luego vivió en la casa de San Lazaro, al norte de París. Desde la época de San Vicente de Paúl esta casa ha sido la Casa Madre de la Congregación de la Misión, lo que ha valido a sus huéspedes el nombre de lazaristas.

Francisco Regis no tuvo tiempo para dedicarse por completo a su nuevo trabajo. Un año después, el 13 de julio de 1789, una enorme multitud de manifestantes saqueó la casa de San Lázaro. Turba que esperaba por el siguiente día para lanzarse en una sangrienta batalla para tomarse la Bastilla, punto de partida de la Revolución Francesa. Los Padres estuvieron un poco desamparados y buscaban, cada uno, la mejor manera de responder a su vocación. De repente, nuestro futuro mártir expresa su deseo de consagrarse a la misión de China. Justo antes de su partida le escribe a su hermana mayor: “No trates de persuadirme sobre este viaje porque mi decisión está tomada. En vez de tratar de desviarme, debes felicitarme por el hecho de que Dios me concedió el gran y humilde fervor de emplearme en su obra”. El 2 de abril de 1791 se embarcó en Lorient para llegar, seis meses después, a Macao, una posesión portuguesa en el sureste de China.

Poco después, fue designado para ir a Kiang-si (o Jianhsi). Disfrazado de chino, usando detrás de su cabeza una trenza postiza, se adapta a los requerimientos de su nueva vida, como él mismo lo expresa: “Desconocemos el suave y grueso colchón que nos toca: una tabla sobre la que se extiende una ligera capa de paja cubierta con una estera y una alfombra, además de una manta más o menos cálida con la que nos envolvemos, esa es nuestra cama.”

Después de un año, su superior le pide que vaya a la provincia vecina de Houkouang, donde permanecerá por veintisiete años. Tan pronto cuando llegó, los dos colegas presentes murieron uno en prisión y el otro por enfermedad. Durante varios años, Francisco Regis permanecerá solo para hacer frente a las necesidades de diez mil cristianos repartidos en un inmenso territorio donde a veces debía recorrer más de 600 km. Se entregó totalmente a su misión hasta el punto de que su superior en Beijing le pidió que le “pusiera límites a su celo”.

Hay muchas dificultades. Los cristianos, en general, son pobres y poco cultivados. Tienen que enfrentar períodos de hambruna resultando, para algunos, difícil de aceptar todas las exigencias de la vida cristiana. La inseguridad es permanente debido a los bandidos, a ciertos grupos de rebeldes en el poder central y especialmente, debido a la desconfianza hacia la religión cristiana percibida como una doctrina opuesta a la cultura china.

El estado de persecución es latente y se desarrollará a partir de 1811. Francisco Regis debe actuar con precaución. En 1818, llevó una vida de proscrito porque le pusieron precio a su cabeza. A pesar de esto, el 16 de junio de 1819, los soldados, bajo la denuncia de un cristiano apóstata, lo arrestaron brutalmente. El mandarín que lo juzga quiere hacerle confesar los nombres de los cristianos o misioneros que conoce. Para esto, lo arrodillaron durante varias horas con cadenas de hierro, las manos atadas detrás de la espalda, le infligen múltiples latigazos con una especie suela gruesa de cuero, hasta el punto de que su rostro termina completamente ensangrentado.

Conducido de prisión en prisión, fue trasladado a la capital de la provincia de Houkouang, en Ou-tchang-fou, hoy Wuhan. Encerrado en una jaula de madera, con los hierros en los pies, las esposas en las manos y las cadenas en el cuello, debe soportar un viaje de veinte días.

Ya sabe lo que le espera. La decisión imperial no tardó en llegar: fue condenado a muerte “por haber corrompido a mucha gente con su falsa religión”. El 18 de febrero de 1820, Francisco Regis Clet fue conducido a su suplicio. Frente a la cruz donde debía ser atado, se arrodilla sobre la nieve para hacer una oración final, luego pasiblemente dice: “átenme”. Con semblante tranquilo sufre, sin gritar, la triple estrangulación usada en China.

Los cristianos pudieron recuperar las preciosas reliquias del mártir. Fue así como San Juan Gabriel Perboyre pudo presentar a los seminaristas de París la túnica manchada de sangre, diciendo: “¡Qué felicidad para nosotros si algún día tuviéramos el mismo destino!” Esto no tardaría mucho. Habiéndose unido a la misión china, fue martirizado en las mismas condiciones y en el mismo lugar veinte años después.

Los restos de San Francisco Regis Clet y de San Juan-Gabriel Perboyre descansan en la capilla de San Vicente de Paúl en París. La fiesta de San Francisco Regis Clet está fijada para el 9 de julio.

Yves Danjou