El carmelita, P. Mariano Cacace, muy pronto auscultó el alma de un joven llamado Justino de Jacobis, y comprendió que este chaval estaba llamado por el Señor para el trabajo arduo en una congregación misionera. Así, con gusto lo llevó a las puertas de la Pequeña Compañía del Señor Vicente. Y qué ojos tan clínicos, sí, los de un hombre de Dios. Nunca llegó a imaginarse el regalo que nos entregaba y que daba a la Iglesia misionera del África.

El templo en Ebo (Eritrea) donde se veneran los restos de San Justino

Copiosamente se ha escrito de él, como un excelso modelo de inculturación misionera, un pionero en la formación del clero nativo, un misionero con quien era agradable vivir en comunidad, el obispo sin zapatos con hebillas de plata, o el apóstol de la Medalla Milagrosa…Ahora, doy unos brochazos acerca de algunos aspectos que pueden servir para la lectura comunitaria, la oración y la meditación, y naturalmente para nuestra vida misionera.

1. Un misionero que realizó la sana simbiosis de ser misionero “en casa” y “misionero misionante” …

Ya en su Seminario Interno, una y otra vez, meditó y oró este fragmento de una conferencia del Fundador:

“…Por tanto, nuestra vocación consiste en ir, no a una parroquia, ni sólo a una diócesis, sino por toda la tierra; ¿para qué? Para abrazar los corazones de todos los hombres, hacer lo que hizo el Hijo de Dios, que vino a traer fuego a la tierra para inflamarla de su amor. ¿Qué otra cosa hemos de desear, sino que arda y lo consuma todo? … Pues bien, si es cierto que hemos sido llamados a llevar a nuestro alrededor y por todo el mundo el amor de Dios, si hemos de inflamar con él a todas las naciones, si tenemos la vocación de ir a encender este fuego divino por toda la tierra, si esto es así, ¡cuánto he de arder yo mismo con este fuego divino!”. SVP, XI,553-554

El espíritu de San Vicente, a lo largo de casi cuatro siglos de historia, se ha encarnado en misioneros que, han bebido y prolongado su espíritu en dos expresiones de fidelidad al único carisma, prolongando en ellos de una manera profunda y fiel. Unos, los podemos llamar sencillamente “misioneros en casa”, aquellos que con sus vidas pasaron entre los pasillos y las aulas de los seminarios, entre cuadernos y lápices, en la acogida de los futuros ministros, o en la escucha en la parroquia de los feligreses, en la dirección espiritual o en la benignidad del confesionario, llevando la palabra evangelizadora de Jesús. Bástenos mencionar al Beato Pedro Renato Rogue, o a los sabios ocultos como Pedro Collet o Guillermo Pouget.

Pueblo de Ebo, Eritrea

Otros, denominados “misioneros misionantes”, los del espíritu de aventura, el riesgo y la capacidad de adaptación, desprendidos de la familia y de la patria. Son los misioneros en “salida” de quienes gusta hablar el Papa Francisco. Si se quiere con más brillo, renombre y fama, con grandes originalidades especiales. Mencionemos a Armand David gran explorador en China, Valeriano Güemes en India y en nuestros tiempos Pedro Opeka en Madagascar.

Unos y otros, han bebido de las fuentes genuinas del carisma y han hecho viviente el querer del Fundador, en los lugares y los tiempos donde la Providencia divina los llevó a sembrar el amor de Dios en el corazón de los pobres. Nuestro santo, supo muy bien conjugar estos dos ministerios, primero “alrededor” de su propia familia en la patria chica, en la formación de futuros misioneros, en las misiones de verano, en la atención de las Hijas de la Caridad y cuando llegó la peste salió presuroso “como se acude cuando hay que apagar el fuego” SVP.

Y con el corazón ardido en celo misionero lo dejó todo, para surcar los desiertos y montañas del norte de África, y puerta a puerta al mejor estilo de la Compañía llevó el evangelio de Jesús. Admirable su encarnación con los abisinios, la cercanía a los pobres, a los cristianos ajeados de Roma y la formación de ministros según los moldes de la cultura propia. Le faltaron años para seguir recorriendo las ardientes tierras de los pobres, pero la semilla que llevaba en su zurrón misionero alcanzó a sembrarla toda en tierra fértil; que hoy sigue dando una cosecha nunca imaginada.

En sus giras misioneras bajo la sombra de un robusto roble, muchas veces debió hacer un alto en el camino para comer un mendrugo de pan, tomar el agua de un providencial oasis y en el descanso orar el Breviario, desgranar las cuentas del rosario a la Milagrosa amada, y sacar de su equipaje ligero el Nuevo Testamento y leer este pasaje de Pablo en1Corintios 3, 6-9:

“Yo planté, Apolo regó; pero el crecimiento lo ha dado Dios. Así que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento. Y el que planta y el que riega son una misma cosa; aunque cada uno recibirá su recompensa conforme a su labor. Porque nosotros somos colaboradores de Dios, y vosotros sois labranza de Dios, edificio de Dios”.

Estas y otras palabras cada día lo convencieron que, su misión era sembrar, sembrar y sembrar…el crecimiento lo dejó en manos del Buen Dios y ni se diga la cosecha, que posiblemente él no imaginó que fuera tan fecunda.

2. Un misionero con quien era agradable vivir…

El misionero puede llegar a ser “ángel en la calle y demonio en casa”, como lo reflexionaba en una ocasión, nuestro Superior General emérito P. Roberto Maloney, quien traía a colación esta sentencia de los santos padres del desierto. Monseñor De Jacobis fue ángel al interior de la Comunidad y ángel en la vida misionera. No porque todo fuera en el ajetreo diario comunitario un jardín de rosas. Monseñor Biancheri por ejemplo, su cohermano y compañero de misión no siempre fue su bastón y apoyo en su vida episcopal, lo amó intensamente y a pesar de las desavenencias, pusieron por encima el bien de la Comunidad y el trabajo apostólico. En una de sus memorias, dice que pasó la Navidad de 1839 casi solo en Adwa, mientras sus hermanos partían a otros centros apostólicos. Qué sentido de calidez humana y espiritual.

No dejarían de iluminarlo las palabras del apóstol en 1 Cor. 13 con el conocido himno de la caridad, como también las palabras de San Vicente:

Mujeres Eritreas en un día de trabajo en el molino

“La caridad es el alma de las virtudes y el cielo de las comunidades. La casa de San Lázaro será un cielo, si hay caridad… no hay nada tan deseable como vivir con los que uno ama y se siente amado…” XI,768.

Esta pandemia que nos ha reunido en nuestras casas, es gracia y bendición, para conocernos más y para potenciar al interior de nuestras comunidades el espíritu de caridad y fraternidad. Una vez salgamos de nuevo a los quehaceres ordinarios de la vida misionera, qué bueno que se cumplan en cada uno de nosotros las palabras de Monseñor Pedro Schumacher, c.m. obispo alemán, misionero en Portoviejo, Ecuador, y muerto en olor de santidad en Samaniego, Nariño, Colombia, en 1902:

“Que tu presencia cause alegría y tu ausencia tristeza”.

3. Un misionero que muere con las armas en la mano…

En muchas de nuestras sociedades, los misioneros al igual que el común denominador de los ciudadanos llegamos a determinada edad, y entramos en el rango de los “jubilados”, y adquirimos una pensión. Y esto está bien y es justo. Pero además de ser ciudadanos de un pueblo, somos misioneros de una Congregación y lo somos para siempre. Por ende, a diferencia del mundo civil, para un vicentino no hay jubilación en su ser y quehacer de obispo, sacerdote o hermano…seguimos siendo misioneros hasta la muerte y aún mucho más, más allá del tiempo y del espacio, pues continuamos siendo obreros del Reino “en la misión del cielo”. SVP.

Así, lo comprendió De Jacobis, para quien la palabra del apóstol fue norma de vida:

Estatua de San Justino en San Fele (Italia), su pueblo natal.

“Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que, teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias, y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas.

Pero tú sé sobrio en todo, soporta las aflicciones, haz obra de evangelista, cumple tu ministerio. Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida. 2 Tim. 4, 1- 8.

 

El Padre de Jacobis, murió como buen viandante, para quien no hubo más lecho de muerte que la sombra de un frondoso árbol, y de almohada una piedra burda encontrada al borde del camino. Quien no tuvo más tesoro que Cristo evangelizador de los pobres, dejó este único tesoro a sus hermanos para que lo amaran entrañablemente, y lo llevaran a los pobres que, por doquier lo quieren conocer, amar y servir.

Para nosotros misioneros vicentinos de hoy y mañana, no hay escusa como no la hubo para los obreros de ayer; siempre podemos hacer algo por Cristo, la Iglesia, la Congregación y los pobres, pues en la casa del Señor no hay obras grandes y pequeñas, ni ministerios de primera y segunda clase, todos somos jornaleros de primera clase. Mt. 20,1.16. La indolencia no cabe en el diccionario de un vicentino. San Justino de Jacobis, su solo nombre lo evoca todo. ¿Y si este hermano mayor no nos impulsa a seguir a Cristo, entonces quién?

Como lo afirma poéticamente Antonio Machado, nosotros como De Jacobis a dejar huellas en nuestro propio camino:

Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace el camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante,  no hay camino
sino estelas en la mar.

Marlio Nasayó Liévano, c.m.
Provincia de Colombia
15 de julio de 2020