Mujer de fe
Latinoamérica está fuertemente marcada por la presencia de María desde el origen de su evangelización. Prácticamente todos los templos más importantes de nuestros países están dedicados a María, desde la Guadalupana en México hasta Luján en Argentina.
Siempre me llamó la atención esta gran devoción que le tiene la gente a la Virgen y podría decir que, en mis años de sacerdote, escuché miles de personas decir que están enojadas con Dios por algún motivo, pero jamás escuché a alguien decir que está enojado con María.
¿Qué tiene María? ¿Por qué genera tanto amor y devoción?
Ante estas preguntas muchos me dijeron: es la mamá de Jesús. Pero me pregunto: ¿y esto es suficiente? Y permítanme compartirle mi propia respuesta… NO. Y cuando digo que no, no pretendo negar su maternidad, pero no me parece que ser “la madre de”, por el simple hecho de serlo, sea un mérito. Por todo esto traslado esta misma pregunta a mi vida… ¿Qué genera María en mí? ¿Quién es ella en mi vida? Y, espontáneamente, mi respuesta es… “la Mujer” -“de FE”.
No puedo ni quiero pensar a María como una especie de mujer maravilla. Pienso a María como esa adolescente, con amigas, familia y proyectos personales que de un momento al otro, experimenta en su vida que Dios tiene algo diferente para ella y esto rompe todos sus esquemas, sus sueños y proyectos y que sólo por esa confianza en su Dios, fue capaz de decir que sí.
Pienso a María como esa madre adolescente que tenía en claro que llevar adelante ese embarazo no solo podría hacer que su familia la rechace o que su prometido la deje, sino que podría llevarla hasta la muerte y que a pesar del miedo en su corazón no optó por lo fácil, sino que siguió adelante con esa vida, simplemente porque confiaba que ésta también era de Dios.
Pienso a María como la migrante, que por temor al poder político tuvo que abandonar su patria, sus afectos y comenzar de cero una vida nueva con su familia y su Dios.
Pienso a María como la joven madre, la que tuvo que aprender en el día a día como serlo, con las mismas preocupaciones de todas y las mismas inseguridades, con la obligación de alimentar, cuidar, sanar, enseñar e incluso corregir a quien era su hijo y su Dios.
Pienso a María como esa mujer que, a pesar de sus propias necesidades, era capaz de mirar las necesidades de los demás e interceder de tal manera frente a su Hijo que la lleve a provocar el primer milagro, no creyendo en sus fuerzas sino creyendo simplemente en su Hijo.
Pienso a María como esa madre preocupada por el futuro de su Hijo, como aquellas que saben que la “rebeldía” de sus hijos les pueden traer problemas, pero aún en esa situación, no deja de escuchar al Señor y confronta todo lo que siente con la oración y la Palabra.
Pienso a María como aquella madre que ve morir a su Hijo y en esa imagen cargada de dolor es casi imposible no pensar en su dolor, en cómo puede alguien continuar la vida sin un hijo y nuevamente la respuesta es… porque cree.
Y frente a una comunidad temerosa y en algunos casos sin fe, es ella quien se mantiene firme en la oración porque aquella primera experiencia de adolescente con el Espíritu de Dios no quedó en el recuerdo, sino que fue madurando en cada momento de la vida, en cada alegría y dificultad y desde su generosidad es capaz de rezar no solo para que ese Espíritu Santo vuelva una vez más a su vida, sino que en su corazón de Madre, lo hace por todos.
María es la MUJER… es la hija, la adolescente, la madre, la esposa, la temerosa, la alegre, la que no comprende, la que reza, la que llora y ríe, la que vive… como cada uno de nosotros, pero es la que amamos y veneramos sobre todo porque su signo más fuerte es la FE, porque esta creyente nos ayuda y enseña que pase lo pase en nuestra vida hay un Dios que no abandona, que abraza y que ama. María con su propia vida de fe nos dice que la vida con Dios, en todas sus formas, es posible para nosotros, basta que creamos.
Que el Dios de María los bendiga y nos ayude a sobrepasar juntos este tiempo.
P. Hugo Marcelo Vera, CM