Tengo la confianza de que nuestros lectores puedan seguir el diálogo que se ha generado entre el Hermano Francisco Berbegal CM y este humilde servidor, en torno a distintos temas de la cultura vocacional a la luz de mi libro “Donde Dios nos Quiere”.

Debo reconocer que hasta el momento me encontraba muy a gusto con la expresión “vocaciones de especial consagración” y el Hermano Francisco me vino a “incomodar” con sus tres preguntas, a las cuales, después de varios días de reflexión, me atrevo a responder de forma puntal:

“¿Puede la expresión “vocaciones de especial consagración” esconder una mentalidad clericalista?” Respuesta: podría ser que sí y en ocasiones es claro que sí.

¿Es necesario hacer este tipo de distinciones en las vocaciones?” Respuesta: dependiendo del contexto y el espacio de reflexión sostengo que sí.

“¿Podemos encontrar otras expresiones que manifiesten mejor la mentalidad que sostiene el Evangelio de la Vocación?” Respuesta: absolutamente sí, incluso no solo podemos, si no que debemos hacerlo.

Veamos con más detenimiento:

Sin pretensión alguna de justificarme, debo señalar que el concepto de “vocaciones de especial consagración” lo he tomado del magisterio. En primer lugar, de mis raíces, el II Congreso Latinoamericano de Vocaciones, el cual alude al numeral 22 del documento Nuevas Vocaciones para una Nueva Europa, y con mayor fuerza, me he inspirado del título que utiliza el Papa Francisco para los numerales 274-277 de Christus Vivit: “Vocaciones a una consagración especial”.

Sin embargo, coincido con el Hermano Francisco que los conceptos se deben ajustar con las auténticas necesidades pastorales; pero siempre en respeto profundo a la idiosincrasia de cada contexto y evitando caer en el juego de la cultura de los lenguajes que rayan en lo absurdo. De forma tal que, si por “especial consagración” se percibe una idea de “especial” en cuanto superioridad, o diferenciación excluyente, estamos de acuerdo que deberíamos evitar este lenguaje y buscar efectivamente, “expresiones que manifiesten mejor la mentalidad que sostiene el Evangelio de la Vocación”. El asunto se debe de abordar con cuidado para no romper con las sensibilidades cada población. En conclusión, me preocupa el lenguaje y su función inconsciente que afecta a la cultura, pero me preocupa sobre todo que los conceptos respondan al valor que se quiere anunciar desde el Evangelio de la Vocación según las necesidades de una realidad concreta.

Por otro lado, efectivamente la consagración no hace especial a una vocación, porque no se trata de que los sacerdotes o los religiosos sean una raza privilegiada que está por encima de un pueblo que ha sido consagrado con un bautismo de menor valor. Ya lo dijo bien claro el Hermano Francisco: “Nuestra vida no es de suyo y a priori un estado de más perfección que garantiza automáticamente una vida en el amor y en la entrega generosa…”.

También estamos de acuerdo en que  la vocación “unifica y totaliza toda la existencia” de todo cristiano, sin importar su vocación específica (sacerdote, religioso, laico…) y que, efectivamente, como lo muestra las crisis de los escándalos sexuales y económicos, ni la consagración religiosa ni la ordenación sacerdotal “garantiza automáticamente una vida en el amor y en la entrega generosa, ni una forma de seguimiento más radical, ni dotada de mayor significatividad escatológica” pero, al mismo tiempo, tengo la sensación, de que uno de los errores más frecuentes cuando se intenta abordar la cultura vocacional, es que cuando se fija la mirada en evitar esos vicios clericales (que ciertamente son absolutamente rechazables), se corre el peligro de perder lo específico de cada vocación para resaltar el valor de la dignidad común que el vicio clerical había desdibujado.

En concreto, acepto que el lenguaje podría no ayudar dependiendo de la hermenéutica del lugar donde se reflexiona, pero no podemos negar que las vocaciones religiosas, sacerdotales, y tantas otras formas de vida consagrada, tienen condiciones que las hacen particulares, y cuando se intenta disminuir esa diferencia, sobre todo por anti- testimonios de algunos de nosotros frente a la vivencia radical y generosa de muchos laicos, se cae en el mismo vicio del clericalismo, aunque en extremo contrario, es decir, se parcializa la riqueza carismática para “evitar peligros” y se pierde el tesoro que posee la mayor fuerza de atracción para los jóvenes: la “radicalidad” particular a la que estamos llamados quienes optamos por una vocación como la del misionero de la CM.

No somos radicales porque nos consagramos a la misión, sino al revés, porque en un diálogo de nuestra libertad de creatura con la libertad del Creador, concluimos que este era nuestro camino, no queda otra opción de que la radicalidad. Y me parece tan claro este llamado que se pone en evidencia la mediocridad de una vida cuando no se quiere la radicalidad, es como si se tratara de una escala en la que solo existe el blanco y el negro y no hay posibilidad de medias tintas.

Las condiciones de nuestra vocación exigen por sí mismas radicalidad, por ejemplo, en aspectos como la dedicación exclusiva a la misión en su tiempo y sus proyectos, ciertamente renunciando al amor conyugal para amar de una manera auténtica pero diferente; en el hecho de dejar familia, amigos y país, para ir a tierras lejanas no por una remuneración económica, sino porque solo se le encuentra sentido a la su vida en la misión de Jesucristo evangelizadores de los pobres; también en el estilo de vida en comunidad que rompe los moldes de una familia en sentido tradicional. Sucede lo mismo con el voto de obediencia a los superiores aun cuando se perciba que las ideas personales son mejores que las institucionales, en la pobreza y la austeridad, que nos hace no simplemente tener comunidad de bienes, sino incluso compartir la vida y la lucha de los más pobres.

Las incoherencias de algunos no pueden matar el llamado a esta radicalidad que es connatural a nuestra vocación, sería caer en el sinsentido y en la muerte de la sensibilidad, donde solo queda una mentalidad fría y sin vida que es como un tiro a los pies de la esperanza congregacional porque nos enfermamos de ese “realismo” que justifica nuestra mediocridad para nunca convertirnos.

En conclusión, me parece que una revisión y purificación del lenguaje es muy justa, pero no es incompatible con una lectura equilibrada de la complementariedad y la distinción de las vocaciones específicas en la Iglesia. Sobre todo, hay que entender que la cultura vocacional no es nada más únicamente una reacción a vicios eclesiales, sino una propuesta que abre caminos y procesos que son esenciales para la auténtica evangelización, en los cuales, se involucra a cada vocación con la fuerza particular que cada una posee en su llamado particular a ser discípulo-misionero de Jesucristo.

P. Rolando Gutiérrez Zúñiga CM.